De aquel rumor de lluvia de los linotipos que moldeaban en plomo ardiente las veintidós letras del alfabeto, solo queda un enorme animal de hierro en uno de los pasillos de El Universal. Todo el que pasa ignora a aquella pieza de museo en donde se transcribieron las primeras notas periodísticas del joven Gabriel García Márquez, de 21 años; las columnas de Héctor Rojas Herazo, de 27, y algunas notas de Manuel Zapata Olivella, de 28. Solo he visto a dos personas sorprendidas ante el enorme linotipo: Felipe Santiago Colorado, uno de sus primeros columnistas, ya fallecido; y Guillermo “El Mago” Dávila, que es el único sobreviviente de la primera generación de linotipistas del periódico que en un día como hoy, hace setenta y dos años, salió a las calles de Cartagena, solo treinta días antes de que asesinaran a Jorge Eliécer Gaitán.
La historia de un periódico es también la ilusión de una ciudad y la obstinada esperanza de quien lo inventa. Imagino los grandes desvelos y las contrariedades del señor Domingo López Escauriaza, el senador liberal que fue su primer director fundador, hermano del legendario poeta Luis Carlos “El Tuerto” López y miembro de una estirpe que se pasó el siglo XX inventando periódicos, con la terca utopía de preservar ideas liberales en una ciudad conservadora. Pero ser liberal después del magnicidio de Gaitán era una temeridad y al joven director lo persiguieron por ser liberal y le dispararon cuatro tiros a la puerta de su casa, creyendo que el director estaba allí, pero no: permanecía en su oficina de la calle San Juan de Dios. Prácticamente el director vivía en el periódico y regresaba casa después de medianoche. Así nos lo contó Alicia López, la hija única que le sobrevive.
Por el periódico ha pasado sigilosa y dramáticamente la historia de Cartagena en setenta y dos años: la calle donde empezó El Universal sigue siendo la calle de los fieles a la misa de seis de la mañana. La calle silenciosa, apenas perturbada por las campanadas puntuales de los jesuitas y el viento salado que acaricia los campanarios, la calle olorosa a incienso y a jazmín de jardines interiores, pero en este 2020 la calle, vertiginosa y efímera del turismo nacional y mundial, huele a antigüedades, a telas de oriente, a almendras y a vino rojo.
Es la calle del silencio de una casa colonial que es remanso de masones desde hace más de cuarenta años y oficina de una fundación de periodismo ideada por García Márquez desde 1995.
Muy cerca de esta calle está la sede del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, en el Baluarte San Francisco Javier, donde el joven reportero García Márquez vino a entrevistar en 1955 al náufrago Luis Alejandro Velasco, quien sobrevivió a diez días a la deriva en el mar. El Hospital Naval estaba allí donde están hoy las oficinas del Ficci.
Hasta hace poco tuve conciencia de que me he pasado la vida dentro de un periódico, y que he cumplido la mitad del tiempo que hoy celebra. Era un niño cuando me publicaron por primera vez en El Universal, en los años finales de los setenta. Un pequeño cuento de cuatro párrafos que envié como miembro del grupo literario El Túnel, de Montería, en donde uno de sus miembros, Carlos Morón Díaz, era pariente de dos de sus socios: el abogado Fabio Morón Díaz y su hermano médico y futuro director del diario, Darío Morón Diaz. Pero llegué desde Sahagún y Montería a Cartagena sin conocer a casi nadie, con dos cartas de recomendación que me dio pudor entregar: una a Fabio Morón Díaz y otra a Carlos Villalba Bustillo. Alcancé a conocer el periódico cuando se hacía con linotipos y fui amigo del linotipista Eliécer López, quien transcribió la página ‘La Palabra’, que hice en cuatro o cinco oportunidades, en 1980, y cuya primera edición la dediqué a la pintora Cecilia Porras. Valga decir que en 2020 se cumple un centenario de su nacimiento.
Vivir dentro de una crónica, como en el corazón de un periódico, es el destino de los cronistas. Aquí tuvimos la buena suerte de conocer a Manuel Zapata Olivella, el gran novelista, médico, pensador y estudioso del folclor, y de cuyo centenario también se cumple en este 2020. Zapata Olivella era una novela andante y encarnada. Una sabiduría ancetral. Recorrió a pie este país y salió a Centroamérica, Estados Unidos y América Latina en una travesía por el mundo para ser testigo de sus propias realidades y ficciones. Parecía un pariente reencarnado de José Prudencio Padilla con sus patillas enfáticas, su ancha y luminosa sonrisa que disipaba las tristezas del mundo y daba cuerda al porvenir, su cabello afro, su voz profunda de un Changó en tierra, su altivez y su nobleza de guerrero bantú.
