¿Qué es lo que tiene esta ciudad?- se pregunta Stavros, un viajero griego, con su cámara frente a la Torre del Reloj. Un raro misterio que no está en sus muros envejecidos, en el mar que sigue devolviendo retazos y tesoros de antiguas batallas y galeones sumergidos, en su arquitectura de más de cuatro siglos que esplende al pie del mar. Qué será. Stavros intenta descifrar ese misterio en el rostro de los transeúntes que ahora cruzan la Boca del Puente, en la Torre del Reloj, antigua puerta de entrada y salida a la ciudad en la Colonia. Y allí descubre a una mujer vendiendo libros viejos. Las herraduras de los caballos siempre sirvieron en Cartagena de Indias para creer que los caminos recorridos por el caballo traerían buena suerte al que las tuviera. Y la herradura se exhibe como un talismán en la pared o como un pisapapel. Stavros ve la herradura sobre los libros viejos. Y recuerda haber leído que los primeros habitantes de Cartagena de Indias bautizaron a su reino de agua como Calamarí: tierra de cangrejos. No le cabe la menor duda de que esos indígenas fueron visionarios al nombrarla, porque a eso se parece Cartagena de Indias vista desde el aire: tierras como tenazas que erizan el agua, cangrejos y jaibas en la inmensidad del mar.
Los rostros de los transeúntes pueden ser la clave del raro misterio que intenta descifrar Stavros. La singular amalgama de indígenas, africanos y europeos, los orígenes diversos que forjaron el destino de la ciudad. (Lea además: Cartagena, capital de los sueños aplazados)
Cruzar por las plazas de Cartagena de Indias es hacer un largo viaje por la historia. Stavros sabe ahora que no está en la Plaza de los Coches sino en un antiguo bazar de africanos esclavizados, cuando Cartagena de Indias era el puerto principal del comercio negrero en el siglo XVII. Las carimbas de hierro candente marcaban la espalda del africano, que era revisado y reparado como un animal de venta. Algunos, en el largo y tormentoso peregrinaje a bordo de las galeras, no resistieron la impiedad de aquella humillación y decidieron morir antes de llegar al puerto. Los africanos fallecidos eran lanzados a las fauces de los tiburones. Otros, los más resistentes, se las ingeniaron para seguirse comunicando con sus parientes abandonados en África, con rituales de sus religiones de origen. El tambor forjado con la madera y el cuero de los animales nuestros fue algo más que un instrumento musical. Fue un código cifrado de comunicación, celebración, rebelión e invocación de deidades. Por eso fue prohibido en Cartagena de Indias.
El Tribunal de la Inquisición se estableció en Cartagena de Indias en 1610 y a lo largo de 212 años ejerció un poder de sojuzgamiento, represión y condena de toda expresión espiritual distinta a la cultura española. Por eso no florecieron las religiones africanas en la ciudad y toda manifestación sincrética, como ocurrió en Cuba o en Brasil, fue reprimidas y perseguida a sangre y fuego.

Monumento a Benkos Biojó, en Palenque.
Stavros se sorprende: en toda la estatuaria que exhibe la ciudad con orgullo no hay ninguna alusión a un descendiente de aquel Benkos Biojó, líder africano de los cimarrones que fue ahorcado por las autoridades españolas allí mismo donde está parado mirando las portadas de los libros viejos. Curioso le parece a Stavros que nadie en Cartagena de Indias quiera llamarse ahora Benkos Biojó, cuyo nombre fue repudiado y despreciado por los españoles, y sometido a latigazos y golpes cada vez que lo pronunciaba. El español prefirió que se llamara Domingo y no Benkos. La estatua más grande del centro histórico de Cartagena de Indias es, precisamente, la de Pedro de Heredia, a quien se le atribuye la fundación española de la ciudad, el 1 de junio de 1533, luego de que los indígenas ya la hubieran bautizado como Calamarí más de dos o tres siglos atrás. Del alfabeto misterioso de los indígenas, forjado no con letras ni palabras sino con las manos haciendo maravillas de arcilla y oro, poco se sabe, también ha quedado en el olvido, en los doscientos años de Independencia que celebró Cartagena de Indias el 11 de noviembre de 2011. De lo que más se sabe es de la India Catalina, que era de Galerazamba y no era alta ni bonita como la imaginó el escultor español Eladio Gil Zambrana cuando la erigió en bronce en 1974, luego de conocer varias modelos de origen indígena y mestizo en la ciudad. La verdadera historia de Catalina, raptada por Diego de Nicuesa cuando era una niña, y sometida a los ímpetus de los conquistadores españoles, entre ellos, Pedro de Heredia, poco se recuerda ahora. (Le puede interesar también: Cartagena, una ciudad de estatuas invisibles)
Hoy es una metáfora de la belleza de la mujer cartagenera y un ícono del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, desde 1960, cuando el escultor Héctor Lombana hizo el diseño de una estatuilla de sesenta centímetros, al descubrir que en el escudo de la ciudad había una india sometida y sentada en una piedra debajo de una palmera. La india, que le pertenece a la historia, fue puesta de pie por Lombana en el diseño encargado para el festival cinematográfico, e inmortalizada en una escultura en gran dimensión por Eladio Gil. Con el tiempo, la escultura de Eladio no se parece a la india de la historia sino al encanto de las mujeres de Cartagena, cuya belleza no deja de seducir a los viajeros del mundo.

