Para Ana Isabel Carrillo Domínguez sus pesares empezaron quizá desde el mismo momento en que ella, sus cuatro hermanos y su madre fueron sacados a la fuerza de la casa que habitaban en la Calle Segunda del Mamón, del barrio El Bosque, porque no los incluyeron dentro de una repartición familiar. Corrían los años 60 en Cartagena, Ana y los suyos encontraron un rancho maltrecho y a punto de caerse cerca del colegio Fernández Baena, a donde se mudaron. Alguien les ofreció ese lugar para quedarse.
La vivienda, que se convertiría en su nuevo hogar, estaba muy cerca de unas casas militares, por donde debía pasar cada vez que entraba o salía del barrio. Su mamá entonces se convirtió en la persona que lavaba ropa a domicilio en esas casas militares, mientras que Ana quiso, con una amiga muy cercana, ingresar como aprendiz de enfermería al hospital de Santa Clara.
Fue entonces cuando aquel reprochable y nefasto hecho pasó, explica. Aunque en aquel entonces no le creyeron, es algo imposible de olvidar y hoy todavía un río de lágrimas brota en sus ojos, que se tornan ahora tristes. “Ese rancho estaba en medio del monte y, cuando nosotros llegamos, mi hermano mayor le metieron unos palos a los lados para que no se fuera a caer, y nos metimos ahí (...) Bajando, en las viviendas militares, donde vivían untos tipos de rasgos grandes, se encontraba un señor que cuando yo pasaba, él salía, no recuerdo si se ponía ahí siempre para esperarme pasar. Pasó el tiempo y él me acompañaba en la buseta, él se bajaba hacia su Base y yo seguía para el hospital. Cualquier día me brindó un jugo...”, relata, con voz pausada.
Ana tenía 20 años, lo último que recuerda es haber aceptado y consumido esa bebida, luego despertó en una cama ajena, desorientada y sin saber dónde estaba. “Yo le pregunté: ¿Qué hago yo aquí?, ¿por qué estoy aquí?, y él respondió: Porque estuve contigo. Nadie me creyó porque en esa época a las mujeres no les creían. Le conté a mi mamá lo que había pasado, pasaron dos meses y yo estaba embarazada”, narra.
Aquel tipo le prometió entonces casarse con ella e incluso habló con la madre de Ana para comprometerse a “responder por el niño y reconocerlo”. Pero luego, la familia de Gabriel, como se llamaba el sujeto, le dijo a Ana que no se podía casar con él... “Usted es la hija de la lavadora de ropa y nuestra familia es pudiente”. “Yo les dije que con mucho orgullo yo era la hija de la lavadora de ropa”. Luego, aparecieron otras excusas, Ana tampoco quiso casarse y la boda nunca se dio.
¿Eso fue un abuso?
- Sí. Fue un abuso, una violación. Yo después lo consideré una violación. Yo no estaba enamorada de él, porque ni me gustaba, ni me llamaba la atención.
Luego, trabajando en el Hospital de Santa Clara, Ana consiguió que su madre se empleara en el mismo lugar, haciendo aseo, en una época donde los presos de la cárcel Distrital también hacían ese oficio en el centro asistencial. Fue una forma de ayudar a su familia, a la que pronto llegó un nuevo integrante. “Nació mi hijo en mi rancho, aquella familia (del papá del niño) vivía como a tres o cuatro cuadras. Mi hijo, hasta los tres meses, fue un bebé sano, pero un día convulsionó de pronto”, explica. Y a partir de ahí todo cambió.
“Eso fue horrible. Salí como estaba de la casa, un muchacho cogió a mi hijo, lo embarcó en un carro y yo me embarqué, pero el carro se varó y yo me tiré a la mitad de la carretera, con los brazos abiertos, para encontrar otro carro que nos llevara al hospital. Mi hijo duró tres meses en cámara de oxígeno, cuando salió de ahí, me dijeron que tenía desprendimiento de retina y que tenía daño cerebral. Desde entonces ha sido una vida... una lucha”, comenta, mientras mira a través de una reja a Johny, como se llama su hijo.
