Por: José Luis Garcés González - Especial para El Universal
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Es amable, es risueño el hombre. Tiene ojo de águila. Es un ojo alerta. Mira desde el fondo y hacia el fondo. El hombre observa fijo, no despabila. Como indagando. Escuchando e indagando. Véalo bien: es un poseedor del don de la música y de diez artes más, oriundo de San Jacinto, Bolívar, pueblo con historia recostado en las faldas de los Montes de María, tierra fértil para muchas cosas, universo de gente de mano mágica, que da hasta para organizar un Festival del pensamiento. Estoy con Adolfo Pacheco Anillo, el autor de La Hamaca Grande, canción canónica de la música de acordeón, que en las postrimerías de 2019 cumplió cincuenta años de creada.
En este abril de sol y de amistad, cuando comienzo la primera charla con él, lleva su gorra tradicional: azul bronce, azul un poco indescifrable. Viste una guayabera crema, manga larga, algo arrugada. Y un pantalón también crema, holgado. Bebe, de cuando en cuando, unos tragos de un vino tinto español, que dice gustarle mucho, aunque advierte que por cuestiones de salud no es aficionado al alcohol. En la copa flotan dos terrones de hielo, y alguien le dice que así no se toma el vino. Y él responde que así lo toma él. Y bebe y saborea un trago. Y zanja de manera amable una posible discusión. (Le puede interesar: Al gran Adolfo Pacheco lo pintaron sin pincel y sin paleta)
Nuestra charla fue zigzagueante, nos acercamos y nos alejamos del tiempo; él recordaba de súbito un episodio, interrumpía la conversación que llevaba, y lo contaba; luego, retornaba al tema que había abandonado. Su anecdotario es prolífico y había que aprovechar las sorpresivas erupciones de la memoria. Así que no se alarme el lector si detecta sinuosidades en la narración. No olvidemos que ya las tuvo El Quijote.
Al principio, hablamos sentados. Pródigo de palabra el hombre. No tiene pose y no se las da de difícil. Fácil de dicción, no escatima respuesta. Adolfo es un hombre estructurado, que ha leído, que tiene un título universitario, no es cualquier improvisado. No le cayó de súbito el zarzo de la inspiración. En él se dan la mano la musa y el trabajo creativo. Sonríe. Y mira a fondo, como buscando contestación. Cuando, hablando, codo a codo, le pregunté cómo se definía, quién era, me contestó que era “del viejo y del joven, del ignorante y del sabio, soy del pueblo, de la nación”. No se lo dije, pero esa respuesta me trajo a la memoria algunos versos de Walt Whitman. Del viejo caminante que, mientras se entregaba a los otros, se cantaba a sí mismo.
¿De dónde procede una vocación? ¿Cómo se interpreta la decisión de una persona de optar contra viento y marea, de forma empecinada, por una práctica, por un oficio, por una profesión? Le hago la pregunta. Él no demora en responder. “Mi mamá, que le gustaba cantar y que para mí era una cantante sin orquesta, y mi abuelo, me pusieron a aprender poemas y canciones desde muy pequeño. Creo que la primera canción la comencé a componer a los seis años, pero nunca la he terminado. A mí, entre tantas otras cosas, me gustaba la música. Cuando llegaban los conjuntos al pueblo, yo me iba a verlos tocar. Recuerdo que papá tenía un bar llamado El Gurrufero, y allí muchos músicos, cuando se les agotaba la plata, dejaban empeñados sus instrumentos. Y yo, con permiso de mamá, tocaba el redoblante o la violina. Ah, antes debo decir que yo fui redoblantero a los seis años, y el hecho se dio porque a la banda de músicos de San Jacinto se le había enfermado el que tocaba ese instrumento, y no encontraban a nadie. Entonces, el alcalde supo que yo, aunque aún pequeño, tocaba el redoblante, y dio la orden: vayan y tráiganlo, y si no viene a las buenas le mando una orden de captura. Imagínense, todos ya adultos y yo pelaíto dándole con fuerza al redoblante. Fue mi primer contacto, digamos oficial, con la música. Pero mamá, que era una mujer blanca de ojos azules, murió y entonces quedé con papá y con su idea de que yo tenía que ser abogado. Papá que fue en gran parte papá y mamá, porque yo era el menor”.
