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Turismo

Génova huele a jabón: crónica de un viaje a Italia

Un viaje, un destino equivocado y la amena lectura de un libro escrito hace casi cien años.

Génova huele a jabón: crónica de un viaje a Italia

Las sábanas se meneaban con la brisa del mar. //Imagen de referencia, tomada de Pinterest.

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Cuando el hombre se enteró de que nos íbamos de Roma hacia Florencia, nos dijo, con una sonrisa airosa: “Roma is better”, luego nos abrió la puerta del taxi y, amable, se despidió. La diferencia entre los taxistas de allá y los de acá es que a ninguno parece interesarle la vida de los pasajeros; no intentan romper el silencio con conversaciones improvisadas ni quieren desquitarse porque para sus mujeres no son buenos maridos. La interacción se limita a dar los buenos días, las gracias y el adiós.

Adentro, el tren es limpio y cómodo. Los asientos están acomodados uno al frente del otro, con una mesita plegable en la mitad que separa ambos puestos. A nuestro lado derecho, un grupo de viajeros cuarentones se ríe durante el trayecto de dos horas, hablan de la vida, cuentan historias y vuelven a reírse. Sacan el celular solo para hacerse fotos y mencionan varias veces el nombre de una mujer -que no recuerdo- y que parece que es una amiga que se perdió el viaje. Sienten pena por ella, pero pienso que rápidamente lo olvidan porque vuelven a reírse. Y vuelven a tomarse fotos.

Detrás de ellos hay un hombre mayor a quien no parece importarle la algarabía de sus compañeros de viaje. Durante una hora y media ha leído con atención el libro que lleva en las manos y rara vez hace otra cosa que no sea clavar sus ojos grandes en las páginas. Por la ventana entra un sol que quema poco. El aire acondicionado del tren impide que se sienta algo parecido al calor, pero al rato, los rayos empiezan a maltratar los ojos, sin embargo la sensación dura muy poco porque cuando menos pensamos hemos llegado a Florencia. La ciudad nos recibe con llovizna. Lea también: Los sitios turísticos más visitados del mundo

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“Florencia es Florencia”, dice con acento italiano el hombre que nos recibe en el hotel y al que le contamos que acabamos de visitar Roma. Salimos a caminar la ciudad en la que estaremos por veinticuatro horas y, cuando apenas hemos recorrido varias calles, empieza a ponerse fría la tarde. Entramos a una librería tan pequeña que se le puede recorrer en cinco minutos. La mayoría de libros estaban en italiano, a excepción de dos estantes destinados para lectores en francés y español. Tomé el primer ejemplar, cuyo título me resultaba familiar y salimos de ahí a seguir caminando.

Si algo define a La Toscana, la zona de Italia tan famosa por las películas, es la comercialización masiva de cuero que se vende como pan caliente. Eso explica la razón de que en Florencia existan más locales de bolsos que personas y que los turistas vuelvan a casa con mochilas, carteras y cinturones.

En Florencia, el cuero se vende como pan caliente en las calles. //Foto: cortesía.
En Florencia, el cuero se vende como pan caliente en las calles. //Foto: cortesía.

El hombre que nos atendió en el restaurante al que entramos era flaco y alto, cabello largo, ojos hundidos y de trato gentil. Para ese momento ya había leído algunas páginas del libro que compramos y que llevaba por nombre ‘Veinticuatro horas en la vida de una mujer’, de Stefan Sweig. La historia se desarrolla en La Riviera Francesa y presenta, en primera escena, a un grupo de personas maravilladas por la llegada de un joven francés de suma belleza.

“En el tren de las doce y veinte minutos del mediodía (me veo obligado a citar exactamente la hora, pues es un detalle importante para la explicación de esta historia y la de aquella disputa), había llegado un joven francés que tomó una habitación frente al mar (...) Pero aquel joven francés no solo era atractivo por su discreta elegancia, sino también por su singular belleza, rebosante de simpatía; en su rostro, delicado y femenino, un bigote rubio y sedeño acariciaba sus labios sensuales y cálidos; el cabello oscuro, suave y ondulado se le ensortijaba sobre la blanca frente y sus ojos acariciaban con tierna mirada…”.

