Si quedarnos sin padres por culpa de la muerte nos hace huérfanos, perder a nuestros hijos nos convierte en huérfilos. En la mitad de esta sala hay una huérfila, un altar con la imagen de la Virgen del Carmen, una vela y tantas sillas vacías.
Recostada completamente al espaldar, la señora llora y tiene los ojos cerrados con tanta, pero tanta fuerza... Me parece que no quiere permitirse abrirlos porque al hacerlo volverá a constatar que está en medio del velorio de su hijo y que es huérfila, aunque quizá ella no sabe que se dice así. Ella, que viste toda de negro y aparenta tener casi cincuenta, llora y reza y susurra unas palabras que se me antojan ininteligibles, mientras escucho los gritos que vienen de afuera.
¡Ay, no, no, no, no! -escucho, mientras siento el cosquilleo que me corre pierna arriba, se pasa a mis brazos y me avisa que algo malo está a punto de pasar.
¡No, no, no, no, ay, no! La desconocida grita con todas las fuerzas de su ser. La señora de la silla llora más y reza más y aprieta los ojos como si quisiera que se le quedaran pegados para siempre. Muchos de los que estaban en la sala, en el velorio de un cadáver no presente -todavía no lo traen de la morgue-, se han ido para la puerta, pero a mí las fuerzas apenas me alcanzan para contener esta risa boba que me amanguala con mis nervios para burlarse de mí misma. Las piernas, si acaso, me dan para intentar asomarme por los calados -espacios dejados adrede entre bloque y bloque de una pared sobre la que no hay ni gota de pintura-. ¡No, no, ay, hijuep..., no! Grita la mujer y yo por fin puedo ver por qué...
En medio de esta calle destapada, repleta de los curiosos y de la gente que ha llegado al velorio de un cristiano al que mataron apenas anoche “en una pelea de jóvenes en riesgo”, hay una especie de ronda de personas y justo en el centro está un chico con la expresión desafiante por la que -me parece- está dispuesto a que lo recuerden en ¿el último minuto de su vida? Alcanzo a escuchar que ese muchacho es un amigo del difunto y veo cómo un uniformado le apunta con un arma. El aire de esta mañana está tan tenso que bien podría cortarse con una navaja o con un tiro. ¿Qué pasó para llegar a esto? No sé, supongo que estaba demasiado concentrada en entrevistar a la señora huérfila.
¡Ay, no, no, no! -oigo y me repito mentalmente a mí misma.
La risa nerviosa. La señora en la silla. La vela encendida. Ay, Virgen del Carmen, mete tu mano, diría mi mamá. ¿Y si de verdad le dispara?, ¿y si alguien, además de los uniformados, está armado aquí?, ¡y si se arma una balacera! ¡Por Dios! Tengo que parar de reír. Ay, no, que no se me vayan a dormir las piernas... Piensa, Laura, ¿por dónde saldremos? Miro a Manuel, a Wilson y a Luis -mis compañeros reporteros- y entiendo que ya todos lo hemos notado: no hay forma de salir por donde entramos, es decir, por la puerta principal, sin toparnos de narices con...
De pronto, silencio.
Bueno, silencio es un decir, la señora sigue susurrando sus súplicas con los ojos cerrados, pero ya no hay alaridos en la calle. Vuelvo a asomarme por los calados y veo cómo el uniformado camina a su vehículo y se va. Vuelve el bullicio y llegan aún más curiosos.
-Mi señora, hasta luego, Dios consuele su dolor- digo y estrecho una de sus manos rápidamente.
-Gracias, responde. Aún no abre los ojos.
***
Es probable que haya perdido la cuenta de cuántas huérfilos y huérfanos conocí en los dos años que trabajé como reportera judicial, pero hay historias que nunca se olvidan y la anterior, ocurrida en noviembre de 2015 en uno de mis últimos recorridos judiciales, será difícil de olvidar. Así como recordaré siempre que de ese mismo barrio donde estuvimos a punto de presenciar una desgracia -más-, decía ser el sicario que me llamó otro día, en otro año, por otra cosa.