“Ahora, esto de la música no fue tan fácil para mí, y eso es lo que alguna gente no sabe. Además del desacuerdo con mi papá, cuando yo empecé a salir con Andrés Landero por pueblos pequeños y caseríos, se burlaban de mí. Mis compañeros de esa época eran, además de Landero, Nasser Sir, Nelson Díaz y el compadre Ramón Vargas, el mismo que menciono en los primeros versos de La Hamaca Grande. Hasta gente de mi familia se mofaba de mi condición de músico, imagínate. Recuerdo que Dimas Solano, el jefe político de mi papá, hacía sorna conmigo y decía: “Ay, Miguel Pacheco, Los Beatles triunfando en Londres, en Paris, en el Japón y tu hijo Adolfo tocando en el Algarrobo, ay hombe”. Cuando alguien, que tenía meses de no verme, preguntaba por mí, algunos parientes le respondían: “Por ahí anda, oliéndole el trasero a Landero”. Eso a mí me humillaba, lo sentía en el alma, pero no me hacía desistir de la música”.
“Aunque mi papá tocaba la gaita y el tambor e hizo parte del conjunto de Toño Fernández, con quien cultivó una larga amistad, con mi viejo tuve algunas contradicciones por ese tema. ¿Qué hijo no las ha tenido? Él, cuando crecí, quería que yo fuera un jurista, y ya me imaginaba con un bufete atendiendo clientes o en un buró con una toga dictando sentencias. También quería que yo fuera congresista, y deliraba escuchándome los discursos que yo iría a pronunciar en Bogotá. Pero a mí me hervían muchas cosas por dentro, quería abarcar el absoluto. Yo deseaba ser músico, pero también quería destacarme como futbolista, boxeador, beisbolista, pesista, líder social, jugador de ajedrez. ¿Ajedrez? Sí, claro, fui campeón de ajedrez en el Colegio Fernández Baena, de Cartagena, donde estudié de 1953 a 1958. En fin, yo quería ser de todo, apresar el mundo en un puño. Y me sentía con voluntad y fuerza. A nada le decía que no. Pero la idea de mi papá era otra, y por eso surgían nuestros choques”. (Lea también: Con gran homenaje, Bolívar celebra los 80 años de Adolfo Pacheco)
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Cuando el joven Pacheco viajó a Bogotá con otra idea: la de ser ingeniero civil, se matriculó en la Universidad Javeriana y se metió de cabeza en la lectura. Pero al lado de esa actividad estaba el béisbol, otra de sus adoraciones, y Adolfo, que ya lo había practicado en el Fernández Baena, a los 19 años llegó a ser el manager del equipo de la universidad; y jugaba de cátcher, de pitcher, de infield, de outfield. En fin, se desempeñaba en cualquier posición. Y bateaba y lanzaba con ambas manos. Es decir, ambidextro total. Un huracán el muchacho. El general Juan Salcedo Lora, que fue su condiscípulo, todavía se acuerda de las destrezas del colega deportista.
En el abordaje a los libros leyó, entre muchos otros, dos contrastes: a Federico García Lorca y a José Antonio Primo de Rivera, a los grandes autores de la economía política y de la ideología marxista. Conoció a Julio Verne y de él, aún se acuerda, leyó el texto “El matrimonio del marqués Anselme de los Tilos”. Asumió un libro que le estremecería los cimientos de su vida: la autobiografía del ajedrecista Emmanuel Lasker, y uno de sus pensamientos se le convirtió en aforismo conductor: “La vida es demasiado corta para dedicársela a una sola cosa”. (Lea además: Adolfo Pacheco, postulado al Premio Nacional Vida y Obra de Mincultura)
Y fue en Bogotá, precisamente, cuando un episodio algo pintoresco lo hizo reflexionar sobre su condición racial y social. El asunto se dio porque un mediodía decidió ir a almorzar a un restaurante de la Avenida Jiménez, varias cuadras arriba del diario El Espectador. El hambre que produce el frío le hizo sentir un banquete delicioso lo que no era más que un almuerzo corriente. Todo marchaba bien hasta el momento en que le tocó cancelar la cuenta. Sacó varios billetes y contó. Le faltaban algunos centavos. Así se lo dijo al chino (de China) administrador del local y prometió pagar el saldo al otro día. La deuda era ínfima, pero el tipo no se transaba. Ningún trato: el tipo quería plata en efectivo. Viendo que las cosas se iban tornando malucas, el joven Adolfo decidió partir a las volandas del local. Cuando el oriental notó que el muchacho iba retrocediendo en búsqueda de la puerta de salida, llamó a gritos al celador del negocio, que era un negro grandote que se aproximaba a los dos metros de altura.
