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Jorge García Usta y la tribu errante del poeta del Sinú

Quince años después de su muerte, las convicciones de Jorge García Usta siguen intactas y se anticiparon a muchas de las cosas que viviríamos.

Jorge García Usta y la tribu errante del poeta del Sinú

Jorge García Usta falleció el 25 de diciembre de 2005 en Cartagena.//Foto: Archivo El Universal.

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Es que una mañana nos miramos todos en el espejo y despertamos envejecidos. Y fue que en un parpadeo se nos fue la vida. Y la de nuestros amigos. El domingo 25 de diciembre de 2005 se nos fue Jorge García Usta, tenía 45 años y era ya no solo uno de los mejores periodistas y escritores del país, sino un investigador y uno de los inigualables gestores culturales que haya podido conocer.

Jorge se fue temprano, era un tren desaforado en la escritura, en descifrar el mundo Caribe que le tocó vivir, y supo desde sus 19 años que tenía la vida limitada para tantos sueños juntos. Una tarde le pregunté por qué tenía ese rigor espartano para todo lo que hacía y siempre con esa prisa, como si no le alcanzara la vida para llevar la gigantesca aventura de pensar, escribir y poetizar. Y me respondió, con la sonrisa de quien ha pensado mucho lo que me iba a decir: “Mire, profesor —hizo una pausa ceremonial, mirándome a los ojos—, usted sabe muy bien que lo más seguro que uno tiene es la muerte. Así que hay que estar muy activos antes de que llegue. Y no darle motivos”. Jorge publicaba dos y tres libros simultáneamente, libros a los que consagraba todo su tiempo: los trabajaba con el mismo rigor de sus abuelos artesanos de Damasco. (Lea también: García Usta, escritor de un Caribe árabe)

Noticias desde otra orilla

En su primer poemario, Noticias desde otra orilla (1985), publicado a sus 25 años, están las claves del universo personal que irá depurando en sus cuatro poemarios posteriores: el solo nombre orilla alude lo innombrado, lo escamoteado, lo invisible, lo anónimo, lo despreciado. Desde esa orilla -paisaje fluvial y oceánico, Ciénaga de Oro, río Sinú y Cartagena, esquina barrial y plaza pública-, el poeta establece, en 37 poemas, un diálogo con su aldea y el mundo. Bajo el influjo de Whitman, César Vallejo, Neruda, Edgar Lee Masters, Rojas Herazo, Luis Carlos López, García Usta logra que su patio dialogue con el mundo. Zoe García se convierte en la metáfora ancestral de su compañía esencial, en la soledad, en el dolor y en el augurio de la siembra, la fiesta, el gozo y el duelo. Zoe es la presencia mítica del amor, no como experiencia solitaria, sino como expresión del ser sobre la tierra.

Desde ese libro inicial, García Usta funda un lenguaje poético sobre lo marginal y comienza a recuperar la memoria colectiva y ancestral, se sumerge con pasión en la historia no contada del Sinú y del Caribe. Su tarea poliforme y abisal es la de un cronista que junta, con devoción, las piezas dispersas de un naufragio, como un artesano insomne que talla la madera para encontrar la veta de luz que se ha escapado de la caricia y la intuición del alfarero. Al mirar el retrato de Bolívar, siente el pálpito: la historia colectiva es una colcha de retazos, como arco iris destejidos por el tiempo: “...y todo está por hacer, fuera de tu retrato”, (Bolívar) en Noticias desde otra orilla. Su espíritu sale al encuentro con los héroes invisibles, a buscar la sombra de los ancestros en el “fulgor de los escombros”, en la heredad de los baúles sin tapa, en la caída de la sequía, “en los dulces epitafios en el borde del verano”, pero su voz es, a su vez, plegaria, ofrenda, grito, rebelión y dolorosa esperanza en las tierras baldías.

Él afina el oro de sus sílabas en el agua y en el barro, lo hace con la misma pasión con la que se sumerge a investigar la historia de la inmigración árabe en América, la génesis creadora de García Márquez en su periodo de Cartagena, la historia invisible de los juglares del Caribe, la fundación de las barriadas populares en el suroriente cartagenero. Su vocación insaciable como reportero lo lleva a conocer las encrucijadas sociales, políticas, ambientales, culturales de la ciudad y la región Caribe. Algunas de estas vivencias se traducirán en crónicas, columnas de opinión, ensayos, poemas. Algunas de estas vivencias nutrirán su segundo poemario, Libro de las crónicas (1989), mención en el Premio Nacional de poesía en la Universidad de Antioquia, en 1987. Un “nuevo realismo poético”, según el crítico Ariel Castillo, recorre estos 32 poemas, que perfilan algunas fuentes tutelares del poemario anterior hay en esta crónica lírica, una necesidad de narrar, contar, revelar, transmitir, documentar, celebrar, recordar, reflexionar: entre la oda y la elegía, la canción y la crónica, el poema nombra un reino múltiple de seres invisibles y míticos, cotidianos y legendarios desde el Sinú, Grecia, España, Italia, Cuba, París, México, Portugal y la ciénaga de la Virgen, en Cartagena de Indias. Junto a Homero, Chano pozo, Juan Rulfo, Joan Manuel Serrat, Paul Klee, Gauguin, Góngora, Fucik, Miguel Hernández, César Vallejo, Fernando Pessoa, Claudia Cardinale, entre otros.

