Mi padre escribió en el reverso del papel plateado de los cigarrillos, siendo muy joven, una sentencia que no cumplió: “Jamás dependeré del azar, nunca compraré loterías”. Y vi que apostaba a las carreras de caballos del hipódromo del 5 y 6, y a las eternas loterías del Sinú, en las que siempre libraba uno o dos secos, pero nunca se ganó el premio mayor.
El anuncio del premio mayor de lotería en Cartagena se hacía al aire libre, con las cuatro ruedas de la suerte que giraban ante testigos y se transmitía en directo por radio. Muchas veces se hizo en la puerta de la Torre del Reloj, en la Plaza de los Coches, o frente a la sede de la Lotería de Bolívar, en lo que es hoy la Plaza Benkos Biohó, antigua Plaza de Telecom.
Los que compraban loterías se agolpaban en la plaza a esperar el resultado, y muchos de ellos les daban órdenes mentales y verbales a las ruedas de la suerte, gritando el número de cada rueda: ¡Siete! ¡Siete! ¡Siete! Era un clamor colectivo tan efectivo que las ruedas se detenían en el 7. Y a la semana siguiente, otro grupo alocado se plantó frente a las cuatro ruedas rodantes, y gritó en coro, con más delirio: ¡Siete! ¡Siete! ¡Siete! Y las ruedas le hicieron caso al poder de los delirantes y se detuvieron en el 7 durante 7 semanas consecutivas, lo que despertó la malicia y desconfianza y agitó con razón las alarmas, pero nunca se comprobó nada sobrenatural. Lea también: Las pequeñas alegrías olvidadas
Además de la transmisión radial en directo, había un auditor y testigos. Y una secretaria que copiaba los números que el locutor había anunciado como ganadores, y ella lo transmitía por telegramas a todos los agentes y distribuidores de loterías en pueblos y ciudades. Un lunes ocurrió lo inesperado. La secretaria embarazada que tenía la función de escuchar el resultado de las cuatro ruedas de la suerte, oyó mal un número y así lo envió por telegrama. Era el 41 12 y ella escuchó el 41 02, que era el número que había comprado un señor samario ya entrado en años que, al escuchar los cuatro números por error, saltó de su mecedora y aquel lunes de ansiedad perdió la paz de su sueño y se fue con toda la familia a reclamar el premio mayor a Cartagena. Se fue con algunos parientes desde Santa Marta a Cartagena en dos taxis expresos. Prestó dos millones de pesos de la época para celebrar por anticipado los cincuenta millones, el premio mayor de entonces, con el sacrificio de tres vacas para la comida de esa semana, para el desayuno y almuerzo colectivo en toda su vecindad, y una inagotable chicharronada con yuca, ñame y suero, que alcanzó para tres manzanas enteras a la redonda, y gente de otros barrios que se colaron para celebrar la fiesta ajena, y cajas de cerveza helada en tanques para quien quisiera emborracharse de pura alegría, y al llegar a Cartagena, aún con las ojeras de quien no ha podido dormir aturdido por la felicidad, comprobó aterrado que lo que había ganado era el mayor en otra serie que pagaba una pichurria que no alcanzaba ni para un sanchocho de tres carnes.
El supuesto ganador demandó a la lotería y perdió la demanda. La grabación de las cuatro ruedas confirmó que el premio mayor no llegó a venderse. Se regresó con su familia a Santa Marta, golpeado por una deuda desmesurada y una frustración escandalosa, mientras los vecinos no salían del asombro.
La única rifa callejera que yo he comprado la adquirí para quitarme de encima a un vendedor latoso, sin saber con claridad qué era lo que rifaba. En casa, mi padre se resistía a comprar loterías y rifas, poco tiempo después de graduarse, para cumplir con su juramento. Pero siempre cayó en la tentación de apostarle a la suerte. A casa iba una tía de mi padre que vendía loterías y llegaba sigilosamente a darle un billetico con la eterna ilusión de sacarlo del laberinto de la pobreza. Y mi madre se mortificaba cuando encontraba aquellos billeticos en sus bolsillos. Así que cuando el vendedor ambulante me insistió, le dije que no le iba a comprar nada, me abrumó con su persistencia, hasta que le entregué el valor de la rifa sin tomar el papelito que él mismo me dio al azar, pidiéndome que lo arrancara del talonario. Recordé que los números predilectos de mi padre eran el 7 y el 9. Guardé en el fondo del bolsillo del pantalón aquel papelito y me olvidé del asunto.
Mary, mi esposa, trabajaba en la Lotería de Bolívar, y estaba comprando la comida de la semana en el antiguo y desaparecido Magali París. Llevaba el dinero en un bolso grande que cuando terminó de hacer la cola frente a la cajera, con todo el enorme mercado en sus manos, descubrió espantada que su bolso se había deshilachado certeramente donde tenía la cartera que algún ratero con cuchilla de afeitar le había cortado sin que ella se diera cuenta.
Le pedí que se calmara, que intentáramos pasar el fin de semana con lo mínimo, mientras conseguíamos algo para reponer el dinero de la comida. Pasamos la peor semana de la vida juntando milagros de arroz con huevo, mientras llegaba la quincena en el periódico. Y el domingo antes del mediodía ocurrió también lo inesperado. Un tipo llegó preguntando por mi dirección, en ese entonces vivíamos en el barrio Las Gaviotas, y yo no alcancé a adivinar de quién se trataba. Se identificó como el vendedor de una rifa callejera que él me había vendido cinco días antes, pero yo no tenía la menor idea dónde había metido aquel papelito. Por fin, en el lío de la ropa sucia encontré el papelito de la rifa, creo que era el 237 o 239. El tipo me dijo que mirara bien: el 237. Entonces el tipo me dijo: “Usted se ha ganado la rifa”. Otro acompañante al que reconocí como el legítimo y latoso vendedor callejero de rifas venía empujando una enorme carreta que estacionó en la puerta de la casa. “¿Y eso?”, le pregunté extrañado. Miré la carreta llena de arroz, lenteja, aceite, yuca, ñame, plátano, verduras, leche, pollo, carnes, etc. Y el tipo me dijo: “¡Ese es el premio! ¡Usted se lo ha ganado!”.
Llamé a Mary aturdido por una inaudita felicidad difícil de contar, y ella salió a ver la carreta. La contempló en silencio, en patético y dramático silencio, hasta derramar la primera lágrima.
“Mami -le dije-, ¡allí tienes el mercado que te robaron!”. Le recomendamos leer: Cartagena, capital de los sueños aplazados