Imaginación, señores y señoras. Pacheco dio una rauda media vuelta y empezó a correr bajando la avenida. De inmediato el negro se le fue atrás. El sanjacintero corría y miraba a ver si el tipo lo perseguía. Y preciso: ahí seguía el celador, con su zancada grande, tratando de darle alcance. El joven corría y corría, pero el negro no se le despegaba. ¿Serían quince metros la distancia? Al poco tiempo sintió que el oxígeno le escaseaba, que la comida se le agitaba en el estómago y sospechó que el momento de la captura estaba cerca. De pronto le llegó la ráfaga de que podía salvarse metiéndose a las oficinas de El Espectador, que a esa hora deberían estar casi solas y en donde tenía algunas amistades. Al doblar la esquina hizo el último esfuerzo, se introdujo y empezó, con las energías restantes, a subir las escaleras, lo cual medio despistó al negro. Como conocía el lugar, se encaminó hacia los baños. Abrió una de las puertas y, acezante, se acurrucó en un rincón manchado de sombra. A los pocos segundos, a toda prisa, entró una joven, se levantó la falda y cuando ya iba a agacharse sobre el inodoro, vio a Adolfo escondido. La sorpresa fue mayúscula. “Negro malparido, qué hace aquí”, le gritó. Pacheco se puso el dedo índice sobre los labios y en voz bajísima le dijo que se calmara, que lo estaban buscando para maltratarlo porque le faltaron algunos centavos para pagar el almuerzo.
El derrotado perseguidor, maldiciéndolo y desgraciándolo, les preguntó a tres de los empleados y pidió permiso para requisar el lugar. En verdad, nadie, a excepción de la muchacha, había visto nada. Escrutó por varios sitios, pero no se le ocurrió indagar en el baño de damas. El negro se retiró no sin antes decir: “No lo encontré, pero aquí está escondido, yo lo conozco”. Allí el flamante deudor del restaurante demoró acurrucado más de una hora. Se había salvado, por lo menos, de un par de trompadas o de algunas horas de calabozo en la Estación Cien. Pero, pese a esa agonizante victoria, al joven Adolfo le quedaron gravitando las palabras de la mujer. ¿Él era negro? ¿Y no solo era negro, sino negro malparido? En ese instante, narra el hoy músico consagrado, se dio cuenta de quién era y principió a tener conciencia de su condición racial y social. Entonces se acordó de su trayecto ancestral, de los miembros de la familia, de ese mestizaje que lo acosaba por todos los flancos de la herencia. Empezó a auto identificarse. Se tocó la cabeza y captó que el pelo lo tenía ensortijado. Se tanteó los pómulos y la nariz y no los sintió nada helénicos. Por allí andaban las claves.
Y sí, recordó que su bisabuela, Crucita Estrada, fue una negra que tuvo que sufrir la esclavitud; y que se juntó con su bisabuelo paterno, Silverio Pacheco, que era un ocañero blanco y pecoso, a quien en San Jacinto le decían Ojo de grillo, y que había aparecido cuando en los Montes de María se dio el cultivo y la comercialización del tabaco. De esa yunta derivaba el colorcito de su piel y el enredo de su cabello. Su abuelo, Laureano Pacheco, era de piel negra, pelo liso y facciones blancas, y resultó gaitero y tamborero, y con su ojo afilado fue el primero que se dio cuenta de que el joven Adolfo estaba poseído por el duende de la música. Más clara no podía estar la mezcla.
Cuando las circunstancias económicas de su padre se tornaron adversas, pues tenía la responsabilidad de mantener a 17 hijos, y no pudo sostenerlo en Bogotá, le tocó a Adolfo regresar a San Jacinto. Como se sabe, volvió sin el título ingenieril, pues no alcanzó a cursar toda la carrera, pero trajo una fuerte influencia ideológica que lo condujo a cuestionar el conservatismo que le habían incrustado por la vena familiar. Era un joven mulato de anchas espaldas, osado, forzudo, atrevido y bien plantado. Él, entre sonrisas, dice: “regresé revolucionario y quería cambiar el mundo”. Quizá por ello se vinculó durante un año con el MRL, pero lo abandonó cuando López Michelsen “traicionó el ideario radical del movimiento”.
Lo de la política también tuvo que lucharlo. Penduló buscando el acomodo a su concepción del mundo. Estuvo en varios movimientos y al no sentirse bien en ellos, se salía. Por haber cambiado tanto de grupo le aplicaron la desconfianza y el ostracismo. Ninguna agrupación lo quería, nadie lo recomendaba y le tocó estar desempleado de 1966 a 1969. Entonces la necesidad lo obligó a poner una cantina, y a ser manager del equipo de béisbol Las Panteras, de San Jacinto, donde había tres gringos de los Cuerpos de Paz. Inclusive, tuvo que coger la guitarra y salir a tocar por las noches a domicilio para conseguir algún dinero. “Solo me faltó montarme a cantar en los buses”, dice sin aguantar la sonrisa. Como el hombre era bueno con los números, y para enfrentar la adversidad que lo acosaba, aceptó un puesto de profesor de matemáticas en el colegio Pio XII de San Jacinto, oficio que le gustaba; en esa institución se convirtió en un líder cultural y organizó diversos actos entre los cuales sobresalían las intervenciones musicales. Estimuló, además, las actividades deportivas en el pueblo, y lo llamaron a trabajar con la Cooperativa Artesanal. Como buen discípulo de Lasker era incansable. Durante varios años también participó del movimiento de Acción Comunal del municipio.