Días antes visitamos Génova, la ciudad nos recibió con un cielo luminoso y con hermosas calles que se trocaban en el paisaje con vistas al mar.

“Entre los huéspedes del hotel, que eran, en su mayoría, viejos y achacosos, su presencia ejercía un efecto benéfico, y con ese ímpetu triunfal de la juventud, esa agilidad y esa ansia de vivir de que están maravillosamente dotadas ciertas personas, se granjeaba de modo irresistible la simpatía de todos”.

Nos vamos del lugar y caminamos hasta el Ponte Vecchio, un puente de piedra que atraviesa el río parsimonioso de Florencia. Fuera de cualquier rastro de lluvia, al cielo lo posee una inmensa estela anaranjada que nos tiene a todos encantados. Sobre las aguas surca una barcaza en la que un hombre sostiene el remo y va adentrando con esfuerzo el pequeño bote en el río iluminado. Entonces recuerdo la frase: “El color del ocaso era el de la arena”, de algún libro de Roberto Bolaño.

Una barcaza surca el río de Florencia bajo un cielo anaranjado. //Foto: Diana Acosta.
Una barcaza surca el río de Florencia bajo un cielo anaranjado. //Foto: Diana Acosta.

Vuelvo a la lectura y encuentro que aquel hombre de cabello ensortijado huyó junto a una distinguida mujer casada y con hijos. Ambos tomaron un viejo tren a las seis de la tarde y se adentraron en una furtiva aventura apasionada. La escena me recuerda cuando, hace algunos días, perdimos el tren de las siete y nos tocó tomar uno viejo, desligado de cualquier comodidad turística y más bien estrecho por la cantidad de gente a la que le tocaba irse de pie. Ese día, por error, terminamos en Génova, la ciudad en la que nació Cristóbal Colón y que nos recibió con un cielo luminoso y con hermosas calles que se trocaban en el paisaje con vistas al mar. El sol brillaba tan fuertemente que parece que ese día los italianos se pusieron de acuerdo para lavar. De los balcones de las antiguas casas, colgaban, como banderas, sábanas de colores suaves, amarillas y blancas, que se meneaban con la brisa del mar. De no haberlas visto desde el tren, me atrevería a decir que ese día Génova olía a jabón.

“Desde el primer momento, fue evidente que aquella discreta madame Bovary de tercer orden había cambiado a su cachazudo y provinciano marido por el bello y elegante Adonis (...) y que por tanto, las dos horas de conversación que entablaron por la noche en la terraza y la hora en la que tomaron café en el jardín hubiesen bastado para decidir a una mujer de unos treinta y tres años, respetada por todos, a abandonar a su esposo y a sus hijas para seguir a un elegante joven desconocido”, aquella mujer había huido dejando una carta para su exmarido, que, estallado en cólera, maldijo hasta su propia vida.

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Ya de noche, Firenze es una ciudad mucho más movida, con turistas serpenteando las calles antiguas y artistas alegres ganándose la vida. De frente a nosotros, una joven saca a bailar a su novio mientras el músico los acompaña con una guitarra y una canción en italiano. Bailan mientras se abrazan, ella ríe y lo mira, él le devuelve el gesto y así pasan durante los próximos diez minutos, atravesados en la mitad de una calle.

Más adelante, una mexicana de cabello ondulado y blanco entona el Ave María a la vista de visitantes que le dejan un par de monedas a cambio de escuchar su dulce voz. Es jueves por la noche y la ciudad empieza a apagarse, mientras tanto en el libro es de día y aún no logran explicarse cómo aquella mujer de época logra zambullirse de lleno en el abismo del placer. Lea también: Los pueblos de Italia que pagan más de $100 millones por vivir allí

Los personajes tienen veinticuatro horas para entenderla, para conocer los motivos que la empujan a dejar atrás a su marido por un joven y renovado amor, y yo espero que el tiempo les dé para hacerlo. A nosotros, en cambio, se nos agota el tiempo en Florencia, así que nos dormimos entrada la noche para que a la mañana siguiente no se nos vaya el tren que corre furioso por los rieles y vayamos a dar a alguna otra ciudad con sábanas tiritando de los balcones como banderas.

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