El tercer poemario: El reino errante. Poemas de la emigración y el mundo árabes (1991) es una travesía histórica desde 1887 hasta 1974, en 32 poemas en donde las voces de los inmigrantes árabes crean la epifanía del arribo y el arraigo. Las voces recuerdan el tono de la Antología del Spoom River, de Edgar Lee Masters. Se inicia con La salida, en el campo de Damasco o Beirut (1887). El viajero árabe intuye que hay otro mundo más allá de él, otras tierras “donde ya no cabe más soledad”, pregona “la fe de los limones y el designio de los creyentes”. Y reclama escuchar la voz del padre antes de emprender el viaje y concluir que “llevaremos lo que, ahora somos: una maleta, cuatro cuerpos y memorias”. El poeta descifra los dos mundos culturales con un prodigioso manejo de la metáfora paradojal: En Bechara Chalela narra la entrada al Sinú (1910), precisa que, al llegar a las nuevas tierras, vieron un río que “era un dios servicial”, y los indios desnudos en las prieturas del mundo nos daban de beber las filosofías del cáñamo, el habla de un maíz antiguo, como la disciplina del desierto”. Descubren un nuevo sentido de la vida y de lo festivo, como en el poema Samir Saer mira bailar en las Antillas (1915): “Si la noche está herida, bailan. Si el caimán se aloca, bailan. Si el río agoniza, bailan. Bailan porque el mar y porque la muerte”. La nostalgia se enriquecerá con los hallazgos del arribo: “Cada hombre pagará las lunas de la errancia”, revelarán las Cábalas de Yulema Yidi, para comprobar que, luego de dejar el desierto, la soledad de las tierras ha quedado sembrada dentro de cada uno. El retrato magistral del poema Balada de Teresa Dáger es certero en sus imágenes y en sus exactitudes: “Teresa Dáger sueña sola en el piso 15 rodeada de zafiros derrotados”. Ella es “mitad cedro, mitad canoa”, y “solo piensa en ese arriero de Aleppo que el 7 de agosto de 1925 la miró con ganas y en silencio, tres segundos antes de que su padre la enviara al destierro de la trastienda”. (Lea también: El Reino Errante de García Usta, cobró vida en el Hay Festival Cartagena).

Epílogo

En este año de la peste y los huracanes, releí toda la obra poética de Jorge García Usta y algunos de sus reportajes e investigaciones y recordé que el 13 de enero de 2020 se cumplieron los sesenta años de su natalicio. Entre aquel miércoles de su nacimiento, en 1960, hasta el domingo de su muerte, en 2005, transcurrieron 45 años, y desde aquel domingo hasta hoy, quince años de su partida. Todo me parece increíble, porque sigo encontrándome con Jorge en los laberintos del sueño, en mis papeles guardados en cajas de plástico en los que aún conservo tarjetas firmadas por él, libros autografiados y una copia de una carta de amor a su esposa Rocío García, transmutada en Zoe, musa de toda su poesía. Las convicciones de Jorge siguen intactas, se anticiparon a muchas de las cosas que viviríamos y mantienen su luminosa y perdurable vigencia.

Jorge, el nieto de un artesano de Damasco, nos recuerda que “una amistad de patio grande supera mil iglesias y otras tantas comisarías” y, a vez, “una mujer desnuda destruye toda sombra” (Crónica de César Vallejo), una sensibilidad intuitiva de los universos herméticos de la tribu errante, que percibe “en la belleza estruendosa, una música desamparada”, que descubre el “origen del venado y la piedra” al estrechar una mano; una criatura que descifra “la memoria, esa amorosa quema de fronteras”, que escucha como otra forma de la eternidad “el grito de nuestros caballos interiores” y encuentra en la música otra manera festiva de vencer a la muerte.

Mire, profesor

—hizo una pausa ceremonial, mirándome a los ojos—, usted sabe muy bien que lo más seguro que uno tiene es la muerte”.

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