Cuando, buscando mejorar de estatus, lo iban a nombrar como secretario de la Licorera de Bolívar, y pensó que su situación cambiaría, se interpuso su condición académica. Le dijeron: el problema estriba en que no eres profesional; no tienes un título que te respalde. El joven Adolfo experimentó un estremecimiento en las entrañas. ¿Eso quizá quería decir que no era apto, que era un incapaz, que era un don nadie? Carajo, el gobierno exigía, no que fuera honesto, sino que fuera profesional. ¿No sería mejor al revés?
Con el caminar del tiempo, apoyado por su amigo Rodrigo Barraza Salcedo, fue elegido dos veces diputado a la Asamblea de Bolívar, de 1972 a 1976. Sin embargo, en la misma Duma, varios contradictores intentaron hacer mofa de él, tildándolo de “músico de burla”. “Es que todavía hay gente medio ignorante que cree que la música no es una profesión sino una perdición”, dice el maestro y mueve la cabeza, dubitativo, y alarga el rictus. Todas estas dificultades lo acicatearon para ingresar a estudiar Derecho a la Universidad de Cartagena. Inició la carrera en 1976. Fue serio con sus estudios y se graduó en 1981. Obtuvo el primer puesto de su promoción. Llegó el desquite. Nadie podría decirle ahora que no tenía un título profesional. Nadie le echaría en la cara el falso estigma de que era un “simple músico”.
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Quiero ser concreto, y para tantearlo en las primeras de cambio le pregunto: ¿Lo han amado, lo han querido? No aplaza la respuesta. “He querido y me han querido. Soy hombre de sentimiento, tengo grande el corazón. He tenido acceso a muchas. Y a muchas he amado y les he compuesto canciones. Muchas canciones. Quizás el amor me ha quedado debiendo. Algunas no han aguantado mi ritmo de vida, y han desertado de mi barca”.
Se me ocurre preguntarle por Mercedes, uno de sus temas. “Sí, Mercedes es una de ellos. Ese amor nunca se llegó a materializar, qué lástima, pero quedó la canción y es una de mis preferidas y a millares de personas les gusta. Para aceptarme e irse conmigo, Mercedes me planteaba un cúmulo de exigencias, que a mí en esos momentos me era imposible cumplir. Borrar todo mi pasado y dedicarme exclusivamente a ella. Hablamos sobre el asunto en distintas ocasiones, le expliqué las circunstancias, le dije que la amaba, pero ella se mantuvo inconmovible. Pero Mercedes no se llamaba Mercedes, su nombre quedó en secreto entre ella y yo. Ella sabe que la canción es de ella, que la hice para ella, pero allí se detiene ese idilio. Jamás he confesado su nombre. Ella nunca se casó. Nos hemos encontrado algunas veces y nos hemos saludado. Solo nos queda la nostalgia. No obstante, la palabra Mercedes tiene para mí otras connotaciones: es el nombre de mi mamá, quien sí estaba de acuerdo en que yo fuera músico, y es el nombre de la última mujer de mi papá, quien lo atendió con mucha diligencia en la enfermedad que le quitó la vida. También conmigo fue muy deferente. Yo, a esa Mercedes, le agradezco mucho ese comportamiento”.
“Quizá, así, oficiales, he tenido cinco mujeres. Cuando me disgusté con mi primera mujer, a los cuatro meses me entró una decepción tremenda; no, más bien no, fue una tristeza. Y me pregunté por qué no podíamos vivir en tranquilidad, por qué no me dejaba quererla en silencio, sin peleas, sin bullas innecesarias. Yo le gustaba, y conmigo gozaba, yo le daba placer, y perdonen lo directo que soy con la palabra. Después de que se levantaba de la cama, se notaba exhausta pero alegre, mansita, sin ganas de armar trifulca. Y eso a mí me gustaba. Ese era el camino. Lo era”. Pero, qué lástima, demoraba muy poco. A las tres o cuatro semanas se le empezaba a dañar el carácter. Ojo, sin motivo alguno. Un día me di cuenta. Comenzó a preguntar por qué me había demorado en cumplirle una cita que habíamos acordado. Y era mentira. Yo había llegado primero que ella. Entonces me percaté de la anomalía. Ah, carajo, me dije, esta va para loca. Me reclama sin razón. El que debe reclamar soy yo, y no lo hago. Otra vez el mundo al revés. Comencé a observarla con detenimiento. Ella no se daba cuenta de que, en silencio, le tenía el ojo puesto. Esa relación no resistía esa desviación mental de ella. Me fui de su lado. Ella se enfureció y me mandó a decir que me iba a hacer un daño. Estaba loca, no había dudas. Después supe que su familia tenía un lío con la genética”.
