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Eparkio, García Usta y Socarrás en una foto que el tiempo no borra

Eparkio Vega, Jorge García Usta y Hernando Socarrás se tomaron en 1983 una foto para el recuerdo. Jorge falleció en 2005, Hernando acaba de partir y Eparkio los recuerda.

Eparkio, García Usta y Socarrás en una foto que el tiempo no borra
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Los tres amigos se habían sentado en la sede inicial de la Galería Libro Café, en la Calle de Nuestra Señora del Niño Perdido o Calle Gastelbondo, en 1983, a hacerse la foto del recuerdo.

Álvaro Delgado les dijo: “Les cuento tres y hago la foto”. Los tres estaban hablando y bebiéndose una cerveza. A la izquierda estaba Eparkio Vega; en el centro, Jorge García Usta; y a la derecha, Hernando Socarrás. ¿De qué hablaban? De ilusiones múltiples, la poesía, los amigos, la Universidad de Cartagena, la aventura de escribir en la ciudad, de los proyectos editoriales, del tiempo, de la memoria.

Jorge fue el primero en tener nostalgia del presente al decir que, veinte años después, en 2003, se encontrarían otra vez allí para hacerse la foto de tres amigos. Y el fotógrafo sería el mismo: Álvaro Delgado.

En 1983 Eparkio era el titiritero de El Baúl, quien, junto a Carmen Ana Santos, iba de pueblo en pueblo con sus títeres haciendo felices a los niños, y dictaba cursos de pintura con niños y niñas de Cartagena. Además de profesor de literatura, Eparkio estaba vinculado al movimiento teatral de la ciudad, y había fundado la Galería Libro Café, un bar de artistas y escritores en donde además de exposiciones de arte, se hacían recitales, se presentaban libros y pequeños conciertos de música y obras de teatro. Por esos tiempos, Luis Enrique Pachón, el maestro y director escénico, acababa de hacer un montaje de Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam.

Jorge García Usta estaba vinculado a la Universidad de Cartagena, culminaba la investigación sobre el periodo García Márquez en Cartagena, estaba obsesionado indagando sobre sus orígenes árabes y tenía casi listo su primer poemario por editar dos años más tarde: Noticias desde la otra orilla. Y tenía una caravana de sueños por desarrollar en la vida cultural de Cartagena. Al leer a Socarrás le había sugerido en la tercera cerveza compartida que si se atrevía a pasar de las imágenes poéticas casi pintadas por el artista oriental que habitaba dentro de él, a retratar escenas cotidianas de Cartagena, por ejemplo, la de una muchacha de Palenque llevando el mundo enfrutecido sobre su cabeza.

Hernando Socarrás, nacido en La Guajira pero criado entre Bogotá y Cartagena, había publicado hacía tres años su primer poemario: Un solo aquello, de portada blanca y poemas epigramáticos que pedían permiso para salir en la página en blanco o evaporarse en el mismo misterio en que habían sido concebidos. Una poesía visual que buscaba el silencio de la imagen. Soca, como terminó llamándose entre sus amigos, había diseñado el taller literario El Canto de la Cabuya, que junto al taller Candil de la Universidad de Cartagena, que dirigía el maestro Felipe Santiago Colorado, era uno de los activos y fraternos talleres de poesía de la ciudad, cuyos capitanes compartían la alegría de dirigirlos con la sola intención de que cada uno se pareciera cada vez más a sí mismo y no a sus capitanes. Los tres tenían barbas, pero al único al que se le había empezado a caer el cabello era a Hernando Socarrás, quien la vida le daría la oportunidad de desafiarse a sí mismo en imágenes al pie del mar y retratar, como lo sugería García Usta, a la muchacha palenquera y a los días que fluían a borbones en aquella vida de muelle que perdimos para siempre.

Los tres, tres amigos y tres temperamentos humanos en el arte de Cartagena y el Caribe.

Álvaro Delgado, el fotógrafo, había sido el lente de la memoria de escritores, artistas y músicos. Su deseo era llegar a publicar un libro con toda esa memoria reunida de la Cartagena de los años setenta y ochenta. Recordaba al Nene Álvaro Cepeda Samudio, cuyo primer capítulo Los soldados -de su novela La casa grande-, escribió en Cartagena.

En dos décadas la vida tejió sus duelos y sus encantamientos al pie del mar. Frente al balcón donde los vientos volvían a barrer las nubes de colores, Eparkio vio desaparecer uno a uno a grandes seres llenos de promesas y quimeras en la vida artística y cultural de Cartagena, que se subieron en el tren sin regreso y dejaron una estela de desconsuelo.

Los tres resistieron el paso del huracán Joan, en 1988, que inundó el corazón amurallado de Cartagena, y el mar subió las escalinatas de la vieja sede del periódico. En la misma calle San Juan de Dios, un hombre vio saltar un sábalo y un pargo rojo y lo agarró con sus manazas de matador de puercos y lo elevó al cielo como una victoria del delirio bíblico de la lluvia confabulada con el mar.

