La voz torrencial y enérgica de Manuel Zapata Olivella me sacude del letargo ardiente del verano en 1987, y me dice que pasará al mediodía por la sede del diario El Universal, en la calle San Juan de Dios. Mientras sube con sus pasos firmes y decididos por la escalera de la madera de la vieja sede donde trajo al muchacho García Márquez para que trabajara en el periódico naciente, Zapata saluda a todo el mundo, incluso a la gente que no conoce. El timbre grave de su voz es inconfundible, como su ancha y contagiosa sonrisa, y sus patillas enfáticas que recuerdan al general Padilla o a algunos de los precursores de nuestra Independencia. (Lea aquí: Premio Manuel Zapata Olivella a la creación plástica y visual)
Zapata Olivella ríe a carcajadas batientes cuando algo le toca su profundo sentido del humor, su sensibilidad y su temple de humanista. Es una criatura memoriosa que ha consagrado su vida a escuchar a los que no tienen voz en este país. Ha escuchado a los iletrados de las ciénagas y del valle del Sinú para escribir Tradición oral y conducta en Córdoba. (1972). Y se fue a vivir con ellos para inventariar con sabiduría una memoria perdida con más de cuatrocientos años de historia bajo las aguas de Sinú. Pero así ha escrito todo: escuchando a sus ancestros.
Para escribir su novela épica Changó el gran putas (1983), tuvo que recorrer las aldeas africanas y adentrarse desnudo en el antiguo puerto, de donde salieron los africanos que serían esclavizados en América. Esa madrugada lloró con ellos e imploró por la heredad de su cultura fundacional en el mundo y por la libertad de sus espíritus. Para escribir Chambacú, corral de negros (1962), vivió donde sus tías, que tenían su casa en Chambacú, y escribió esta primera novela urbana de Cartagena, con sus conflictos sociales y raciales. Para escribir Tierra mojada (1947), su primera novela a sus 27 años, prologada por Ciro Alegría, recorrió todo el Sinú con el fin de conocer a fondo el drama social de los desposeídos de las tierras sembradas de arroz y el conflicto con los terratenientes. Para escribir su novela En Chimá nace un santo (1963) estudió la milagrería mágico-religiosa de esta región sinuana y las supersticiones heredadas del mundo indígena y europeo. Para narrar su espléndida crónica China 6 a. m. (1954), viajó a la China en 1952 como invitado a la Conferencia de Paz de los Pueblos del Asia y del Pacífico, en Beijing en 1952. Y, al regresar a Colombia, fue perseguido y acusado de traidor a la patria, declarado comunista y subversivo y encarcelado durante tres días.
Para escribir el relato autobiográfico He visto la noche. Las raíces de la furia negra (1952) tuvo que cruzar la frontera con México para entrar clandestinamente a los Estados Unidos, luego de que le negaran la visa. Allí se encontró con Langston Hugues, quien le prestó su cama para que durmiera y le tocó el pecho para saber que no era un fantasma cuando le confesó que deseaba escribir la novela total sobre la epopeya de los africanos no solo en los Estados Unidos sino en América, allí descifró en la cotidianidad, con su visión de agudo e insaciable rastreador de secretos, el palpitante universo social y cultural de Harlem, siempre intuyendo y escuchando el llamado de sus ancestros africanos en las voces de líderes sociales, poetas y pensadores como Franz Fanon, Aimé Césaire, Léopold Sédar Senghor, Leon Damas, entre otros. Para escribir su ensayo El hombre colombiano (1974), recorrió muy joven el país, a pie, en sus cuatro puntos cardinales, el Caribe, el Pacífico, la Zona Andina y el resto de la nación, en canoa, en barco, en bus, ascendiendo serranías, valles, remontando ríos y cruzando montañas. Una aventura que continuó por Centroamérica, México y EE. UU. Nadie emprendió esa travesía tan intensa y desmesurada antes de ese hombre que ahora subía por las escaleras con su voz, que resonaba como un mar al amanecer. Para escribir sus memorias de viaje y la decantación de su pensamiento americanista y la síntesis de su cosmovisión del universo africano en América, tuvo que encarnar cada metáfora y cada pensamiento que escribía en ¡Levántate mulato! Por mi raza hablará el espíritu (1987), que abarca desde sus ancestros, bajo el influjo de los tótems, el ancestro amurallado, la Cartagena mulata, la aventura científica, la huella del trashumante, la experiencia en Harlem y Estados Unidos, la medicina ritual y el llamado de los ancestros. Esas memorias abrieron el sendero para la creación de otros libros en los que amplió la visión de su pensamiento en ensayos que lo erigen como el más grande pensador del siglo XX en Colombia. Esos libros son Las claves mágicas de América (1987), Nuestra voz. Aportes al habla popular latinoamericana al idioma español (1987), La rebelión de los genes. El mestizaje americano en la sociedad futura (1997), El árbol brujo de la libertad. Ensayo histórico mítico (2002). En estos libros se descifra la filosofía africana y su vigente e insoslayable aporte a la cultura Occidental.