***
El celular timbra. Número no registrado. Voy en un carro del periódico con los otros periodistas y con el fotógrafo que, habitualmente, hacen el recorrido judicial conmigo.
-Aló, buenos días.
-Aló, ¿usted es la periodista Laura? -dice un desconocido.
-Sí, ¿por qué?
-Mira, mama, yo soy Peyo* y te estoy llamando por lo siguiente. Es que hoy salió en los periódicos que yo maté a Noséquiencito, pero yo a ese vale no lo maté, entonces yo quiero que tú me entrevistes, ¿oíste?, ¿tú podrás llegar acá, donde yo estoy?, te dijera que voy al periódico, pero no puedo salir porque esto está caliente...
-No, señor, ahora mismito no puedo... Pero su nombre no salió en el periódico, solo salió “alias el Peyo”...
-Pero en el barrio todo el mundo sabe que a mí me dicen Peyo... Mama, ve, ve (mira), es que a ese men lo mataron fue en una pelea y yo ando sano, yo hace rato que ni peleo. Si hubiera sido sicariao (asesinado por un sicario), yo te dijera: ombe, sí, fui yo, pero no fue sicariao, ¿ya tú me entiendes?, entonces, ¿puedes llegar?
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No tenía manera de saberlo cuando recibí esa llamada, en 2014, pero, según la Unesco, solo en el período 2014-2015 fueron asesinados 213 periodistas en todo el mundo y, cinco años después, el problema sigue ahí: de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas, en 2020, 59 periodistas fueron asesinados en el mundo, con América Latina y Asia como los lugares más peligrosos.
Y no, no fui a ver al sicario. Y no, no me arrepiento de no haberlo hecho, aunque creo que no me quería asesinar.
A los que sí querían asesinar era a los pandilleros con los que nos cruzamos mis compañeros y yo otro día cualquiera, en otro barrio. Estábamos en algún punto del sur de la ciudad cuando llamaron a Manuel para decirle que “acababan” de balear a unas personas en el barrio Tal, que había sido una “señora balacera” y nosotros, naturalmente, llegamos hasta ese barrio a buscar la noticia.
Era poco después de mediodía y todo se veía tan normal que dudamos de nuestra fuente, sin embargo, nos atrevimos a preguntar:
-Amigo, que hubo una balacera aquí, nos dijeron... ¿Por dónde habrá sido?, le preguntó el mismo Manuel a un muchacho cualquiera, en una esquina cualquiera.
-Ah, sí.
-¿Y dónde fue o qué?, replicó Manuel.
-Aquí mismo, eso fue ahora ratico, si quieren bájense para que vean dónde dieron los tiros.
Y nos bajamos.
Manuel, con esa habilidad única para empatizar hasta con la fuente más hermética, comenzó una conversación que poco a poco se fue expandiendo a otros muchachos del barrio, que, al vernos, se acercaron.
-Te la voy a tirártela plena -dijo uno de ellos-, nosotros somos de ‘Los Fulanos’* y vinieron a matarnos fue a nosotros porque no queremos sicariar para nadie, sino para nosotros mismos.
Ok, ok, estábamos en un lugar donde habían llegado a asesinar a un grupo de muchachos, esos muchachos alcanzaron a escapar y ahora nos contaban tranquilos que no querían cometer sicariatos por encargo de una organización más grande, sino que querían tener la autonomía de decidirlo ellos mismos.
-Compa -le dijo otro muchacho al fotógrafo, que tenía su cámara en la mano-, ¿no quieres ir allá, adentro, a tomarle foto a los otros balazos?
-No, compadre, gracias -respondió mi compañero justo antes de embarcarnos en la camioneta e irnos.
*Alias cambiados.