Pienso ahora en Franz Kafka cuya gloria empezó después de su muerte, cuando su mejor amigo decidió publicar los libros que había dejado escritos, contrariando la voluntad del escritor de que fueran destruidos el mismo día de su muerte. Si el amigo cumple esa voluntad, el mundo se hubiera privado de uno de los mejores narradores del siglo XX y de un genio del cuento y la novela en la historia de las letras. Así que Franz Kafka no disfrutó en vida de esa esquiva y efímera gloria que algunos escritores persiguen con vanidad a lo largo de su existencia creativa. Al volver a leer el libro de Enrique Vila-Matas Bartleby y compañía (Anagrama, 2000), me ha sorprendido la última y desoladora línea del libro, una frase de Beckett: “Hasta las palabras nos abandonan y con eso queda dicho todo”.
Kafka escribía para escapar del absurdo de la existencia en medio de la guerra y el presentimiento de una fatalidad histórica, la persecución y exterminio de los judíos. Sus libros se adelantan al absurdo y la crueldad del totalitarismo y la degradación del ser humano en una sociedad cada vez más pervertida y envilecida por los oscuros y nefastos poderes. Él escribía con la convicción de que no había otra escapatoria y no pretendía ninguna gloria, su escritura era un antídoto contra los sufrimientos. Una frase dicha por Kafka y reseñada por Vila-Matas es “un escritor que no escribe es un monstruo que invita a la locura”.
Una sabia lección de discreción y rigor en la belleza la encarnó el escritor mexicano Juan Rulfo (1917-1986), que se convirtió en un clásico universal con dos libros breves: El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), los dos libros no alcanzan las doscientas páginas. En plena gloria, las editoriales le pedían que escribiera más libros y él desarmó al mundo con una honestidad a prueba de humildad: Ya no tengo nada más que contar. Es que se murió mi tío Celerino, que era el que me contaba las historias. Cuenta Vila-Matas que el tío Celerino era un borracho que se rebuscaba de pueblo en pueblo y se ganaba la vida confirmando niños en las aldeas, de la mano de su sobrino Juan. Luego de confirmar los niños cobraba por su trabajo y se quedaba contando historias en las casas. Lo increíble de todo es que el tío Celerino era ateo. El silencio de Rulfo es tal vez el más luminoso de los silencios en la literatura del mundo. Rulfo iba recogiendo sin proponérselo frases y palabras salidas de los labios de su propio pueblo, en esas correrías con su tío. Esa sola experiencia es ya una experiencia humana y literaria, digna de una novela.
En verdad, un escritor solo escribe un solo libro a lo largo de su vida, aunque se desparrame en cinco o cincuenta títulos. Aurelio Arturo (1906- 1974), tal vez el más grande poeta que ha nacido en Colombia en el siglo XX, y uno de los mejores de toda su historia, solo escribió un solo poemario: Morada al sur. En sus 64 años solo perfeccionó trece poemas que son de una perfección alucinante. Sobre ese libro se han escrito muchos ensayos que intentan descifrar la rara belleza de esa poesía elusiva, sensorial, de una sensibilidad única que nombra el paisaje como “un país del viento”, y al contemplar las montañas de su tierra natal en La Unión, Nariño, el poeta crea una metáfora excepcional: “Yo miro las montañas. Sobre los largos muslos de la nodriza, el sueño me alarga los cabellos”. Tal vez la montaña y su sensual largura sean la evocación de los muslos de la nodriza, y en la otra realidad misteriosa del sueño, los cabellos se alarguen como quien recorre esas mismas montañas. Todo en sus poemas es una encantada adivinanza del mundo: las voces que escucha son capaces de “manchar el tenaz paisaje”, las montañas no son las montañas que contempla. Están hechas de sueño y él asciende a esas montañas “donde un grito persiste entre las alas de palomas salvajes”. No se agota uno leyendo esas imágenes porque cada vez que nos reencontramos con los poemas de Aurelio Arturo el mundo vuelve a empezar, como una sinfonía de hojas. Para Arturo su escritura es un poco de viento que se desliza por esas montañas: “He escrito un viento, un soplo vivo del viento entre fragancias, entre hierbas mágicas; he narrado el viento, solo un poco de viento”. Y al recordar aquellas lunas las ha evocado como “grandes lunas llenas de silencio y de espanto”. Para él la lluvia es un “río que baja del cielo”, sus palabras tienen música “una palabra canta en mi corazón, susurrante hoja verde sin fin cayendo. En la noche balsámica, cuando la sombra es el crecer desmesurado de los árboles, me besa un largo sueño de viajes prodigiosos y hay en mi corazón una gran luz de sol y maravilla”. Hace dos años contacté gracias a mi comadre Astrid Paternina a Gilberto Arturo, hijo del poeta, y hemos iniciado una conversación que busca recorrer la casa natal del poeta en La Unión, en Nariño, él me quiere llevar y señalar con su dedo las maravillas nombradas por su padre. Los trece poemas de Arturo me han acompañado toda mi vida desde que lo descubrí con la primera edición que hizo el poeta Santiago Mutis, y a esos poemas vuelvo en busca de luz cuando veo que el mundo se oscurece.