Aquí, en este diario, conocí al gran Héctor Rojas Herazo, un bárbaro iluminado que hablaba en poesía, un manantial de historias incesantes, un contador natural de historias. Poco antes de morir vino a la sede del periódico y ya la edad no le permitía subir por las escaleras y se quedó en el umbral compartiendo su sabiduría y su gran sentido del humor. Otra noche entró sin avisar el genio García Márquez y se quedó mirando la sala casi vacía de la redacción y las pantallas de los computadores parpadeando en una soledad sideral. Entró en pantalonetas y un fotógrafo le hizo la foto obligada contra la terrible pared de la sala, y al día siguiente fui sorprendido con la llamada del escritor: “Hazme el favor de romper esa foto”.
Otra tarde llegó con su aire angelical de sacerdote, y una memoria helénica de una Grecia que aún no había recorrido, el gran teólogo, poeta y ensayista Gustavo Ibarra Merlano, uno de los seres más bellos y tiernos que hemos conocido en todo este tiempo. Con una humildad y una sensibilidad excepcional para compartirme sus poemas mecanografiados.
Pero junto a esta legión estelar de criaturas esenciales, no solo están García Márquez, Manuel Zapata Olivella, Héctor Rojas Herazo, Gustavo Ibarra Merlano, Ramiro de la Espriella, sino también seres maravillosos como el gran cronista Alfredo Pernet Morales, que escribía su columa editorial con su dedo índice en la vieja Remington y sabía manejar en sus criterios las más inesperadas paradojas para referirse a la vida social, cultural y política de Cartagena.
Dentro de la generación de los años ochenta a los noventa, tuve el privilegio de trabajar con seres de inevitable referencia en el periodismo local y nacional, como el magistral periodista Germán Mendoza Diago, a quien había conocido como poeta, narrador y cineasta cuando escribía en el diario El Liberal de Popayán y estaba vinculado al grupo La Rueda de esa ciudad. Germán ha sido uno de los grandes faros del periódico y a él le debemos los senderos acertados de más de tres décadas de vida de este diario. La sala de redacción de El Universal se convirtió, gracias a su entereza como editor, en una escuela de periodismo en la región. Por esta misma sala he visto desfilar a los que poco tiempo después se convirtieron en figuras insoslayables del periodismo y la literatura en el país: Jorge García Usta, Alberto Salcedo Ramos, los dos abrieron el camino tras los pasos de los juglares y la música ancestral en su estupendo libro de reportajes ‘Diez juglares en su patio’. Más tarde, llegaron Gustavo Arango Toro, gran periodista y escritor; David Lara Ramos, que además de periodista es escritor, documentalista e investigador; Rubén Darío Álvarez, que prosiguió en la tarea de contar y reconstruir la historia de la música regional en sus crónicas y libros. Dos jóvenes que pasaron por aquí nos han dado la gran sorpresa de ser buenos narradores: Margarita García Robayo y Orlando Echeverri Benedetti, los dos, nacidos en 1980, son destacados y laureados cuentistas y novelistas de Cartagena, a nivel internacional.
Todo lo anterior nos llevaría a pensar que El Universal no solo ha sido una escuela de cronistas, sino una escuela de narradores de ficción también. Las historias cotidianas que rescata la separata Facetas compiten con el mundo de la literatura y sus ficciones. El legado del maestro Clemente Manuel Zabala ha dejado sus huellas en el arte novedoso de titular y en el enfoque ingenioso de narrar una historia. Dos ausentes novelistas que también fueron columnistas de este diario e iluminan el camino en este aniversario: Óscar Collazos, con una destreza poderosa para interpretar la realidad, y Roberto Burgos Cantor, quien rescató en la novelas las figuras históricas de Benkos Biohó, Pedro Claver y Alonso de Sandoval. Las sorpresas narrativas no cesan y los periodistas que pasaron por este periódico están escribiendo ficciones: me refiero a Patrizia Castillo Torres, Carina Medina y Cecilia Percy.
La escuela narrativa prosigue con los nuevos periodistas, que hoy oscilan entre los veinte y treinta años: Laura Anaya, Cristian Agámez, Ivis Martínez, Wilson Morales, para citar cuatro de ellos. Pero intuyo que la herencia de García Márquez, Clemente Manuel Zabala y Germán Mendoza dará frutos de oro antes que el árbol se aproxime a cien años de vigilia.
Mientras tanto la novela vivida en el periódico continúa, con ausencias que iluminan, con utopías que se mantienen en pie, como cuando, en el amanecer del 8 de marzo de 1948, el corazón de Domingo López Escauriaza palpitaba con más velocidad porque iba a nacer un nuevo periódico.


