En los últimos dos años, de pronto porque estoy llegando casi a los 40, siento que ha disminuido notoriamente mi visión... fuertemente. No quisiera pensar que se acerca el final de la luz en mis ojos, pero reconozco que ha disminuido. Le puede interesar: Estas enfermedades pueden causar ceguera y no son tratadas a tiempo.
Así dijo, con nostalgia, pero al tiempo con mucha fuerza, Carmen Elena Andrade Anaya, de 39 años. Ella está preparada para algo que se veía venir: perder la visión. “Solo un milagro me puede sanar”, dice la psicóloga, asegura que quiere exponer su caso para sembrar consciencia acerca de una enfermedad hereditaria que no se cura.
Ahora, Carmen se detiene a pensar que, tal vez en algún lugar del mundo haya mejores condiciones para personas que, como ella, estén perdiendo la capacidad de ver. “Quién quita que aquel que tenga la cura conozca mi historia”, reafirmó.
A los 4 años, en Bosconia (Cesar), Carmen fue diagnosticada con retinosis pigmentaria deteriorativa, un daño progresivo de la vista -o un envejecimiento prematuro-. Todo empezó cuando un familiar notó que aquella niña se tropezaba demasiado al caminar. Ahora, a sus 39 años, además de la retinosis tiene catarata, por fortuna, esta última es operable.
“De toda mi familia los únicos con retinosis somos mi hermano y yo, pero en él ha sido más fuerte porque solo tiene el 5% de la visión, es decir, solo ve el resplandor”, dijo Carmen, y agregó que a ambos les toca ir a un ritmo de aprendizaje más complejo, porque si en algún momento llegan a quedar ciegos, deben tener las herramientas para defenderse.
Carmen Elena está convencida de que estas dificultades la han hecho más fuerte. No está sola, vive con su esposo y su hija de 6 años, quien ha sido su guía y compañera para ayudarla a conocer el mundo. “Ella no me da las cosas sin antes tomar mi mano y poner algo para yo saber qué me quiere mostrar, pero no debo condenarla a ayudarme, soy yo quien debe hacerlo con ella”, comentó. Lea también: Su ceguera no ha impedido que emprendan: la historia de los Buelvas.
A esta guerrera de la vida nada le queda grande: lidera talleres, trabaja en el Instituto de Bienestar Familiar (ICBF) y hace otras tantas cosas que la llevan a concluir que ser invidente no es un fracaso, sino una barrera que la impulsa a ser mejor.
Un mapa mental
Carmen Elena obtuvo el título de Psicología en la Universidad Simón Bolívar, en Barranquilla, en 2006; un reto “muy grande” que dice haber logrado solo “con la ayuda de Dios” en medio de una ciudad tan grande y desconocida.
“Debía transportarme en bus. Por factores económicos no tenía mi propio vehículo o alguien que me transportara, así que yo sola conocí la ciudad. Algunas veces me perdí. Me pasé. Era horrible salir de algunas clases a las 6 de la tarde, porque en la noche se disminuye más la visión por la ceguera nocturna, y así”, recordó.
Pero jamás se rindió. Conoció el mundo desde su propia óptica: se aprendió los colores de las busetas, buscaba sitios referenciales para saber dónde se tenía que bajar del vehículo, llamaba a su casa para que la fuesen guiando, y recordó que les decía a sus familiares “voy por la 91”, y otros sitios que la referenciaran para calcular dónde tenía que bajarse, tocar el timbre y, si se pasaba, se regresaba.
Tras hacer un esquema mental de dónde estar ubicada -le tomó unos tres años aprender dónde está la universidad, cuál era su casa, dónde quedaba el norte, cómo subir las carreras, cómo bajar las calles-, llegó a un nivel en que sus primos le preguntaban qué bus tomar para ir a algún lado. “No sé cómo lo hice, pero cuando uno de tus sentidos falla, los otros se agudizan: la audición, el sentido de ubicación, el olfato, todo”, dijo.
Después de graduarse, bastaron solo dos meses para conseguir empleo. “Hago varias cosas al tiempo: doy clases en una institución de formación técnica, este año empecé a coordinar una de las áreas de Restablecimiento de Derechos del Instituto de Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), también brindo apoyo psicosocial en otro programa del ICBF, dicto talleres y charlas en las que visito a muchas familias, en fin”, aseguró.
Adaptarse al mundo
Conocer el mundo es un proceso que nunca acaba. Al principio, los recursos para escribir eran los lápices y libretas, luego los tableros con letras grandes, y después llegan los computadores que hasta hoy facilitan el entendimiento humano.
Entre los años 1999 o 2000, Carmen se propuso ser parte de esa población tecnológica utilizando un computador. Recuerda que adaptó la pantalla y las teclas en alto relieve, y hasta hoy así lo hace. Ahora, como casi todo es táctil, usa comando de voz, pone zoom al computador, aumenta el tamaño de las letras, coloca palabras en un renglón, y finalmente cuando envía alguna carta, o algún correo, reduce el tamaño de la letra, lo copia y lo envía.
Para moverse con la poca visión que tiene, primero debe enfocar el entorno. En lugares específicos le toca esperar a que la vista se adapte a ese nuevo entorno y su mente, automáticamente, identifique los objetos que están a su alrededor. “Si hay un muro o una escalera, eso me ayuda a identificar dónde estoy, y camino más despacio”, añadió.
“Ya muy poco salgo sola. En mi casa conozco la ubicación de las cosas, así que trato y pido de que no las cambien de lugar porque me puedo hacer daño. Un día pusieron una silla en la mitad, mi mente no la reconoció y al tropezar me golpeé en la pierna. Ya la segunda vez seguramente no me golpeo porque sé que está ahí, pero todo es un proceso”, narró. En cuanto a la lectura, que para ella es lo más complejo, también se ha adaptado: “Para leer el WhatsApp, tengo letras grandes en mi teléfono”. Carmen sabe que más allá de adaptarse al mundo, le toca ajustarse al suyo con lo que tiene.
“Si me pongo a pelear con el mundo, me deprimo, me encierro, me pregunto por qué y no lo acepto, y es peor... Reconozco la barrera con la que viviré siempre porque solo un milagro de Dios podrá quitarla de mí”, dijo la profesional.
En cuanto a la técnica que aprenden los invidentes para leer o escribir, Carmen dice que se rehusó a quedarse en esa metodología... “Ya ni la recuerdo”, refiriéndose a la técnica de lectoescritura braille.
“Si yo dicto talleres y hago tantas cosas a personas que no son invidentes, ¿cómo me hago entender ante ellos?, ¿cómo los voy a guiar a que aprendan a mi manera?, entonces he tratado de ajustarme o adaptarme a la forma tradicional de escribir”, dijo Carmen, quien le agradece a su mamá tras cumplirle el sueño de matricularla en un colegio como cualquier otro. Inició su nivel educativo con el sistema braille que le enseñaban otros profesores invidentes en horas de la mañana, y en la tarde asistía al colegio con otros niños donde aprendió a leer y escribir en lápiz y papel. Aunque quizá la luz de sus ojos se apague, Carmen le ganó la batalla a la vida.