Nereo López no estuvo quieto en ningún momento de su vida. Hasta poco antes de cumplir sus 95 años, en Nueva York, seguía soñando con hacer fotografías, soñaba en blanco y negro y a color, imaginando escenas que aún deseaba atrapar con sus pupilar incesantes.
Murió serenamente mientras conversaba con su hija Liza, el martes 25 de agosto de 2015.
Este 1 de septiembre cumpliría cien años.
Días antes ya presentía que su final se había prolongado y deseaba descansar, y le dijo a su hija que su voluntad era que arrojaran sus cenizas a un río o al mar. Le especificó que ojalá en una corriente en movimiento de agua, porque su deseo era seguir viajando más allá de la muerte. Y viajando ha seguido Nereo desde que sus padres eligieron ese nombre griego que lo signó a un destino mítico. Como el dios griego de las olas del mar, Nereo nació en Cartagena de Indias y sus cenizas fueron arrojadas al atardecer al río Hudson por su hija Liza y tres amigos cercanos a su padre.

“No tengo recuerdos de infancia con mi padre”, dice Liza López, una de sus hijas. Su padre tuvo cuatro hijos con dos uniones. Liza es hermana de Carmen Isabel, de uno de sus matrimonios. Las dos hermanas son reconocidas y destacadas médicas egresadas y becadas en la Universidad de La Habana. Mientras Liza se especializó en Anestesióloga, su hermana es Intensivista Neonatal.
“Mi madre se cansó de mi padre porque pasaba recorriendo todo el país con su cámara en la mano, captando las historias de todas las fiestas del país. A veces duraba cuatro y cinco meses en esa travesía. No tengo recuerdos de esa infancia con él, porque fue un padre ausente. Pero, pese a ello, fue un padre responsable. Siempre estaba pendiente de nosotros. Para mis quince años se presentó a mi casa y nos invitó a recorrer, junto a mamá, la vida nocturna de Bogotá. Después de eso, nuestra relación fue siempre activa y frecuente hasta el final. Mi padre era un hombre muy disciplinado, organizado y cálido al mismo tiempo. Era protector, pero exigente. Cuando llegaba de viaje, nos buscaba para salir los fines de semana. Recuerdo que cuando yo regresé de La Habana a Colombia graduada como médica, nos vimos y en la conversación dije varias veces la palabra vaina. Mi padre se me acercó y me dijo: ‘Mi amor, ¿cómo puedo comprender que hayas venido graduada de Cuba y no tengas un buen vocabulario? Desde ese día, la palabra vaina desapareció de mi diccionario cotidiano. Aprendí de él a cruzar las avenidas y las calles respetando los semáforos y a seguir respetando las cebras. Veo a mi padre cuidando de sus carpetas de fotos y recortes de prensa desde 1952 hasta poco antes de morir. Era muy cuidadoso con su memoria audiovisual. Creo que su longevidad se debía a que comía despacio, lentamente, saboreando los alimentos y, en especial, los chocolates... eran su debilidad. Alcanzó a ver dos ejemplares de su libro Saber ver, que reúne más de setenta años de su fotografía. Ya estaba muy frágil. Viajé a las 11 de la noche desde Bogotá a Nueva York el 24 de agosto y llegué a las 5 de la madrugada. Me fui directamente del aeropuerto al Centro de Rehabilitación Isabella, donde estaba hospitalizado. Me dijo: ‘Mi amor, llegaste’. Lo abracé. Estaba muy cansado, había tenido visitas de vecinos, pero ya se quería ir.
“Yo me había casado en Suecia el 8 de agosto y mi padre aún seguía pensando en fotografías. ‘Tengo que hacerte el álbum del matrimonio, mi amor’. Le sobaba los brazos. A veces hablaba y cerraba sus ojos. ‘¿Te estás yendo, papá?’, le pregunté. Me dijo: ‘Estoy aquí, pero ya no veo nada’. Sentí que mi padre había empezado a entrar en ese túnel enigmático que dicen entran los que van a partir. Le dije: ‘No estás solo, papá’. Me acordé que mis hermanos que se habían resentido con él por su ausencia y en algún momento de su resentimiento dijeron en casa: ‘Él morirá solo’. Entonces le dije: ‘No estás solito, papá’. Ya no me contestó. Su respiración se fue apagando. Se quedó quietecito en una paz serena, como si se hubiera dormido. Y yo seguí junto a él, hablándole, llorando, pero su paz me transmitía a mí, una profunda paz interior. Cuando llegó la enfermera me preguntó si había muerto, y ya había transcurrido una hora después de su muerte y yo seguía allí, como si no hubiera ocurrido”.
