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Rojas Herazo: crónica del regreso a Tolú

A Rojas Herazo hay que valorarlo en la dimensión del ser que creó un mundo propio, autónomo, un creador genial que convirtió a Sucre en territorio literario, poético y pictórico.

Rojas Herazo: crónica del regreso a Tolú

Héctor Rojas Herazo.//Foto: Cortesía.

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Héctor Rojas Herazo era un renacentista del trópico que logró ser poeta cuando escribía crónicas, versos, novelas, cuando pintaba lienzos enormes de gaiteros y mujeres vendedoras de pescado, y seguía siéndolo cuando hablaba. Era torrencial. Un barroco en la novela. Un poeta existencial, americanista, hambreado de totalidad. Un pintor de la palabra hablada y escrita. Un artista monumental. Una ternura catedralicia.

A Rojas Herazo hay que valorarlo en la dimensión del ser que creó un mundo propio, autónomo, un creador genial que convirtió a Tolú, a Coveñas, a Sincelejo, al Golfo del Morrosquillo, en territorio literario, poético y pictórico. Rebasó el territorio hasta convertirlo en territorio mítico a través de Cedrón que rebasa y transmuta los límites del mar de Tolú y Coveñas y de las sabanas sucreñas en reino de la desmesura, de la orfandad, el esplendor y la ruina, el amor, la soledad, el poder y la muerte. Su reino enduendado transcurre en un patio de Tolú donde se crió con su abuela, su infancia bajo los almendros, los tamarindos, los matarratones y los clemones, su infancia que para él es, más que una edad, un reino de exploración de los sentidos, los miedos y los espejismos, los deseos, los delirios y los fantasmas. (Lea aquí: 2021: declarado el Año del centenario de Héctor Rojas Herazo)

Rojas Herazo no gravita en el realismo mágico, sino en otro realismo más profundo y existencial donde la naturaleza vegetal no es lejana sino cercana y cómplice de la naturaleza humana y a la naturaleza animal. Los árboles de Rojas Herazo silabean, susurran o murmuran, y están vivos contemplando el espectáculo de la condición humana. Pero también el mar que es una presencia orgánica, capaz de compadecerse de los seres humanos. El mar y ese reino vivo que es la casa donde las paredes, los horcones, las puertas y las ventanas, tienen vida propia, y sucumben al verano de los años en el mismo tiempo en que los años derrotan los huesos, los cartílagos y la piel de sus habitantes. Su realismo animista, existencial y mítico es otra manera de percibir la realidad en el Caribe. Sus crónicas y columnas periodísticas escritas entre 1940 a 1970 prefiguran personajes de sus novelas, imágenes de sus poemas y sensaciones visuales para sus pinturas. No puede mirarse a este genio de Tolú como a un cristal quebrado y fragmentado. Hay que verlo en su totalidad, como un artista integral que se expresa a través de la palabra escrita y hablada y a través de los colores. Hay tanto del pintor en sus crónicas y mucho del cronista en sus poemas y novelas. Pero también hay mucho del novelista y el cronista y del poeta en sus pinturas. Las imágenes de la prosa nutren por igual a las imágenes del poeta y la del novelista y las imágenes del artista.

La poética del cronista

Rojas Herazo utiliza cuatro y cinco adjetivos para describir un objeto, una persona o un paisaje. Y cada adjetivo es deslumbrante:

“Retornar al pueblo de origen es asomarse al único sitio del universo donde nuestra infancia ha quedado detenida”, expresa al iniciar su crónica Retornar al pueblo, publicada en El Universal el 2 de junio de 1948 en su columna Telón de fondo.

“Los seres y las cosas adquieren, aquí, una calidad y un significado especiales. Aquí paisaje y humanidad se han conjugado en una memoria que tiembla en la agonía de un pájaro. Y más adelante al mirar a las criaturas que habitan ese paisaje, se detiene a evaluar el efímero fulgor de las estatuas: “Aquellos seres que despertaron en nosotros la capacidad de asombrarnos, que nos dieron la primera lección de curiosidad, que enseñaron a nuestras pupilas y a nuestros sentidos que el color, aparentemente igual de los días, esparcen el amor, el dolor y la muerte, su polvo de eternidad y su lumbre de sueño”.

