William Ospina es tal vez el colombiano que más ha descifrado y pensado en la historia y en el destino de Colombia en estos últimos treinta años y es, a su vez, el que nos ha permitido mirarnos en el espejo quebrado de nuestro pasado para adivinar, entre las tinieblas, los destellos del porvenir.
Lo conocí bajo la lluvia de aquel 2 de mayo de 1993 en Bogotá, en una de las ferias del libro, me autografió su Antología Poética, un cuadernillo de poesía de la colección Quinto Centenario y desde entonces, nunca le he perdido las huellas, conocerlo, compartir cerca de él y leer sus libros, ha sido uno de los tesoros que la vida ha podido regalarme. (Le puede interesar: La realidad y la poesía en 24 ensayos de William Ospina)
Mucho antes de empezar a descifrar el destino de la nación, escribió en 1994 la serie de ensayos Es tarde para el hombre, con visión universalista sobre la dramática condición humana en el mundo. Dos años después, sentó a pensar a todos los colombianos con la agudeza provocadora de su ensayo singular: ¿Dónde está la franja amarilla? (1996). El desciframiento del territorio colombiano y americano prosiguió en su prodigiosa indagación en su magistral ensayo Las auroras de sangre (1999), en América Mestiza (2004), La escuela de la noche (2008), En busca de Bolívar (2010), Pa’ que se acabe la vaina (2013), El dibujo secreto de América Latina (2014), De La Habana a la paz (2016), Parar en seco (2016), El taller, el templo y el hogar (2018). Pero ese desciframiento no solo emprendió como ensayista, sino también como poeta: en su poemario El país del viento (Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura, 1991), libro que ya celebra treinta años, hay una exploración de las raíces de la nación y el continente que no abandonará en sus posteriores poemarios, siempre en diálogo con la nación y el mundo. Esa visión de orígenes también está en su trilogía de novelas que abarca la conquista del territorio colombiano y americano en novelas como Ursúa (2005), El país de la canela (2008, Premio Rómulo Gallegos 2009) y La serpiente sin ojos (2012). Su novela El año del verano que nunca llegó (2015) es un libro de viajes por el mundo y por Colombia, y su novela Guayacanal (2019) es un viaje a los orígenes de su familia en el Tolima. Esa visión de país también la expresa de manera constante como columnista de opinión, y en su más reciente antología de Ensayos (2021), que acaba de publicar Random House, están allí reunidos 24 ensayos, cuatro de ellos están consagrados a Colombia: De chigüiros y cipreses, Lo que está en juego en Colombia, Colombia y el futuro y Oración por la paz, pero junto a ellos, hay dos ensayos que interpelan a dos personajes colombianos que han sido decisivos en la formación humanística de William Ospina: el profesor y pensador Estanislao Zuleta y el poeta Aurelio Arturo. Y un tercer ensayo sobre Juan de Castellanos, quien descubre a América y el territorio colombiano en su poesía. De ese cuarteto de ensayos, solo quiero referirme especialmente a Lo que está en juego en Colombia.
¿Dónde nacen nuestras guerras?
No hay una sola guerra en toda la historia de Colombia que no esté ligada al esplendor conflictivo de una riqueza en particular. La conquista de América fue una guerra de despojos de territorios y un brutal y sanguinario saqueo del oro. Ejércitos europeos “arrebataron a los pueblos nativos todo el oro elaborado en sus santuarios, de sus casas y de sus ornamentos personales, y después sondearon en las venas de la tierra y explotaron, mediante el trabajo de los indios y de los esclavos traídos de África, el oro de las minas”. La guerra del oro fue una de las primeras guerras en lo que es hoy el territorio colombiano, según William Ospina, para quien la más sangrienta de las paradojas es que esas riquezas embrujaran la codicia de los conquistadores, y fueron tras ella, a sangre y fuego. De la guerra del oro, padecimos la guerra de las perlas en Cumaná y en el Cabo de la Vela. Cada mina de oro dejó un rastro de sangre en noches remotas de la conquista, como la desaforada búsqueda de perlas dejó un reguero de sangre en la tierra. A la guerra del oro y de las perlas, siguió la guerra de la canela con la expedición de Gonzalo Pizarro y la sanguinaria expedición de Pedro de Ursúa, que desató cuatro guerras contra los panches, los muzos, en el país de las esmeraldas, los chitareros y los tayronas. Hubo guerras “en el país del oro, el país de las perlas, el país de la canela, el país de las amazonas”, precisa el poeta.