No se podrán comprender las raíces de la cultura Occidental sin empezar por África. Es increíble cómo Zapata Olivella, además de escribir estos ensayos de gran lucidez y sabiduría, escribió además un libro de cuentos para niños: Fábulas de Tamalameque. Los animales hablan de paz (1990), muy oportuno para los tiempos que vivimos. Y para escribirlos tuvo que escucharlos en las voces de los mayores recorriendo los pueblos del Cesar, como médico e investigador. También nos sorprendió con una novela insólita y magistral: Hemingway, el cazador de la muerte (1993), un monólogo que plantea la tesis de que un depredador de animales, como el escritor norteamericano Ernest Hemingway, que se pasó de safari en safari matando leones, tigres y búfalos, es en esencia, un depredador de sí mismo, por lo tanto, un suicida, como finalmente terminó su vida el escritor cazador, disparándose en el paladar. En esa novela, Zapata Olivella regresa a Kenia y a los escenarios de su viaje a África para la investigación y escritura de Changó. (También le puede interesar: Homenaje a los 100 años del natalicio de Manuel Zapata Olivella)
En esta monumental reedición de toda su obra narrativa, ensayística y dramatúrgica,también se destacan sus relatos de Pasión vagabunda (1948), sus obras teatrales Hotel de vagabundos (1954), Los pasos del indio (1958), Caronte liberado (1959), su novela La calle 10 (1960), Cuentos de muerte y libertad (1961), la novela Detrás del rostro (1962), El galeón sumergido (1962), ¿Quién le dio el fusil a Oswald? y otros cuentos (1967), El fusilamiento del diablo (1986), y la compilación de Ensayos, artículos, entrevistas. Queda inédita aún su novela Itzao, el inmortal, que culminó poco antes de morir y cuya edición preparan sus herederos probablemente para 2021.
Las manos anchas de Manuel Zapata Olivella me saludan en el umbral de la sala de redacción de El Universal. “Vamos a almorzar”, me dice. Es increíble que este gigante de las letras y el pensamiento en el Caribe y el país tenga tiempo para todo, hasta para sacar a un joven periodista de la sala de redacción e invitarlo a almorzar, con la sencillez y la humanidad de un escritor que no se ufana por nada. Pero él es así: su revista Letras Nacionales fue la interlocutora de los nuevos talentos literarios de todas las regiones de Colombia.
A Zapata Olivella le encanta comer en los almorzaderos del Centro amurallado. Se detiene en las palanganas de las palenqueras y las saluda con entrañable efusividad y con la alegría de un hermano. Saca un par de guineos y los guarda en una bolsita. Almorzaremos una comida casera, corriente, con sopa, carne, lentejas y verduras. Y él añadirá en nuestro plato ese guineo que él dejará para el final. Y en el camino se ha tropezado con su amigo, el Capi Zúñiga, y también lo ha invitado a almorzar. (Lea también: Taller Manuel Zapata Olivella de periodismo cultural y narrativo)
La muchacha mulata que nos atiende en el almuerzo -la semana pasada tenía un enorme afro que parecía unos helechos cayendo hasta sus hombros- ahora tiene los cabellos alisados y cortados, como hebras que quedan bailoteando sin tocar sus hombros. Zapata Olivella la ha mirado con perplejidad: ¿Qué hiciste con ese hermoso afro? Manuel le ha susurrado de pie que la belleza no tiene por qué homogeneizarse. Así, con su afro, lucía con un encanto propio, pero se ha alisado el cabello para parecerse a alguien que no es ella. Manuel se ha sentado a la mesa suspirando y le ha dicho que espera regresar para ver su afro recuperado.
La vida me dio el privilegio de viajar junto a Zapata Olivella desde Cartagena a Bogotá y Bogotá a La Habana, en un homenaje a Colombia en Cuba. Estuve siempre a su lado en el avión y, al descender a La Habana, en el hotel donde nos hospedamos, él quedó en la habitación de al lado, así que desayunábamos, almorzábamos y cenábamos juntos. En esa cercanía le conté que una vez él viajó con Honorio, mi padre, a Bogotá y él lo llevó a conocer el otro lado de la ciudad y la profunda pobreza de sus barriadas a 2.600 metros sobre el nivel del mar.
Zapata Olivella acaba de ser reivindicado en su inmensa grandeza como novelista, médico, antropólogo, folclorista, ensayista e investigador, gracias a esta reedición de sus libros, cuyo impulsador fue el historiador Darío Henao, decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Valle, con el aval del Ministerio de Cultura. En esta hazaña editorial de tres años participaron la Universidad de Cartagena (Alfonso Múnera), la Universidad de Córdoba (Mauricio Burgos Altamiranda), la Universidad del Valle (Luis Carlos Castillo Gómez), la Universidad Tecnológica de Pereira (César Valencia Solanilla), pero, además, el apoyo incondicional de Harlem, hija de Manuel Zapata Olivella; sus nietos Karib y Manuela, hijos de Edelma, fallecida, y Gustavo Gómez, su esposo.
No hay duda de que Zapata Olivella, el más grande pensador colombiano del siglo XX, con toda la vastísima obra literaria y ensayística que nos dejó, hubiera merecido el Premio Nobel de Literatura. Es la oportunidad de leer toda su obra. Y sentir que estamos ante la magnitud de un gigante iluminado.
Manuel recoge las conchas del guineo. Se despide con una sonrisa de la muchacha que nos atendió. Su ancha sonrisa es más que una sonrisa. Es la gracia de su espíritu, la dignidad del guerrero, la nobleza del guardián de los ancestros. Él susurra esta frase que he dicho almorzando. Me dice: Es mi segundo bautizo: Guardián de los ancestros.