“Las monjas lo bautizaron con los apellidos del papá. En el estado que yo estaba, porque también me puse mal y me hospitalizaron, no sé quién le suministró los datos a ellas. Ya luego fue creciendo mi hijo y el descarado papá se presentó y me dijo que se iba a casar. Yo le respondí que lo hiciera, que a mí no me interesaba nada de él. Que con lo que hizo bastó”, afirma.

Ana mientras atiende a su hijo en su vivienda, en el barrio Blas de Lezo.
“Luego un señor que se llama Ramón Olier conoció del caso e intervino. Hizo todos los trámites, fue a los juzgados y lo embargó, con la partida de bautismo. Gabriel quedó embargado. Yo comencé a buscarlo para que registrara al bebé, pero nunca se dio. No quiso hacerlo”, relata. El diagnóstico para el bebé nunca fue alentador. No caminaba, tenía dificultades de motricidad, tampoco veía, no hablaba y los médicos pronosticaron que, “a lo mucho, viviría 20 años”, explica su tío Marcos Carrillo.
Una madre abnegada
“Desde ahí, toda mi vida ha sido así. Yo me casé y mi esposo me dejó porque no es fácil la vida atendiendo a un hijo en las condiciones de Johny, entonces ya decidí quedarme sola. Tuve tres hijas, pensando en que Jonhy podía morirse, pero esto ha sido demasiado triste. Mi esposo me dejó sola con mis cuatro hijos”, añade Ana, desde la terraza de su casa en Blas de Lezo.
“Quisiera que otras personas vieran a esta persona como a alguien normal. Los médicos no le dieron tantos años, vivía siempre con la muerte al lado. Cuando tenía como 20 años yo se lo llevé al doctor Martín Martínez, y él pensaba que mi hijo ya había muerto. Luego lo llevé a los 30 a una consulta de control y también pensaban que ya no estaba vivo. Hoy tiene 54 años”, explica Ana y, de inmediato, detalla todo aquello por lo que ha tenido que pasar. “A veces me ha tocado pedir a las personas, a los vecinos, porque lo que yo gano no me alcanza. Pienso que todos los ángeles que yo quise, que atendí cuando trabajaba en los hospitales -ahora soy pensionada-, que fallecieron delante de mí, son ángeles que están en mi camino y me ayudan”, sostiene la mujer de 74 años.
Pese a todos los problemas habidos y por haber, su único deseo es estar con su hijo. “Todos los días que amanece yo le doy las gracias a Dios”, sostiene.
“Él no habla, no ve, no camina, tengo que estar pendiente de él. Ahora tiene problemas de que no quiere recibir los alimentos, vinieron de la atención médica domiciliaria a la que está inscrito y dijeron que tiene un estreñimiento crónico, y le mandaron una droga que todavía no he podido comprar”, precisa.
Sumado a eso, el embargo que tuvo sobre su padre por 50 años fue suspendido. “Hace cuatro años dejaron de pagarle, en un mes de octubre; cuando fui a averiguar, me enteré de que el papá se había muerto. A pesar que de recibió durante 50 años el embargo del sueldo de su papá, lo suspendieron de recibir la pensión. Cuando llamé el tipo de la Base, exigió el registro civil para poder incluirlo, pero el papá nunca lo registró. Sus otros tres hijos y su esposa están recibiendo la pensión”, comenta.
“Yo tengo que estar pidiéndoles a mis hermanos. Ahora mismo, tengo la receta y no tengo plata para comprarle los medicamentos y otras cosas que necesita, porque estas personitas tienen muchas necesidades, lo que yo me gano no me alcanza. Sin embargo, para mí nada es difícil, porque me puedo estar muriendo de un dolor, pero eso no es lo que va a quitarme a mí el hecho de atender a mi hijo. Porque para rematar tengo tres discos de la columna que me están aplastando dos nervios, lo que me produce dolor. Yo quiero es verlo bien. Que esté bien”, señala. Ana relata que su EPS le entregó una silla de ruedas neurológica especial para Jonhy, sin embargo, ella está gestionado otra con adaptaciones distintas para que él esté más cómodo. “Quiero que tenga una vida lo más tranquila posible, que yo pueda cubrirle todas su necesidades”, finaliza.
