Ana Gregoria Pérez Díaz lleva una ponchera de torombolos en la cabeza y, con algo de timidez, se acerca para ofrecer esa fruta que, particularmente, me trae buenos recuerdos, pero es la piel de sus manos la que llama nuestra atención.
Lleva cicatrices de sufrimiento en sus brazos, esas lesiones guardan una historia de dolor que ella decide contar. Si evidentemente le han dolido y le duelen aquellas heridas, extensas y deformes, hay otros dolores más grandes que acongojan su alma.
Estamos en la Cruz del Viso, Bolívar, y la casualidad nos ha reunido, nos hemos cruzado con su existencia o ella con la nuestra, al mediodía de un lunes. Vamos de prisa y le prometemos volver para visitarla, ella nos dice que vive en Marialabaja, en el corregimiento El Sena, en casa de una hija, que vayamos pronto. Se despide con esa misma mano lastimada donde parece faltar uno de sus dedos y con una sonrisa nos dice: “¡Adiós!”. (También le puede interesar: [Video] Cuando las ganas de emprender pueden más que cualquier enfermedad)
La marca de una enfermedad
El Sena es un corregimiento de unas tres o cuatro calles destapadas, empantanadas y unidas por un campo grande en cuyo centro hay una parroquia de fachada roja, donde se imparte misa los domingos. En una calle detrás del templo está la casa donde Goya, como muchos la llaman, habita allí con su compañero de vida y con unas nietas. No es propia su vivienda.
En la terraza de la casa de madera roja, sentada en una silla del mismo color, ella nos cuenta que ha traído a este mundo a ocho hijos y ha perdido a cinco de ellos por culpa de una enfermedad que ha marcado sus días desde los 14 años, cuando sufrió el primero de los ataques. “Tengo 66 años. Me dedico solamente a la venta porque no puedo hacer más nada por medio de mi enfermedad”, relata.
- ¿Usted me contaba que es desplazada?
- Sí, de Mampuján (corregimiento de Marialabaja).
El terreno alquilado donde sembraba sus cultivos fue abandonado por Goya y por sus hijos cuando llegaron los paramilitares con sed de sangre y sembrando horror. “Para ese entonces yo vivía con los hijos míos. Con los tres que me quedaron. ¡Caramba!, como el lobo andaba yo corriendo, y me tiré contra el monte para que no me mataran. El muchacho (paramilitar) me puso la pistola por aquí (en la sien)... perdimos todo lo que teníamos, gallinas, cerdos, unos animalitos ahí, salí corriendo contra el monte con mis hijos, puyándome los pies, buscando que una culebra nos picara (...) Fuimos a salir por una vereda acá cerca”, recuerda.
- ¿Cómo ha sido el resto de su vida desde entonces?
- Ha sido que yo me he dedicado a vender frutos si consigo y si no...
- ¿Usted cuantos hijos ha tenido?
- Tuve ocho, pero por medio de mi enfermedad perdí cinco.
- Cuando dice que los perdió, ¿a qué se refiere exactamente?
- Se me murió una que a ella le cayó polio, los demás se morían por otras enfermedades... Yo regalé una de siete meses de nacida, que jamás y nunca la he podido conocer.
- ¿Cómo se llamaba?
- No le había puesto todavía nombre (...) Se la regalé a una señora que era comadre de sacramento del tío mío, pero ya ellos murieron. En esos momentos, ni yo misma podía sostenerme, para que no se me muriera, yo la di. (También le puede interesar: La historia que escribió el único himno que le faltaba a Bolívar)

Ana Gregoria camina por las calles del corregimiento de El Sena, en Marialabaja. //Fotos: Óscar Díaz.
El mal que ataca a Goya
La Organización Mundial de la Salud estima que cerca de 50 millones de personas en el mundo padecen epilepsia. En Colombia, alrededor del 1,3% de habitantes tiene la enfermedad y es causa de mortalidad en el 0,8% de los casos.
Goya hace parte de esta población de pacientes que viven con una enfermedad que a menudo reduce su calidad de vida, social y efectivamente. Las consecuencias para ella ha sido trágicas y también hay que decirlo: nefastas. Lo dicen las cicatrices en su brazos y aquel otro hijo que la acompañó por muy poco tiempo.
“Toda la vida he sufrido de esa enfermedad, es lo que me ha estado matando, por medio de la epilepsia mire como tengo el brazo, por medio de la epilepsia perdí a un hijo varón”.
- ¿Qué le pasó?
- El hijo varón mío, cuando me dio el ataque, él cayó dentro de la olla y yo quedé con el brazo en el mismo centro del fogón.
Fue un 14 de octubre cuando aquel hecho tan trágico e indeseable le sucedió a Goya y a su pequeño bebé.
“No retengo en qué año fue, porque la mente mía no me da para eso. Tenía un mes de haber nacido, yo le estaba dando el seno y no pensé que en el momento me podía dar eso (el episodio de epilepsia). Hoy en día ese hijo varón tuviera, como quien dice, 33 años”, narra. Sus vecinos del corregimiento de Matuya, también en Marialabaja, donde vivía para ese entonces, la auxiliaron y la llevaron a un centro de salud. Fueron necesarias delicadas cirugías para reconstruir las áreas de su cuerpo afectadas por las quemadura.
“No le digo que he andado de vereda en vereda”, añade, sobre el hecho de haber recorrido y vivido en varias zonas de su municipio.

Ana Gregoria se gana la vida vendiendo torombolos ocasionalmente.
La epilepsia ha causado fracturas en brazos, en costillas y lesiones “por andar cogiendo frutos para andar vendiendo, para ahí yo poderme valer para darle de comer a mis hijos”, complementa. Ha tenido tratamientos para la epilepsia, en ocasiones interrumpidos por falta de medicamentos, pero que le han mermado las consecuencias de padecer un mal como este, que en ocasiones hace que no sea la misma que está hoy frente a nosotros, narrando su dura historia. Ya sus hijos están grandes. Vive con su esposo, un hombre de la tercera edad que trabaja en el campo, también con dos nietas mayores. Dice que, de vez en cuando, se ve precisada a salir a vender para tener algo de dinero. “Yo quisiera, por ejemplo, ver si puedo sostenerme en algo que sea mío”, dice sobre el deseo de tener una casa propia. “Yo vivo vendiendo, mientras que tengo el pedacito de momento que no me da eso ( la epilepsia) lo que hago es vender (...) Yo para mi vida quisiera estar bien, porque yo no quiero estar molestando a nadie, quiero tener una vida mejor, no conforme así como estoy, de aquí para allá y de allá para acá. En la semana si trabajo uno o dos días es mucho”, sostiene.
Afirma que los torombolos que vende sirven para la diabetes, para los riñones y para varias enfermedades, que también comercializa otras frutas como la guayaba agria y dulce, que le dan los dueños las fincas.
“De lo que yo vendo ellos me dan algo para yo comer”, comenta.
“En verdad, me siento ya demasiado cansada, ya por eso dije que iba a buscar la manera de no estar vendiendo nada, porque me siento demasiado cansada. Gracias a mi señor Jesucristo estoy viva, es el que me ha dado la vida, le doy gracias toda la vida y en todo momento, Él ha sido quien me ha salvado”, nos dice antes de, amablemente, regalarnos unos torombolos y decirnos adiós regocijada en la esperanza de que algo en su vida cambiará.