“Cuando Judy, la señora con la que tuve los cuatro hijos, me echó, yo me fui con mi bicicleta y mi bolsa de ropa a vivir solo a una pensión en San Jacinto. Algunos amigos me dijeron que eso era muy feo, que la soledad enfermaba, que esto, que lo otro. Nada. Antes de irme le compré una casa a mis hijos, los dejé amparados y me marché a la pensión. Dije para mis adentros que me iba a sumergir en ese retiro y no iba a tener más problemas con mujeres. Tengo que aceptar que incumplí. Jóse, no me lo vas a creer: allí demoré viviendo siete años. Y quizá fueron los años más fructíferos de mi vida como compositor. Fue cuando pegó La Hamaca Grande, y cuando logré ser diputado por primera vez”.
“Me casé con Ladys, una abogada, cuando yo no era abogado. Entré a estudiar Derecho en la Universidad de Cartagena, y lo hice en parte por ella y en parte por mi papá. Quería nivelarme académicamente con ella, pues algunos de sus familiares decían que yo no estaba a su altura, que yo era un simple bohemio. Cuando obtuve mi título les callé la boca. Ahora, yo era abogado, y además músico, compositor, político, personaje de la cultura. Y eran ellos, los que me despreciaban, los que ahora no estaban a mi altura. Mire, lo que el hombre se propone, con disciplina lo consigue”.
“Y vea lo que es la vida como paradoja, cuando logré graduarme en Derecho y ser un abogado y pensar en poner una oficina en mi pueblo, llega mi papá y se muere. Año 1981. Ay, viejo Migue, ¿por qué me hiciste eso? ¡Yo, que quería que tú me vieras ejerciendo! ¡Que te llenaras de orgullo! Primero te fuiste para Barranquilla, luego te fuiste para la muerte. Y desde allí no hay boleto de regreso. Ay, Viejo Migue, mi padre, el hombre que sostenía: “Plata que yo no me gane trabajando, no la quiero”. Porque honrado sí era. No puedo negarlo, era un hombre entrón con las muchachas, pero actuaba con mucha cautela. Él seducía a partir de las doce de la noche, cuando ya todo el pueblo estaba dormido. Era un mujeriego nocturno. Nadie sabía de qué mujer estaba enamorado. Después de varios meses se escuchaba el rumor: le nació un hijo a Miguel Pacheco. Y luego, otro. Y otro. Él nos criticaba a mi hermano y a mí, porque nosotros éramos bulleros, poníamos serenata, y todo el pueblo se enteraba qué mujer estábamos cortejando. Su muerte me dejó con una espina adentro, herida que nunca podrá sanar, pues no pudo verme a plenitud en mi profesión de abogado, como él lo quería. Sobre ese dolor hice una canción”.
“Lo de la política conservadora vino como una orden, no del cielo, sino de la familia. Mis abuelos me dijeron que en la Guerra de los Mil Días los liberales habían matado a unos familiares nuestros y que eso había que vengarlo, y que por ello tenía, yo, que ser conservador: por rabia, por desquite. Y así me convertí en conservador. No fue ideología. Claro, después he sido muchas cosas. Si no lo creo conveniente, no me estacionó en una sola opinión. Es decir, he pasado por diversos grupos políticos. Y me han acusado de todo, hasta de comunista, aunque uno de mis ideólogos es Primo de Rivera, el creador y dirigente de la Falange española”.
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Entonces yo indago, le presto la palabra, ahuyento a la primera persona y narro:
El maestro Adolfo Pacheco tuvo varios encuentros con Gabriel García Márquez. Antes de la justa fama de Cien años de soledad, Gabo iba con frecuencia a San Jacinto a comprar artesanías. Allí se reunía con varios amigos, entre ellos Adolfo, y organizaban tremendos sancochos trifásicos que demoraban todo el día. El líquido lo servían en platones hondos, y la vitualla y las carnes en enormes hojas de plátano o de bijao. Todo, bien conversado y matizado con la gaita, la guitarra y el acordeón.