“Me preguntaron algunos amigos y conocidos si iba a hacer una ceremonia con las cenizas de mi padre. En verdad, hicimos un acto muy sencillo, con tres personas más y yo.
“Buscamos un punto del río Hudson. Pisamos las piedras buscando el caudal. Nos agachamos y arrojamos las cenizas mientras le hablábamos. ‘Padre, aquí estoy contigo. He venido a cumplir tu deseo para que sigas viajando. Las aguas están movidas, como tú querías. Fluyen ahora con más fuerza con tus cenizas’. Fue un acto muy íntimo.
“Después se presentó el libro de manera póstuma en Cartagena, y yo llamé a mis hermanos para que estuvieran presentes. En Barranquilla fuimos a La Cueva y yo les iba explicando que esas fotos que están allí en la fototeca las había tomado nuestro padre”.
Nereo fue la memoria de las fiestas populares de Colombia en sus cuatro puntos cardinales, recorrió el río Magdalena y retrató a los personajes populares y célebres de la cultura del Caribe y de Colombia. Participó como actor y artista en el primer experimento cinematográfico del cortometraje de ‘La langosta azul’ en 1954. Las noches geniales de la bohemia en La Cueva, con Alejandro Obregón, Álvaro Cepeda Samudio y Cecilia Porras, fueron captadas por él. Y los episodios memorables de esa legión humana y artística que se llamó el Grupo de Barranquilla, con Cepeda Samudio, García Márquez, Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor, Orlando Rivera “Figurita”, entre otros. Los amaneceres de cacería en la ciénaga con Obregón, Cepeda, Eduardo Vilá y el mismo Nereo quedaron eternizados en sus imágenes, como fragmentos de la historia artística del Caribe y del país.
Con Manuel Zapata Olivella y Rafael Escalona, recorrió el Valle de Upar tras los juglares. Fue reportero gráfico de la revista Life y O Cruzeiro. Fue el fotógrafo que acompañó a García Márquez a recibir el Premio Nobel en Estocolmo. Recorrió los rincones más recónditos de La Guajira y Amazonas. Navegó todo el río Magdalena en buques de vapor. Creó una técnica artística fotográfica: la Transfografía, en la que elegía un detalle del conjunto para crear una nueva fotografía. Expuso y dictó conferencias sobre fotografía en la Universidad de Harvard y en la State University de Nueva York. Recibió la Orden de Boyacá por su trayectoria artística. Es autor de las series reunidas en libros: ‘El hombre de cada día’ (1964), ‘Los que esperan y su imagen’ (1965), ‘Colombia, un país de América’ (1969), ‘Toros desde la barrera’ (1980), un libro aún inédito sobre el río Magdalena, en el que García Márquez le había ofrecido como prólogo su columna ‘El río de nuestra vida’. Su archivo abarca 125.000 negativos, nos precisa Liza López, su hija.
El libro ‘Nereo: saber ver’, una iniciativa espléndida llevada a cabo por José Antonio Carbonell, Jaime Abello Banfi y Antonio Celia Martínez Aparicio, sintetiza medio millar de imágenes de la travesía artística de Nereo López en Colombia y el mundo. Al ver el libro, Nereo sonrió y dijo suavemente: “Puedo irme tranquilo”.
Nereo López fue una criatura vitalista con una memoria prodigiosa y lúcida hasta el final de su vida, conversador con gran sentido del humor, bailarín y viajero y uno de los más ingeniosos y creativos artistas de la imagen que ha dado Colombia. En sus archivos secretos tenía más de doscientas fotografías de mujeres que le habían posaron desnuda y él nunca se atrevió a publicar ese bello libro artístico para no tener que dar explicaciones a hijos, nietos o bisnietos. Porque el arte no tiene que dar explicaciones.
Así lo creía y sentía él.

