Nunca ningún hedor había despertado tanto alboroto en el barrio El Campestre. Ninguno como aquel que empezó a sentirse en aquella cuadra en junio de 2007.
Olía a muerto. Y ese olor sí que pesa, se impregna y traspasa todo. ¿De dónde vendrá esa podredumbre?, se preguntaban los vecinos ansiosos y desesperados por conocer el origen de la putrefacción. El viento alcanzaba a disiparla por momentos pero, conforme pasaban las horas, la estela maloliente ampliaba su radio.
La sorpresa fue mayúscula al conocerse la génesis de la pestilencia: provenía del corazón de la Iglesia Las Buenas Nuevas Oh Moradora de Sión, una pequeña congregación cristiana, y el olor emanaba nada más y nada menos que justo del cadáver de su líder, el pastor José González, ya merodeado por moscas y cuyas carnes eran presa de la descomposición propia de cuando la vida se apaga.
El pastor había muerto e insólitamente se pudría en su misma casa, en un segundo piso, epicentro de aquel olor que alertó a todos sus vecinos.
Lo más sorprendente resultaría ser que sus familiares, fervientes creyentes, guardaban el cuerpo del pastor y se habían negado a sepultarlo porque creían que resucitaría al tercer día, como lo hizo Jesucristo.
El mismo pastor José, antes de morir, había ordenado a su esposa que, si enfermaba o moría, no lo llevaran al hospital ni sepultaran su cadáver, porque él había hablado con Jehová y este le había revelado en sueños que iba resucitar.
La esposa y las hijas del pastor siguieron al pie de la letra las indicaciones de la cabeza de aquel hogar y de aquella iglesia y, en medio del repentino fallecimiento, guardaban la esperanza de que volviera en sí en cualquier momento.
Él había muerto a la 1:30 de la madrugada del viernes 22 de junio de 2007 y desde entonces el cadáver empezó a descomponerse por varios días, ese olor se esparció por las calles aledañas de El Campestre, donde se rumoraba que había ratas o animales muertos o alguna alcantarilla rota, en algún lugar por descubrir, situación que los obligaba a lavar constantemente sus terrazas y viviendas.
Más temprano que tarde, al quinto día de muerto el pastor, los vecinos, que iban de casa en casa en una búsqueda exhaustiva, por fin descubrieron que el origen de aquel desagradable olor era la residencia de José, donde, además, funcionaba la iglesia cristiana.
En adelante, la muchedumbre ansiosa se encontraría con una seguidilla de sorpresas que los consternaría a todos. La misma compañera de vida del pastor fue quien les confirmó que él había muerto y que, tanto ella como sus hijas, esperaban que resucitara en cualquier instante.
La esposa de José y sus tres hijas se mostraban serenas y elevando plegarias al cielo, cerca a la escena del cadáver maloliente que yacía en una cama, en una de las habitaciones. Estaban en ayuno y rezaban para que volviera a vivir.
Contrario a alarmarse con la llegada de las autoridades, las mujeres les juraron a los uniformados de la Policía de Cartagena que en esa vivienda todo marchaba bien y que era cuestión de tiempo para que el pastor resucitara.
“Toda la gente lo verá”, decía la señora de la casa con plena confianza en sus palabras. Contó a los presentes que, al momento de su muerte, José “luchaba contra el diablo” y que aunque al final “este lo venció, no logró despojarlo de su alma”.
A la casa llegó entonces el cuerpo forense de la Fiscalía General de la Nación, que se encargó de levantar los despojos mortales de José ante la mirada incrédula de sus familiares que, hasta último momento, creyeron en que iban a ser testigos de su resurrección, tal cual como él lo había “profetizado”.
Algunos vecinos mostraron su molestia porque consideraron que su salud estuvo en riesgo. Otros, más curiosos, se congregaron alrededor de la vivienda, husmeando, sin importar lo insoportable de aquel olor.
Se necesitaron máscaras de protección para los uniformados y eso de las cuatro de la tarde de aquel 26 de junio, los agentes usaron una bolsa de cal para untarla al cadáver y poder llevárselo.
La noticia del pastor que no resucitó ocupó primeras planas en diarios locales, regionales y nacionales, también los noticieros de televisión y medios de comunicación del mundo registraron aquel hecho como sacado de un libro de ficción.
El de José no sería el primer intento de “resucitar” a alguien en nuestra Cartagena.
Seis años más tarde, en el año 2013, una multitud presenciaría en vivo la escena protagonizada por un pastor, reconocido por sus prédicas en las plazas y parques del Centro Histórico de la ciudad, rezando sobre un hombre muerto, en plena carretera del barrio Ceballos.
El hombre había fallecido en un lamentable accidente de tránsito y el cadáver permanecía arropado por una sábana de colores que algún buen samaritano llevó para cubrirlo de las miradas de la multitud.
El pastor cristiano, creyendo en su fe, pidió permiso, cruzó la cinta amarilla y se acercó al cadáver para rezarle, frente a los espectadores y familiares de la víctima, que aún estaban conmocionados por la desgracia. Incluso, llegó a sujetar la mano del muerto y a darle un “soplo de vida”.
Por un momento, el cadáver del hombre tuvo un reflejo en una pierna que reavivó la llama de la esperanza, puso a rezar a más de un presente y a correr despavoridos a varios de los testigos. No fue más que eso, un reflejo.
Después de varios intentos, no hubo vida. Los paramédicos confirmaron que su corazón ya no latía. Finalmente, el pastor, aunque había mencionado que su intención no era que el hombre reviviera, sino consolar a los familiares presentes, luego se contradijo y aseguró que el hombre no ‘resucitó’ por falta de fe de los presentes.
En Sabanalarga, Atlántico, aún buscan al líder religioso Gabriel Alberto Ferrer, quien se desapareció y no responde a los llamados ni se ha comunicado con los creyentes de las iglesia cristiana de Berea, a quienes les prometió que Jesús descendería del cielo el pasado 28 de enero de este 2021 y se los llevaría.
El caso prendió las alarmas de las autoridades que temían un suicidio colectivo. Y, llegado el gran día, los feligreses que se habían congregado en una casa a la espera de Jesús y vendido todas sus pertenencias, carros, casas, muebles, ropa, electrodomésticos, quedando incluso en la quiebra, se vieron desilusionados al notar que todo no era más que una vil mentira y que estaban cegados por un falso profeta.
La línea entre la verdadera fe y el fanatismo puede llegar a ser muy delgada y cruzarla puede cegarnos hasta hacernos perder el sentido racional de la vida y de la muerte.