Nos sugiere el cronista que no hay dos días iguales en la brevedad de nuestra existencia, que nadie vive dos veces el mismo día, que en esa franja de tiempo transcurren las pasiones humanas, las más sublimes y las más perversas. Al regresar a Tolú, Rojas tiene la sensación de que “el tiempo hubiese detenido su marcha”. Su impresión es que todo está igual a como él lo dejó cuando se fue para Cartagena. Y al describir a Tolú elige metáforas de alta poesía: “Tolú es un pueblo que duerme sobre el Morrosquillo perennemente arrullado por la flauta de los cocoteros”. No le basta que sea perenne ese arrullo de flauta, sino que sea perennemente, es decir, algo más intenso y prolongado. Y no le es suficiente que sea un pueblo arrullado por los cocoteros sino por la flauta de los cocoteros. Le otorga dignidad musical al cocotero.

En sus orillas, participando de la calma general, los barcos descansan sobre la arena o a lomo de los polines. Muchos de ellos exhiben, en los vientres enjutos, las heridas dejadas por la zarpa tremenda del huracán”.

Héctor Rojas Herazo.

Aquí el barco, además de tener vientre y ser flaco, tiene una herida. Es un barco humanizado. Puede quejarse de sus quebrantos de madera al atardecer o al amanecer. “Son barcos carenados”, dice el cronista. “La sal y la marea van pincelándolos, en las horas interminables, de una lama verde; de una dulce costra que los entristece y humaniza”. Aquí el adjetivo dulce es una paradoja, porque la costra en vez de ser amarga es dulce, y a su vez, la entristece y le vuelve humana. “Más adelante las chalupas y las falúas elevan sus proas, ávidas de rutas, como si contemplasen el horizonte desde la cima de una ola perennemente extática. Son casi todas, embarcaciones pesqueras”. Aquí las embarcaciones tienen sed de horizontes, tienen deseos propios y no están a merced de los navegantes.

“Los hombres de mar regresan en ellas, a la hora de la tarde, repletas de peces y gruesas palabras rociadas de aguardiente”. La precisión del cronista es que las palabras además de gruesas, están rociadas de aguardiente. Y la tarde se llena de peces. El cronista cuenta que, al regresar a sus casas de palma, los pescadores son recibidos en alborozo por sus mujeres y sus niños. “Después las redes, blancas y finas, dividen en cuadros menudos la madera de los cercados”. El cronista agudiza su observación y descubre que además de blancas las redes son finísimas, y sobre las cercas de bahareque, envuelven en forma cuadrada sus redes. Una geometría visual pictórica. El cuadrado de la red y al fondo, la línea del horizonte del mar. Hay allí una pintura en palabras. Al salir de la habitación de los pescadores, el cronista contempla el entorno y lo que más le sorprende es el silencio de la aldea que despierta con el canto de los gallos y el toque de las campanas.

“Lo que llena de beatífica tranquilidad el ambiente son las campanas y los cantos de los gallos”, dice el cronista. “La voz de aquéllas es clara, alegre, llena de sorpresas. Los gallos parece que elevaran su clarín inventándole comarcas a la lejanía. Su canto nos viene distante, confuso, como si los árboles y los animales quisieran anunciarnos, a través de ellos, su presencia”. Si anteriormente, los cocoteros tenían su flauta propia, aquí los gallos tienen su clarín propio, y sus cantos sectoriales crean en el horizonte, los ecos de esas comarcas que son los gallineros.

El cronista vuelve su mirada a sus semejantes, cruza el crepúsculo que sangra de luz ante sus ojos. Y ve a los mozos y las doncellas de la aldea que vienen de la siembra.

“La tierra está recién humedecida por la lluvia. Estas mozas tienen una risa sana y unas carnes duras, calientes, morenas. Traen los pies cubiertos de barro y tienen un fuerte olor a campo. Sobre los hombros llevan múcuras o manos de pilón”. Al despedirse en el último párrafo, el cronista confiesa que este retorno a su pueblo es quizás el pretexto para que “eternamente haya brisas de mar dialogando con brisas de la tierra”. (Lea también: Reeditan obra poética ‘Rostro en la soledad’, de Héctor Rojas Herazo)

Epílogo

En Tolú han vuelto a leer esta crónica de Rojas Herazo, al cumplirse en este agosto cien años de su natalicio. Llueve como en la crónica y se desgaja la memoria para celebrar al genio que escribió miles de crónicas reunidas en La magnitud de la ofrenda y Vigilia de las lámparas, publicadas en 2003 en el Fondo Editorial de la Universidad Eafit, gracias al empeño de su compilador, el cronista y poeta Jorge García Usta. Al leer estas crónicas, encontramos al novelista de Respirando el verano, En noviembre llega el arzobispo y Celia se pudre. Y al inmenso poeta de Rostro en la soledad y Desde la luz preguntan por nosotros. Su bárbara inocencia está en sus palabras y en sus colores.

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