Un encuentro memorable con Gabo se dio en el año 2000, edición 33 del Festival de la Leyenda Vallenata dedicada al creador de Macondo. El doctor Darío Pavajeau organizó una reunión en su casa de Valledupar y allí se toparon, entre otros, García Márquez, Consuelo Araújo y Adolfo Pacheco, quien le llevó al novelista un fino sombrero vueltiao marcado con su nombre. La fiesta era tan informal y tan intensa que el dueño de la casa mandó a quitar una escultura de la virgen del Carmen que estaba insertada en un nicho y dentro de ese nicho, como si fuera un santo o un Niño Dios, metieron a García Márquez. Esa noche el maestro Pacheco le pidió a Andrés Landero que tocara la cumbia Mercedes, de la autoría de Adolfo, y se la dedicó a Gabo. El escritor se entusiasmó, agarró de la mano a su mujer Mercedes y bailó toda la canción. Consuelo Araújo dijo que Mercedes no era un vallenato, y trató de protestar, pero ya la famosa cumbia estaba tocada, cantada y bailada.
El último encuentro con García Márquez se dio en 2008 en Cartagena. El doctor Ángel Beltrán Pareja invitó al compositor a una reunión con Gabo en una discoteca de la ciudad. Adolfo buscó al Rey Vallenato Julio Rojas y marcharon a cumplir la cita. El Nobel llegó a las ocho de la noche, un poco despistado y prácticamente no saludó a nadie. El maestro Pacheco le dijo a Julio Rojas: “vamos a saludarlo nosotros con música”, y de inmediato empezaron. Tocaron varias canciones de Escalona, que a Gabo le gustaban mucho. Luego, Adolfo interpretó El profesor, un tema de su inspiración. Gabo lo escuchó con mucha atención y al final terminó llorando. Adolfo, algo extrañado, le preguntó por qué se le habían salido las lágrimas, y el escritor le respondió: “Ese verso de “Toda la esperanza de ser un profesional se la llevó el destino”, me ha dolido en el alma”. A la una de la madrugada el novelista se despidió, pero la tertulia prosiguió su camino.
En el 2012, cuenta el laureado músico Julio Rojas, en un agasajo que hubo en la casa de Miguel Torres en Cartagena, Gabo cantó, acompañado del acordeón de Rojas, el son Jaime Molina, de Rafael Escalona, y la cumbia Mercedes, del maestro Adolfo Pacheco, quien esa noche no estuvo en la fiesta. Tal vez fue ese el agasajo postrero al que asistió el Nobel García Márquez en Cartagena. Luego, su salud cayó en picada.
5:
Cuando se habla de gallos, hay que decir que la afición le comenzó a Adolfo Pacheco a los cuatro años. A esa edad don Rafael Mattera, que era el patrón de su papá, le regaló al niño Adolfo el primer gallo de pelea. De allí procede la marca. Y su entrega al gallo fino lo hace sostener que “este es un animal noble, que mata y, cuando le toca, se deja matar como un bravo en el redondel”. Precisamente, a un excelente gallo del cereteano Nabo Cogollo, que conoció en el Sinú, le compuso una memorable canción: “El cordobés”, muy escuchada y aplaudida. Hoy, Adolfo tiene su criadero en Galapa, Atlántico, y lo visita continuamente.
Cuando se introduce en el tema de la música y de la composición, que es casi siempre, el maestro Adolfo Pacheco habla de “Mis cuatro flores, que son: La Hamaca Grande, El Mochuelo, Mercedes y El viejo Migue”. Que en prosa podríamos traducir como una visión antropológica cultural, la primera; la visión campesina y el amor por el campo, la segunda; el amor hacia la mujer, que amando huye, la tercera; y el sentimiento filial hacia el padre que se marcha y luego muere, la cuarta.
Si estos cuatro patrones de creatividad resisten el análisis y se tornan ciertos, podemos decir que en el universo adolfopachequiano tienen cabida las expresiones fundamentales que han asistido o preocupado al hombre de todos los tiempos y que es un creador de estirpe universal. Esto se encarna en el amor por la tierra y sus manifestaciones más auténticas; la simpatía absoluta por la naturaleza, sus cantos y sus silencios que hablan; el sentimiento adolorido por el amor que siendo amor se escapa inexplicable del corazón; y la nostalgia dura por la partida del padre, que significa excluirlo de la cercanía de los ojos o de la captación filial de sus palabras.