La Colonia fue implacable y cruel, siervos en las encomiendas, esclavos en las minas, campos de algodón, planicies de caña de azúcar, no hubo notorios conflictos armados, pero los enfrentamientos aparecieron entre los criollos contra los españoles en las guerras de Independencia.

Lo que siguió en el siglo XIX fueron una tras otra guerra civil hasta el ocaso del siglo y el amanecer del siglo XX. La guerra de los Mil Días fue una guerra de la tierra “y las nuevas pautas de la modernización que terminó precipitando el zarpazo imperialista sobre el territorio donde se construiría el más importante canal interoceánico del hemisferio occidental”. Estaba el país con la herida abierta con la pérdida de Panamá, cuando empezó la guerra del caucho “consecuencia de la invención del automóvil y de la desaforada demanda de materia prima para neumáticos por parte de la industria naciente”. Esa guerra del caucho desató la persecución a trabajadores fluviales, sindicatos y trabajadores. Si bajo la leche del caucho hubo derramamiento de sangre, bajo el esplendor del bananero que empezó a exportarse a Estados Unidos, explotado por la United Fruit Company, hubo una masacre en diciembre de 1928.
Más tarde, arribamos a una nueva guerra llamada La Violencia, desde ese viernes 9 de abril de 1948, día del asesinato de Gaitán, que se centró en los departamentos cafeteros del país que sostenían al país. Esa violencia entre liberales y conservadores gestó en nuestras ciudades la violencia guerrillera. Buscando apaciguar al país delirante y caótico, se creó el Frente Nacional, pero “la violencia fue el sustituto de las reformas liberales”, aclara William. (Lea también: William Ospina, el arte de pensar)
Nuevas riquezas, nuevas guerras
El descubrimiento de nuevas riquezas en el país nos llevó a vivir nuevas guerras. Primero fue la guerra de la marihuana, que dejó otro inmenso reguero de muertos. Luego, la guerra de la coca, que terminaría enfrentando a traficantes de cocaína contra el Estado y a su vez, ese Estado enfrentado con pequeños productores de hoja de coca y comunidades pobres que derivaban su sustento de esa siembra. A esas guerras se suman los territorios con reservas de oro y petróleo. Se pregunta William si la historia de Colombia ha sido en verdad la historia de sus guerras, y aclara que en parte sí, porque cada guerra ha respondido a una riqueza particular: oro, perlas, esmeraldas, canela, caucho, marihuana, coca, pero también a otras riquezas como la tierra misma, el canal interoceánico o la infamia de la esclavitud.
Ni esas perlas, ni ese café expresso, ni esos automóviles, ni esos bananos de exportación, condenados pese a su inmensa riqueza, a un aciago e incierto destino de colonias, país subdesarrollado o país del tercer mundo. Un país que en la década de los ochenta dejó de producir café y petróleo para producir marihuana y cocaína para mercados extranjeros.
La desdicha de ser ricos
William Ospina dice que las riquezas de Colombia han sido fuentes de guerras, esencialmente, por “la incapacidad de defenderlas y la incapacidad de compartirlas”, y explica que la incapacidad de defenderlas hace frágiles a los países ante la voracidad colonialista e imperialistas, las hace permisibles de la codicia externa, mientras que la incapacidad para compartirlas internamente las desangra en guerras civiles, en la discordia entre ese Estado y esa sociedad, que en vez de aprovechar esa riqueza, se divide en la imposibilidad de unos acuerdos nacionales sostenibles, y en vez de propiciar una convivencia abre la puerta a los poderes externos. Lo resume en dos palabras: falta de fuerza y carácter.
Epílogo
Pero no todo es adverso, piensa William Ospina, quien, como pensador, ha consagrado más de treinta años en descifrar a Colombia. Traductor de William Shakespeare y descifrador deslumbrante de nuestras más ocultas realidades históricas en América, ha alcanzado erigirse en una de las más espléndidas conciencias humanísticas de Colombia ante el mundo. Cree que bastaría que miremos sobre nosotros mismos, sobre lo que ha sido nuestra historia sangrienta, sumergirnos en ella y dar el “pequeño, pero hondamente giro de dejar de sentirnos en la periferia y en un tiempo rezagado, de empezar a sentirnos en el misterioso y apasionante centro del mundo, en el urgente y decisivo corazón de la historia”. (Lea además: En el ‘reino vallenato’, William Ospina presenta ‘Guayacanal’, su más reciente novela)