Si una palabra me resulta confusa, es la palabra “padre”, del latín “pater”. Literalmente significa “jefe de familia”. Su sentido es biológico, pero también amoroso, protector, patriarcal, patrimonial. Quizá por eso, semanas atrás me habían recomendado una experiencia a Playa Tranquila, Barú; una sesión de buceo para disfrutar con papá, y así conmemorar su día.
Una promotora de confianza que trabaja para la plataforma online de Civitatis me reservó dos cupos para vivir la excursión completa.
Yo omití cualquier información respecto a asuntos familiares. Al principio se me ocurrió llevar a mi madre, pero, por cosas del destino, horas antes tuvo que cancelar y como ya todo estaba pago, le pedí a Miguel, un amigo, el favor de acompañarme. Nos pidieron llevar bloqueador solar, ropa de cambio, repelente contra insectos y una toalla. Desde la noche anterior, Miguel y yo hicimos videollamada para coordinar detalles. Temerosos esculcamos por internet los riesgos que implicaría practicar buceo para dos novatos. Teorizamos sobre las posibilidades de quedar sordos ante la presión que ejercía el agua bajo profundidad, o que nuestros cuerpos se descompensaran días posteriores al paseo.
Como vivimos relativamente cerca, nos encontramos en una esquina y una camioneta nos recogió en la Avenida del Lago. Ahí nos embarcamos para ir rumbo a Barú, este servicio de transporte estaba incluido en la experiencia.
Mientras nuestro guía conducía, Miguel y yo le dimos rienda suelta a nuestra larga conversación sobre películas. Nos conocíamos hacía tiempo, pero solíamos hablar de cine, nunca de nosotros.
“Me cansé del cine comercial”, dije mientras me acomodaba en el sillón. “Yo tengo maestría en cine expresionista alemán, así que no sé de qué cosa me hablas”, me respondió con ironía, a lo que me reí. Y proseguí: “Encontré esta semana una película del 84 que me tiene loco, se llama Paris, Texas. El protagonista compró un terreno baldío porque su madre le dijo que ella y su padre hicieron el amor allí, y él siente que ese fue el origen de su existencia”.
No solíamos hablar de nosotros, pero las películas que referenciábamos hablaban por sí solas, decían de nosotros más de lo que pudiéramos expresar. Durante el trayecto conversamos sobre cuál pudo ser nuestro origen, si nos consumaron en una noche apasionante, o en una tarde de domingo amarga. Si fuimos producto del amor, o quizá de la lujuria más sucia y hedonista, ¿éramos una consecuencia de qué?, ¿de ruido, infidelidad, desespero, desorden, descuido o soledad?
Problemas de natalidad en Colombia
Luego nos pusimos más serios y hablamos sobre una noticia reciente sobre la tasa de natalidad en Colombia, que si bien en 2024 hubo 445.011 nacimientos, una reducción del 13,7% respecto a 2023, en el país también hay miles de niños que nacen sin ser deseados, incluso crecen sin una figura paterna. La frecuencia con la que esto ocurre ha llevado a normalizarlo en ocasiones.
Según cifras de Planned Parenthood Global, organización que lidera el movimiento “Son niñas, no madres”, en 2024 en Colombia el 80% de los niños eran criados solo por sus madres.
La conversación acabó en cuanto llegamos a la playa, ahí nos recogieron en un bote y antes de arribar en Playa Tranquila compartimos los audífonos para escuchar un par de canciones del último álbum de Charli XCX. Luego acomodamos nuestras cosas en los casilleros del club de playa que incluía la excursión, y nos metimos a la playa para refrescarnos con un chapuzón.
“Déjame cargarte en el burrito”, me dijo Miguel mientras ponía su espalda a mi disposición. A lo que respondí poco efusivo y titubeando “creo que peso más que tú”. Su pregunta me desarmó: “No te dejas querer, ¿o no sabes?”.
Titubeando nuevamente, intenté responder: “Me da pena”.
Entendió por qué fue él a ese paseo en lugar de mi padre. “¿Nunca lo llegaste a conocer?”, me preguntó tras un silencio incómodo. A lo que respondí: “Tal vez hoy”.
Más tarde, luego de esquivar a dos masajistas insistentes, bañarnos hasta el cansancio y ver lo militarizada que estaba la isla, otra lancha pasó a recogernos con el buzo que incluía la experiencia como guía para ingresar a las profundidades del mar. Era el momento, mi Paris, Texas.
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Nos explicaron el protocolo. El proceso básico para bucear comenzaba con la revisión de las condiciones ambientales y la verificación del equipo. Nos equiparon con los implementos esenciales: máscara de buceo, aletas, cinturón de lastre, chaleco compensador (BCD), regulador, tanque de aire comprimido y manómetro. Nos advirtieron que durante el ascenso, se debían respetar los tiempos de descompresión para evitar el riesgo de enfermedad.
Fui el primero en descender. Me agarré de una cuerda, mientras un joven guía, nativo de la isla y asistente del buzo experto, me agarraba de la mano para llevarme a la profundidad. Al entrar al agua ya no era un cuerpo extraño, sino uno que se disolvía en la corriente.



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El agua me recibió y mis extremidades cedieron, como un alga suspendida.
Mi cuerpo abandonó la apariencia de carne plagada de testosterona, y evolucionó a una planta que solo logra su fotosíntesis con la clorofila.
Me dejé tomar por él, como el sargazo que flota entre las corrientes y no sabe a dónde ir.
Ya no era un visitante, era un tallo ondulante en un jardín submarino caribeño.
En algún rincón, en el cruce de dos cuerpos, comenzó mi existencia.
Como el plancton débil arrastrado por la corriente, que creció sin un tronco del cual sostenerse.
Rumbo al descenso volví a la pregunta que me acompaña desde niño: ¿dónde está él?
El mar no me respondía, pero me acogía.
Él seguía sin tener forma, una presencia sin rostro, un misterio que no podré abarcar.
¿El vacío también era un hogar posible?
En la profundidad quedaron las respuestas que nunca me dio, y las palabras que nunca escuché.
El cuerpo de Miguel descendía.
Vi su torzo desnudo, de estética helenística, sumergirse como mármol pesado.
Ese torzo, otro lugar en donde a mi padre no podría encontrar.