La Hamaca Grande, precisamente, la empezó a escribir en abril de 1969 y tiene una historia precedente a cuestas. “Es una canción que hice para sembrar una constancia; para aclararle a los vallenatos que, si ellos tienen su Francisco el Hombre, nosotros en los Montes de María tenemos nuestra Hamaca Grande, donde caben todas las músicas, todos los ritmos, todos los mitos. Y me la motivó lo que pasó con Landero cuando, por no haberla inscrito (no nos avisaron de eso), le negaron la posibilidad de presentarla oficialmente en el Festival, aunque él la tocó en la tarima y arrasó con los aplausos”. No hay duda de que la canción tiene un alto vuelo lírico, pues nada diferente puede decirse de: “Acompáñenme/, que un collar de cumbias sanjacinteras llevo en mi canto...”; y frente al impase de no poder concursar con la ese tema, Adolfo responde con nobleza y altura y con telúrica Caribe: “Quiero con afecto llevar al Valle en cofres de plata/ una bella serenata/ con música de acordeón (bis)/, con notas y con folclor de la tierra de la hamaca”.
“El Mochuelo me llegó cuando yo tenía entre 21 y 22 años. Fue la primera de esa gran tanda. La música la empecé a hacer en Bogotá. Yo tocaba en la menor cuando estaba aprendiendo a pulsar la guitarra con el señor Cuéllar, y eso se lo apliqué al paseo. Yo traje esa música a San Jacinto y aquí me zarandeó el embrujo de los Montes de María; iba al campo y me extasiaba con el canto de ese pájaro. Me quedaba largo tiempo escuchándolo. Cualquiera podía decir: míralo, lo tiene loco ese animalito. Por ello salieron los versos: “mochuelo pico de maíz, ojos negros brillantinos, y como mi amor por ti, entre más viejo más fino...” Es necesario señalar que en El mochuelo ya comienza a manifestarse el tema negroide. Lo metí a conciencia. Y Manuel Zapata Olivella lo supo y expresó su aprobación y entusiasmo.
“El viejo Migue es una canción, una despedida y un dolor, no puedo negarlo. Él se fue para Barranquilla, dejando todo, y ese abandono antes que criticarlo, hay que entenderlo. Ya yo lo entendí. Por eso lo digo en la canción: “Buscando consuelo, buscando paz y tranquilidad, el Viejo Miguel del pueblo se fue muy decepcionado”. Y para hablar de él, tengo también que hablar de mi mamá, por eso me lamento: “Primero se fue la vieja pal cementerio; y ahora se va usted, solito pa Barranquilla”. Es decir, aunque ya éramos hombres, quedábamos en la orfandad. Indagué con varios sanjacinteros y me dijeron que nadie creía que Miguel Pacheco se había ido del todo para otra parte, que la gente pensaba que solo había salido de paseo, y los comentarios y decires no cesaron durante largo tiempo. Él tomó una decisión definitiva. Dejó todo, hasta la tienda El Gurrufero. Por eso el maestro Adolfo le recuerda con cierta tristeza en la canción: “Todavía le quedan amigos acá en el pueblo/, y hasta el forastero pregunta por su persona”. En tiempo sincrónico transcurría el año de 1964: en España le concedían el Premio Nadal a la novela El Día Señalado del colombiano Manuel Mejía Vallejo, y en Sudáfrica condenaban a cadena perpetua al líder negro Nelson Mandela.
6:
“Después de que me gradué tuve una oficina de abogado en San Jacinto, creo que ya dije. La oficina que yo quería que visitara mi papá. Ayudé a mucha gente y algo conseguí. Con lo que adquirí con mi trabajo compré una modesta finca. Le puse por nombre La Hamaca Grande. Iba allá con frecuencia, me gustaba esa vida bucólica, oír los pájaros, sentir el beso del viento, descansar de la vida agitada. Pero vea lo que son las cosas. La situación del país me hizo el daño. A los pocos meses la guerrilla del EPL me empezó a extorsionar. Problema ese para incómodo. Cuando parecía solucionado y creí que me iban a dejar quieto, aparecieron las Farc. La misma exigencia. Hablé con algunos de sus mandos medios y les demostré que yo no tenía riquezas ni plata para dar, que lo que conseguía era para el sustento de la familia. Al poco tiempo llegaron los paramilitares. Con las mismas pretensiones. Ahí sí se me rebosó la copa. Me dije que no aguantaba más y puse la finca no en venta sino en malventa. Hice un negocio de prisa, y con las mismas arranqué para Barranquilla. Tanta presión no la aguanta nadie. Creo que lo que se llamaba La Hamaca Grande, ahora se llama Finca El Serrucho. Qué cambio”.
