Eran las únicas mujeres que en Cartagena vivían de sus propias lágrimas. Todo el mundo las conocía como plañideras de velorio. Además de rezar, eran contratadas por horas para llorar en los entierros, consolar a los deudos y estar en las nueve noches de velorio.
Estas mujeres delgadas, de apariencia frágil, como unas varillas forradas en un luto eterno, se volvieron célebres por llorar muertos ajenos. Llevaban siempre un pañuelo desteñido por tantas lágrimas derramadas, un rosario, una Biblia de cuero y un abanico con santos y vírgenes pintados. Se empolvaban demasiado en lo alto de sus senos y guardaban una carterita de cuero, un monedero en el sostén.
Ellas solas eran el presagio de que en cualquier momento ocurriría una mala hora en la ciudad, tenían un aire de irremediable fatalidad, un olor a incienso, a Semana Santa. Verlas caminar juntas con esos vestidos largos de huérfanas, era como quien está a punto de llamar un carro mortuorio. Fueron muy famosas tres hermanas que vivían en el barrio Pekín y se alquilaban para llorar. En su sala de pobres estaba el corazón llameante del Sagrado Corazón de Jesús. La gente tocaba a su puerta para solicitar el servicio de lágrimas. En esas mujeres tristes y solícitas del día y de la noche he pensado por estos días de la peste, ya ellas se hubieran enriquecido con tantos muertos en la ciudad, incluso llorando en los portales virtuales. De los llorados semanales de muertos que había en Cartagena, las plañideras se rebuscaban para mantenerse en una casa pequeña, al pie de la muralla, sintiendo el mar tan cerca cuyos vientos salados oxidaban todos los metales y marchitaban todas las flores.
Las únicas flores que resistían esos vientos del mar eran las uvitas de playa y los altos cocoteros que resistían las tempestades y los mares de leva, “el mar picao”, según los cartageneros. Las malas lenguas decían al ver a las plañideras: “Son lo más parecido a los goleros, viven de la muerte y de la carroña de la muerte”. Cada vez que vemos a las plañideras, nos acordamos de que cada cual tiene su golero detrás de la oreja. Las tres hermanas que vivían de este singular y tradicional oficio se distribuían la tarea en los velorios.
La misión de llorar difuntos ajenos era un antiguo oficio heredado de las “endechaderas”, así se llamaban en la España del siglo XVI, y están nombradas en la novela de Cervantes, en Don Quijote, mujeres que iban de pueblo en pueblo prestando su servicio. Muchas de ellas, dice el novelista, perdieron sus ojos de tanto llorar duelos ajenos. Las de Cartagena, aludidas en una crónica de Alberto Lemaitre, eran unas muchachas serviciales, cuyos nombres he olvidado con el paso del tiempo. Pero no estaré tranquilo hasta saberlo. Solo pude comprobar que fue un oficio que se ejerció a lo largo del siglo XX y aún hasta hace poco, en este siglo XXI, las plañideras se convirtieron en las rezanderas que acuden todos los días a los cementerios de la ciudad a ofrecer sus servicios para acompañar a las familias. Algunas se rebuscan vendiendo coronas mortuorias en la puerta de los cementerios. Tienen una complicidad con los sepultureros, con las funerarias y con los vendedores de pompas fúnebres.
Esas plañideras se multiplicaron en el Sinú de mi infancia y en los pueblos de las sabanas de Córdoba y Sucre y con ellas siempre existieron los eternos contadores de cuentos de velorio. Hasta hace poco, en 2013, conocí a Pedro Miranda ‘El Niño’, en Palenque, quien recorre toda la zona de Mahates y se alquila para llorar vestido de mujer, es tal vez el único hombre que ofrece ese servicio, me lo presentó Guillermo Valencia Hernández y pudimos conversar en el velorio de Graciela Salgado “Batata”. Si hay algo que le indigna a Pedro Miranda es que le pregunten cuánto vale una hora de lágrimas. Él no llora muertos que no conoce. Él solo canta, reza y baila en el lumbalú palenquero o en los velorios de los pueblos, antiguas aldeas de cimarrones.
Pero las tres mujeres de esta crónica sí tenían un precio por llorar y tenían sus tarifas. Una de ellas empezaba rezando en los velorios. Las lágrimas graduales empezaban a derramarse hasta volverse incontenibles. La segunda se abrazaba a la primera y a la tercera de las hermanas, y las tres empezaban a llorar, un inicio de la escena lacrimógena.
La primera empezaba su llanto inconsolable. El turno para la segunda no era solo llorar, sino entrar en la zona de los ataques junto al ataúd. Llorar y jalarse los cabellos hasta quedar derribada, todo bien calculado, para no fracturarse la cadera. La tercera ya estaba adiestrada para llorar con gritos y desmayarse ante todos. El ataque y la desmayada costaba más, por el riesgo de algún accidente. Una de ellas terminó quebrándose una costilla en una desmayada. Flacas y solteras las tres, envejecieron en su oficio de llorar, con sus cabellos de un negro apagado y cenizo, hasta que el alcalde de la ciudad sacó a todos los que vivían en los tres barrios junto a la muralla: Pekín, Boquetillo y Pueblo Nuevo, los primeros barrios de invasión en Cartagena, que se crearon junto a la muralla. Y las plañideras se fueron para Canapote, el barro elegido para el traslado de estas comunidades, y les perdimos el rastro. Dejaron un legado de plañideras en Cartagena en las barriadas. Mujeres rezanderas asiduas del Cristo de la Expiración de todos los lunes en la iglesia de Santo Domingo.
Los que contrataban a estas mujeres jamás les pagaban delante de los que estaban en el velorio. Entraban discretamente en un cuarto de la casa, o al patio, y allí les cancelaban el servicio. A veces, regateaban el precio de las lágrimas, de los ataques y las desmayadas. O ellas mismas pedían otra hora más de lágrimas para rendir la cuota tarifaria. Junto a las plañideras también existió un singular servicio, el de contratar a un cobrador de deudas, una especie de mujer grandota y corajuda como la Carioca, que cobraba en plena calle y nombraba a los morosos con su voz de trueno sin importar con quién estaban, era la imprudencia efectiva de la cobradora de deudas a voz en cuello para que todo el mundo lo supiera.
He vuelto a recordar a estas raras y conmovedoras mujeres que se alquilaban para llorar duelos ajenos, convertidas hoy en personajes novelescos y teatrales, y figuras de los nuevos contadores de historias en Cartagena y en todo el Caribe. Intento imaginar cómo serían las lágrimas que aquellas tres mujeres de Pekín derramarían para sus propios duelos. No alcanzaría un ejército de plañideras para despedir a tanta gente maravillosa que se ha ido en estos días de lluvias como lágrimas que caen del cielo.