Me llamó ayer una amiga de Bogotá para preguntarme si era cierta la historia de la pintura Blas de Lezo, Autorretrato (1979), un acrílico sobre lienzo de un metro por noventa centímetros, pintado por Alejandro Obregón, terminado a tiros en una escena de final de ese año en Cartagena, un episodio que ya contó García Márquez y ha vuelto a recordarse en un párrafo del libro de Rodrigo García y revivirse en una columna de Daniel Coronel. Le dije que no solo era absolutamente cierta la historia, sino que, además, detrás de ella hay otros secretos poco conocidos.
Las dos mujeres que se disputaban el cuadro eran cercanas al corazón del artista, quien tuvo tres esposas: Ilva Rash, Sonia Osorio y Freda Sargent, y con ellas tuvo a sus cuatro hijos: Diego, con Ilva; Rodrigo y Silvana, con Sonia; y Mateo con Freda. Pero figuran, a lo largo de su vida, doce mujeres que lo acompañaron hasta el final de su vida. Algunas más visibles que otras, pero todas reunidas conforman una legión sagrada, unas existencias únicas e independientes, y unos espíritus valientes que aportaron su eternidad y misterio al halo insondable de sus pinturas. Obregón era un romántico consumado e inspirado que siempre necesitó de la cercanía de una mujer para seguirlas pintando y amando, criaturas que aparecían en sus lienzos como únicas y mutantes musas en el tiempo: vírgenes, reinas elusivas y tangibles, deidades coronadas de guirnaldas cerca al mar o en reinos mediterráneos o míticos entrelazados en las brumas de la leyenda y la memoria personal de sus tres cordilleras y sus dos océanos. (Lea además: Cuatro episodios con Alejandro Obregón)
El cuadro a tiros
Volvamos al cuadro. Es un autorretrato y es su vez un homenaje a Blas de Lezo, una de sus obsesiones tutelares. Obregón empezó a pintar al teniente general de Felipe V desde los primeros años en que compró su casa de la Calle de la Factoría, en 1968... En una conversación con el historiador Donaldo Bossa Herazo, le contó el secreto de que, rastreando la genealogía del artista, encontró un parentesco con Blas de Lezo. Obregón quedó enmudecido ante aquella revelación del historiador. Pero aquella tarde en la Academia de Historia de Cartagena, en el viejo y misterioso Palacio de la Inquisición, Donaldo le contó además los secretos de la antigua casa colonial que acababa de comprar por cien mil pesos, que no solo tenía fantasmas, sino que en un pasado cercano había sido un burdel de mujeres de la vida alegre.
Obregón dijo que prefería esas mujeres a los fantasmas, y cuando sintió que los fantasmas lo estaban espiando, se volteó y les dijo: ¡Nojoda, déjenme pintar! ¡No me gusta que me espíen mientras pinto! Puso a raya a sus fantasmas sacudiendo sus enormes brazos en el aire, y rociando ron en el piso.
Antes de pintar el célebre cuadro de Blas de Lezo como autorretrato, había pintado, en 1977, Elegía de Blas de Lezo, un acrílico sobre lienzo, de 173 x 207 centímetros, y en 1978, Blas de Lezo, el teso, un acrílico sobre madera de 63 x 72 centímetros. La palabra teso la escuchó en los labios de los cartageneros, para quienes un tipo teso es alguien que hace una hazaña que transgrede lo imposible. El modelo para esta pequeña pintura de Blas de Lezo fue su padre, Pedro Obregón, y en él incluyó un poema que escribió al héroe naval que defendió a Cartagena de los ingleses en 1741, con medio cuerpo, porque en cada una de las batallas iba perdiendo algo de sí mismo. Ya en la batalla contra los ingleses solo tenía un brazo, una pierna y un ojo. Obregón lo sintetizó como “el hombre de la media pisada, la media mirada y el medio abrazo”, a veces invertía el orden, pero más que un hombre a medias, era un guerrero íntegro en todas las batallas. Y en esa batalla contra los ingleses se las jugó todas y dio lo mejor de sí mismo. Donaldo fue quien le contó también de su parentesco con el presidente mexicano Álvaro Obregón, que perdió un brazo, ganó la batalla contra Pancho Villa y murió a tiros por un joven estudiante de pintura, que estaba secundado por otros tipos armados que esperaban rematarlo en caso de que fallaran los tiros del muchacho.
Así que Obregón pintó de múltiples maneras a Blas de Lezo, hasta que el héroe mítico se fue convirtiendo en él mismo, de tanto retratarlo con la ciudad de Cartagena sugerida al fondo. (Le puede interesar: 100 años del natalicio de Alejandro Obregón, 72 instantes de su vida)
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En la disputa de ese diciembre final de 1979, las mujeres que se peleaban el cuadro habían llegado ya a un límite delirante y Obregón se salió de casillas, y sacó de su gaveta un viejo revólver Smith & Wesson 38 largo que conservó hasta el final de su vida, y disparó contra su propio cuadro.
Los tres tiros atravesaron el ojo derecho del retrato y dejaron una resonancia de luz quebrada en sus ojos de azul diáfano. No era la primera vez que él disparaba contra sus propios cuadros. Ya lo había hecho años atrás, cuando era un muchacho, en el bar La Cueva en Barranquilla, al disparar contra uno de sus murales.