La vida de Adolfo Pacheco Anillo no ha sido rectilínea. Los seres humanos somos un río, con entrantes y salientes, con barrancas y hondonadas, con arenas estériles y limos fértiles. Le tocó sufrir muchas cosas. Vencer y perder en el amor. Ganar y perder en la política. Descubrir la vida y saborear el cuerpo. Un leve aleteo de la nostalgia lo conduce a recordar con nitidez el día en que cumplió los diecinueve años y su papá lo llamó aparte y, con palabras cómplices, le dijo: “Ado, te tengo una cuelga para celebrar esta fecha y el regalo que te voy a dar jamás lo podrás olvidar”. En voz de secreto le comentó que le tenía a una muchachona briosa y empostada para que se acostara con ella y que ya le había escogido el sitio donde iba a estar con la joven. Adolfo se entusiasmó con la oferta y no contempló ni por un segundo la posibilidad de despreciar el regalo paterno. Él no sería lo que fue muchos años después Mustio Collado. “Con esa relación empecé a conocer el placer sexual, que yo, a mis diecinueve años, aún no conocía. Qué tiempos tan distantes y qué culturas tan distintas. Era mi primera vez y quedé convertido no solo en un adulto sino en un adicto”. La muchacha inolvidable se llamaba Carmen Lucía y resultó ser empleada de una tienda de víveres que Miguel Pacheco tenía en San Jacinto.
Ya en Barranquilla, se metió a las lides partidistas y fue electo, en esta oportunidad por el liberalismo, diputado a la Asamblea del Atlántico de 1997 al 2000. Apenas finalizaron las sesiones hizo un análisis de las circunstancias en que se hallaba su vida y decidió que hasta ese momento llegaba su vinculación con la política. Algunos amigos y familiares trataron de insistirle, pero su decisión se mantuvo inalterable.
Ahora, el maestro Adolfo Pacheco dirige en Barranquilla la Fundación el Viejo Bolívar, cuyos objetivos se relacionan con la toma de conciencia de la unidad cultural e histórica de la Costa y con la promoción de la música sabanera y caribeña. Sigue presentándose en público. Sigue componiendo. Le siguen grabando sus canciones. Lo siguen homenajeando. Sale de gira con bastante frecuencia. Cuando le pregunto cuántas canciones ha creado, me contesta que como 165, de las cuales le han grabado, y el dato no lo tiene tan exacto, entre 125 y 135. “Solo Andrés Landero me grabó más de cincuenta, imagínate”. Sus creaciones han sido musicalizadas y cantadas por Nelson Henríquez, Los Melódicos, Daniel Santos, Diomedes Díaz, Johnny Ventura, Otto Serje y Rafael Ricardo, Carlos Vives y los Hermanos Zuleta, entre muchos otros, y se escuchan en gran parte del mundo. Si no lo creen, pueden preguntarle a Augusto Beltrán Pareja y a Humberto Rodríguez, ex gobernadores de Bolívar, cuando, por molestar al mesero, pidieron en un bar de Estocolmo (Suecia) La Hamaca Grande, y de inmediato el pianista la interpretó en sueco.
Como hombre de pensamiento, el maestro Adolfo Pacheco continúa reflexionando en torno a la música vernácula. Sostiene debates cuando lo invitan a conferencias o mesas redondas, y destaca, para recalcar la producción cultural de su región, la existencia, además de la cumbia, de la gaita, de la décima y de la danza, la presencia antiquísima de dos palenques negros cerca de San Jacinto: El Paraíso y El Trozo, lo cual particulariza todo el entorno. Para apuntalar esto escribió un ensayo en el cual señala que en el Caribe colombiano se dan, al menos, 12 ritmos musicales; y allí establece la diferencia entre el paseo del Valle de Upar y el paseo de los Montes de María y sus alrededores sabaneros. Los musicólogos, los estudiosos y los aficionados a esta temática se han hecho eco de esos planteamientos.
Sus composiciones y estas reflexiones músico-sociológicas han motivado para que en el Festival del 2005 le fuera conferido, junto a otros grandes de la música, el título de Rey Vitalicio de la Canción Inédita Vallenata y Sabanera, y para que la Universidad Popular del Cesar le haya otorgado el Doctorado Honoris Causa por sus estudios y creaciones musicales en acto de gala y reconocimiento. Sin embargo, él, después de los viajes y los homenajes, con su sencillez y su ojo vigilante, retorna a su buhardilla, y acostado en una amplia hamaca sanjacintera continúa gestando canciones. Allí creó un hermosísimo y nostálgico paseo de amor, mediante el cual le dice a la amada que entrega su libertad: Me rindo, Majestad.
De pronto Adolfo Pacheco me mira fijo: está pernoctando en los meandros del pensamiento, y evoca, con un relámpago de melancolía, cómo casi todos sus amores intentaron despegarlo de su destino, pero él, como artista y hombre vital, resistió y logró evadir presiones, abandonos, amenazas, soledades y sinsabores, y se ha mantenido fiel a sus más altos designios. Que no son otros que las órdenes inapelables que proceden del arte y de la vida.