Veinte años después

En 2003, al cumplirse veinte años de la foto, Eparkio se acordó de la promesa de Jorge García Usta e invitó a sus amigos a repetir la foto de 1983. La sede de la Galería se había mudado a la Playa de la Artillería, bajo la piel de la muralla. Allí se sentaron en los mismos bancos de hacía veinte años, pintados por Bibiana Vélez y por Marta Santos. Y pusieron las cervezas de la memoria ennoviadas de escarcha de hielo y vestidas con unja servilleta rectangular por Eparkio. Estaban los tres. Eparkio, a la izquierda, ya había perdido el cabello, pero le quedaba la barba de Arcángel, como bien lo llamaba Raúl Gómez Jattin. A Jorge García Usta se le insinuaba la calvicie, conservaba su barba de candado de los años ochenta y tenía ya sus primeras canas en sus 43 años. Hernando Socarrás había perdido la entrada de su cabello a sus 58 años, y su barba ahora blanca se derramaba con la estampa de un monje tibetano. ¿De qué hablaban ahora? Jorge acababa de cumplir uno de sus grandes sueños: la compilación en dos tomos de la obra periodística de Héctor Rojas Herazo, La vigilia de las lámparas y La magnitud de la ofrenda. Había publicado una obra poética extraordinaria, su investigación sobre García Márquez era de obligada lectura para investigadores, tenía pendiente publicar la investigación sobre los árabes en el Caribe, estaba vinculado a la sección cultural de la Universidad de Cartagena, el Festival de Cine de Cartagena y al Observatorio del Caribe Colombiano y a su revista Aguaita. Y tenía varios proyectos como autor, editor, investigador y gestor cultural.

Hernando Socarrás había publicado seis poemarios desde la primera vez que se vieron: Piel imagina (1987), Sin manos de atar (1989), Que la tierra te sea leve (1992), Cántico hechizo (1992), Acaso doy voz (1996), Fuego de los nacimientos (2002), etc.

Eparkio Vega, gran lector y conocedor de literatura universal, había llevado a escena obras de autores locales y universales. Estaba vinculado a la docencia, a su grupo de títeres y al grupo de teatro de la Universidad de Cartagena, y su galería era una plataforma de lanzamiento de nuevos talentos en artes plásticas, literatura, música y teatro. Era formador de juventudes y animador y cómplice natural de aventuras culturales en la ciudad.

Era, en esencia, un arcángel de la cultura local.

El duelo

El 20 de diciembre de 2005, Jorge García Usta sufrió una aneurisma cerebral que lo mantuvo en estado de coma hasta su fallecimiento, el 25 de diciembre. Sus amigos más cercanos, como Émery Barrios, intentaron revivirlo con porros que a Jorge lo habían hecho feliz. Al mover un dedo de su pie, todos creyeron que estaba respondiendo al reflejo musical y se fueron a casa con la esperanza de su resurrección. Pero la muerte injusta y traicionera se llevó la más grande promesa verdadera de las letras y la investigación local. El sector cultural de la ciudad quedó conmocionado por su temprana partida, tenía 45 años y dejaba una obra monumental como poeta, periodista e investigador. Los pésames llovieron por todos los rincones del mundo y al cronista le dieron muchas veces el pésame de su propia muerte, creyendo que el que acababa de partir no era el poeta de Ciénaga de Oro, sino su amigo de aventuras que escribe estos recuerdos.

Eparkio y Hernando Socarrás se sentaron días después de la muerte de Jorge, en las mismas sillas, ahora con la silla vacía del amigo, desconsolados, sin atreverse por nada del mundo a hacerse la tercera foto. Eparkio le dijo a Socarrás: “Soca, quedamos los dos. No sabemos cuándo nos toca el turno”. “No pensemos en eso”, le dijo Socarrás. Sorbieron con lágrimas una cerveza dejando derramar un trago al suelo por la memoria de Jorge, y siguieron soñando en la aventura que los había convocado: la poesía, el teatro, la literatura. Los dos estaban muy tristes y dejaban que el silencio hablara por ellos.

Epílogo

El 7 de julio de 2020 Hernando Socarrás sufrió un derrame cerebral, muy parecido al de Jorge García Usta. Y perdió la conciencia hasta su muerte en la noche del domingo 12 de julio. Conchi, su mujer, empezó a recitarle sus propios poemas para que reaccionara. Y le hablaba al oído. El sábado por la tarde, viéndolo sufrir, le dijo que partiera sin dolor, que el suyo había sido un amor eterno y que muy pronto se reencontrarían en la otra orilla. Le habló del amor de sus hijos, de Saulo, Sinué y Erika, los suyos, y de los hijos de Conchi, que eran como sus propios hijos, y de los hijos de las familias de Pontezuela que él trataba como si fuera un padrino, un ángel en tierra como lo percibían los niños al verlo llegar todo vestido de blanca con sus barbas de monje.

Eparkio Vega está en su balcón frente al mar, donde reposan sus muertos queridos de su familia, su madre y sus hermanos, y está mirando las dos fotos de 1983 y 2003, de sus dos amigos fallecidos.

Solo queda él, que mira las dos fotografías que el tiempo no borra en sus recuerdos más íntimos. Hasta que la generación siguiente se haga la foto viendo la foto de los tres y nosotros seamos solo ese recuerdo de la Calle de Nuestra Señora del Niño Perdido o la Playa de la Artillería, allí, tan cerca a la piel de la muralla frente al mar, y venga el cronista a contarlo.

(A Jorge y Soca, en el cielo, y a Eparkio, el arcángel en tierra).

año 1983

año 2003

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