Obregón era aficionado a las armas de fuego y obsesionado por la puntería, y eso lo aprendió desde sus seis años, cuando llegó a Barranquilla (1926) y su padre lo llevó a recorrer las ciénagas y empezó a disparar contra los caimanes. El padre le puso en sus manos el rifle con que el niño disparó contra el primer caimán de su vida. Desde entonces, se convirtió en el niño-caimán, en el niño-cazador y pescador de las ciénagas, una aventura que siguió viviendo en las madrugadas con sus amigos Eduardo Vilá, el dueño del bar, y Álvaro Cepeda Samudio, Nereo López y otros cazadores de oficio bebían en el bar. Hay imágenes de ese Obregón niño jugando con el caimán cazado, e imágenes del Obregón juvenil de cacería al amanecer con arma en alto, metido hasta el cuello en la ciénaga. Y escenas de ese mismo Obregón devorando junto a sus amigos las criaturas de la cacería. Eran tiempos salvajes y demenciales, pero Obregón siguió siendo así: excéntrico, bárbaro en estado puro, único y original en su manera de vivir y pensar, el único que se atrevía a manejar en reversa su vehículo por las calles de Cartagena y Barranquilla, y en reversa vivió, amó y pintó, siempre en el límite, revolucionó el destino del arte moderno en Colombia y dio un viraje a la manera de retratar, asumir el paisaje, la fauna y flora y la historia de la nación.

Alejandro Obregón, ‘Blas de Lezo el Teso’ (1978). Acrílico sobre madera, 63 x72 cm.
Así que también es cierto que el cuadro terminado a tiros se lo regaló a su amigo Gabriel García Márquez en una de sus visitas a Cartagena, y el escritor le pareció mejor que el cuadro se quedara con las cuencas vacías tras los tres disparos, pero en aquel 22 de octubre de 1982, un día después del anuncio del Premio Nobel de Literatura a García Márquez, Obregón estaba de paso por México y se le ocurrió visitar a su amigo dispuesto a remendar el ojo acribillado. La sorpresa de ver la casa tomada por las flores le hizo gritar: ¡Mierda, se murieron! Y cruzó a puntillas para no estropear el esplendor de las flores aún con el rocío de aquel octubre, y tocó el timbre. Se llevó la sorpresa de que su amigo estaba a punto de fugarse de la casa con su esposa para huir de la amenaza a su privacidad. Obregón solo le pidió que le dejara remendar el ojo del cuadro y lo hizo con tanta delicadeza con una aguja certera que borró la sombra de los tres disparos, y el ojo recobró el esplendor de una enigmática y profunda mirada. Muy adentro latía algo más que tres disparos dentro de la mirada del artista, en medio de un halo contrastante de oscuridad y un rojo que se deslizaba como una nube. Palpitaba el misterio de lo improbable. Ese cuadro de Obregón no solo acompañó a García Márquez hasta el final de su vida en abril de 2014, sino que aún contempla desde la otra orilla el silencio de su casa, al igual que el mural Flores carnívoras de Obregón, que está en su casa de Cartagena.

La premonición
Obregón competía con cualquier personaje de ficción e inspiró los cuentos El ahogado más hermoso del mundo y La mujer que llegaba a las seis, de García Márquez, e inspiró escenas de Álvaro Mutis con Maqroll el Gaviero. La suya fue el arte alucinante de la amistad y la complicidad de la vida secreta, una aventura que empezó cuando eran unos muchachos. Obregón le llevaba siete años a García Márquez. Cuando se encontraban, estallaban dos volcanes al tiempo.
Obregón siempre tuvo armas de fuego en su casa. Cuando se moría un ser cercano a él, solía sacar ese mismo revólver y disparar al amanecer contra el cielo. Como si el lienzo fuera otro lienzo. Los vecinos escuchaban esos disparos. Y ese mismo revólver con el que disparó a su cuadro a su ojo derecho lo acompañó hasta poco antes de su final, pero uno de sus hijos, previendo que llegara a atentar contra sí mismo, arrojó el revólver al mar. El ojo acribillado del cuadro fue el mismo ojo que Obregón empezó a perder en un diagnóstico fatal de un tumor cerebral que le fue arrebatando la visión en sus dos ojos. Mucho antes de que lo intuyera por el misterio clarividente de la pintura, un niño autista que estaba obsesionado con el artista lo miró a los ojos y le preguntó: ¿Qué les pasa a tus ojos? Y el niño vio la mancha gris que iba deslizándose por sus retinas. Obregón me contó en una visita a su casa, que temía quedar ciego, como su padre.
Epílogo
Sus últimas pinturas las hizo en las tinieblas de su ceguera, adivinándose a sí mismo en un autorretrato en grises cuyos ojos son dos manchas profundas. Pintó dos acrílicos de 150 x 150 centímetros: Cóndor, en grises premonitorios en 1992, poco antes de morir. Y Toro, también en grises vertiginosos. El gris sacude como un viento arrasador al toro y lo eleva entre las nubes y la tierra. Luego, hizo un par de litografías que no alcanzó a firmar: Alcatraz de 80 x 80 centímetros, y Cóndor, de 60 x 80 centímetros. El alcatraz se estrella contra el mar. El cóndor intenta posar sus garras en algo que se desvanece. Era él ese último cóndor entre grises, era él ese toro sacudido por el viento, era él ese alcatraz ciego que fue a morir en el mar. (Le recomendamos ver: [Video] “Alejandro Obregón, delirio de luz y sombra”, el nuevo libro de Gustavo Tatis)