El poeta Rogelio Echavarría (1926- 2017), gran amigo de Aurelio Arturo, siguió el mismo destino, escribiendo a lo largo de su vida, un solo libro, El transeúnte, al que iba agregando un poema por cada cinco o siete años, con una lenta pero certera precisión. Seleccionó en 91 años de vida, 79 poemas. Al pasar por Bogotá contacté en 2004 al poeta Echavarría y nos encontramos en el Café Oma. En esa larga conversación me habló de su amigo Aurelio Arturo y de sus inicios poéticos y de su propia vida. Y me confesó su tragedia personal de uno de sus hijos que encontraron muerto en un viaje que hizo explorando una montaña. Al final de la tarde, la esposa del poeta llamó para recogerlo en el café. Ese día él me entregó autografiado su poemario que tiene poemas tan deslumbrantes y metáforas singulares que me recuerdan la herencia luminosa de Arturo: “¡Que pase el día sobre el mundo como un pájaro”, “Si las noches fueran más largas las mujeres se ahorcarían en sus cabellos, llamas oscuras que multiplican la pesadilla o el espasmo”, “¿La lluvia que viste al mundo qué es sino nubes despojadas de su inocencia?”, “El poeta comienza solo con Dios que le dice levántate y anda, pero él sigue tan muerto, desangrado por la costura descosida del alma”, “cuando busco tu tierna compañía, me encuentro con tu abuelo en el espejo”, “lo único seguro tras la coronación es la caída”, “Los días son gotas de luz que caen en la tenebrosa eternidad”, “Habla de eternidad el hombre y, triste, sabe que solo dura en cuanto existe”, “Otro día perdido ¡Y la eternidad, intacta!”, “A tu lado bebí agua profunda y fresca. ¿Y quién mi fiebre pulsará, mi mano huérfana?, este poema dedicado a Aurelio Arturo. Y genial el epitafio de Rogelio: “Al fin voy a dormir despacio y solo”.
Muchos libros como La Biblia o las Mil y una Noches fueron orales antes de ser escritos. Pasaron de generación en generación hasta encontrar el espíritu de los evangelistas iluminados que narraran los hechos. Jesús nunca escribió nada, solo intentó dejar una frase en la arena, para evitar que una mujer fuera apedreada. Sus sentencias proféticas y la rara poesía de sus parábolas se perpetúan por la belleza y profundidad de sus palabras. Sócrates tampoco escribió nada. Era un maestro oral que contaba historias debajo de la sombra de los árboles y en los jardines. Los Diálogos de Platón son la reconstrucción minuciosa de su legado filosófico.
Uno de los casos trágicos que más me ha conmovido en Colombia es el asesinato del joven poeta Óscar Delgado (Santa Ana, Magdalena, 1910-Santa Ana 1937), a sus 27 años, amigo personal de Aurelio Arturo, quien ya era en el Caribe colombiano el que mejor escribía. Óscar soñaba con publicar su primer poemario que había titulado Guitarras de una noche. Cuando Aurelio Arturo se enteró de la muerte de Óscar se le humedecieron sus ojos y lamentó que con su muerte trágica se truncara la obra de uno de los mejores poetas de Colombia. Su obra recuperada gracias al empeño de Carlos Alemán son 22 poemas en verso y 27 textos en prosa poética encontrados en periódicos y revistas, lo que completan 47 poemas.
Óscar, al igual que Arturo, musicaliza todo lo que nombra: “El viento de oro del crepúsculo”; “Sobre la noche ondulante inclina el viento de la luna su canción de hojas”, “La hora del milagro antiguo recorre la cronometría aguda de los gallos”, “Llueve en fa menor”, “Yo vi crecer tu nombre como una flor de ausencia y de silencio bajo la madrugada de tus ojos”, “Lento país fragante de tus manos perdidas”, esas metáforas se adelantaron a la poesía por venir no solo en Colombia, sino en habla castellana. Fue un adelantado. Pero la fatalidad de nuestra violencia nos arrebató al que considero a uno de los mejores poetas del Caribe y el país. No aparece en ninguna antología. Y su nombre resplandece en el olvido.
Borges proclamaba que su mejor deseo era ser olvidado como poeta y como cuentista. Pero su obra es un arte que prevalece en el tiempo. Él decía que un poeta puede ser recordado por uno o dos versos, y debe darse por bien servido. El no deseaba otra gloria distinta a la del olvido. Lo dijo tantas veces. Pero nadie lo ha olvidado.