Monumento a Pedro Claver.
Los huesos del santo
Luego de probar un cabellito de ángel, Stavros cruzó la Plaza de la Aduana rumbo a la Iglesia de San Pedro Claver, a unos pasos del Portal de los Dulces. El aleteo de las palomas lo perturbó en el instante en que tres niños lanzaron puñados de maíz a las palomas anidadas entre las piedras de la iglesia. Se detuvo en la puerta gigantesca de la iglesia e imaginó a Pedro Claver (1580-1654) en la orilla esperando llegar a los africanos esclavizados. Algunos de ellos llegaban enfermos al puerto y Claver los socorría y curaba. Muchas veces se gastaba todo lo que había ahorrado comprando africanos para luego evangelizarlos, bautizarlos y casarlos. Por esa hazaña tuvo conflictos con las autoridades españolas y fue llamado “El esclavo de los esclavos”. Aprendió a hablar en africano para comprenderlos. Ahora estaba ante sus restos guardados en una urna en la nave central del santuario. La mitad del santo reposa en la iglesia San Pedro Claver y el resto en el Vaticano. Y cada 8 de septiembre sus devotos sacan sus restos en una procesión en la que han participado sacerdotes africanos y afrodescendientes. Hace poco una de las misas en su nombre se hizo en africano. Pedro Claver es el patrono de los cartageneros. Lo lloran como si acabara de morir cada 8 de septiembre.
Una flor para Pedro Romero
Nadie supo decirle a Stavros dónde estaba enterrado Pedro Romero, el gestor de la Independencia de Cartagena de Indias. Muchos transeúntes solo sabían que existía una Avenida Pedro de Heredia y otra Pedro Romero. Y una plaza Pedro Claver. Poco después supo Stavros que el herrero cubano Pedro Romero, traído por los españoles a la ciudad como director de la escuela de herrería La Maestranza, no solo forjó puertas y ventanas de la ciudad, sino algunas de las campanas que aún resuenan en las iglesias de Cartagena de Indias. Pero, lo más importante de todo, supo que este mulato organizó de manera clandestina un ejército armado denominado Los Lanceros de Jimaní o Getsemaní, integrado en su mayoría por artesanos y gente del pueblo hambreado de Cartagena de Indias, quienes en aquel 11 de noviembre de 1811 se tomaron el Palacio de la Proclamación, se enfrentaron a las autoridades españolas y les exigieron que abandonaran la ciudad, porque hasta ese día, la ciudad había decidido ser libre de tres siglos de dominio español. Aquello no terminó ese día sino que se prolongó una década más, a sangre y fuego. Pedro Romero y su familia defendieron la ciudad del asedio militar español que vino a reconquistar a la ciudad en agosto de 1815 y la condenó a muerte a lo largo de 114 días que duró el sitio impuesto por el mal llamado “Pacificador” Pablo Morillo. Aquel episodio que marcó para siempre el destino político de la ciudad y le hizo merecedor del título de Ciudad Heroica, es conocido como el Sitio de Morillo, un capítulo de horror de la historia cartagenera en donde murieron más de seis mil habitantes en menos de cinco meses. Los restos de Pedro Romero reposan en la iglesia de Santo Toribio. Stavros deja una flor roja en su nombre en uno de los pequeños altares donde los fieles se encomiendan a la Virgen de la Candelaria, patrona de los cartageneros. Pero qué sorpresa descubre Stavros en la iglesia de Santo Toribio: una enorme bala de cañón guardada en una urna. Es una de las balas del pirata Sir Francis Drake disparada en 1741 contra la ciudad. Cayó sin explotar en la iglesia en plena misa. (Lea además: Cartagena, una mirada a lo que nos une)
