
Es la ciudad la que ha recuperado sus propias llaves. Durante muchos años, Cartagena vivió con sus llaves perdidas, porque un ladrón de llaves y tesoros se metió en el antiguo Palacio de la Inquisición y se llevó los recuerdos de las puertas que dormían en una urna especial.
Ahora, una réplica de las antiguas llaves de Cartagena que abrían las puertas de la ciudad colonial ha regresado al Museo Histórico. Son dos llaves de hierro de 19 centímetros de largo por 7 de ancho, y 1,2 centímetros de grosor. Cada una pesa 200 gramos. Las llaves auténticas reposan en el Museo Nacional de Colombia.
Al atardecer del 10 de octubre de 1821, las llaves fueron entregadas por el último gobernador español, Gabriel de Torre y Velasco, al primer gobernador republicano, el general Mariano Montilla, venezolano amigo cercano del general Simón Bolívar.
Las llaves se las ofreció Montilla al general Bolívar, me cuenta el historiador Moisés Álvarez, quien dirige el Museo que este año celebró sus 95 años de historia.
Bolívar se las devolvió a Montilla y él se las llevó a Venezuela. De Venezuela regresaron a Cartagena. Sus descendientes las donaron al Museo Nacional de Colombia. Allí reposan esas llaves que abrieron durante siglos las puertas debajo de las murallas, en lo que es hoy la Boca del Puente y sobre ella, la Torre del Reloj.
Las llaves guardan la memoria de las manos de Bolívar, Montilla y los gobernadores españoles que cerraban en la noche las enormes puertas de la ciudad antigua, previendo que los insurgentes la asaltaran. Cuando las puertas se cerraban, la ciudad se sumergía en un silencio de piedra y algas podridas de la ciénaga, en un sopor de sombras de murciélagos y alas quebradas de pájaros errantes y aguas dormidas de la Bahía de las Ánimas, azotada sin piedad por las lluvias horizontales de octubre.
Las llaves abrieron la puerta frente al puente levadizo hacia Getsemaní. Las llaves moldeadas a los vientos de la diáspora africana, europea y árabe, abrieron puertas en cuatro siglos. Algunas llaves antiguas llevaban grabadas la heráldica, una señal de los orígenes o una flor de liz. Las llaves de Cartagena tienen grabada una cruz.
La humanidad siempre inventó llaves para guardar algún secreto, pero se cree que el inventor de las llaves es Teodoro de Samos, en el siglo VII antes de Cristo.
Desde la llave primitiva de la vara cruzada sobre la puerta indígena y la tranca tradicional de las casas campesinas hasta las llaves de las puertas de piedra, las puertas de madera tallada y las de hierro, las llaves evolucionaron en sus formas, estrías, paletas, acanaladuras, en sus códigos de entrada y giro en la cerradura. Llaves pequeñas o enormes sobre puertas con aldabas en forma de dragones, salamandras o iguanas. ¿Por qué no una aldaba de cangrejos o mariamulatas?
En 1980, el historiador Eduardo Lemaitre le solicitó al Museo Nacional una réplica de esas llaves que se han convertido en uno de los símbolos de la ciudad. Las llaves llegaron y se exhibieron hasta la noche fatal en que saquearon el museo y se llevaron junto a la urna de las llaves, la ruana del general Bolívar y las llaves de la ciudad. Durante años, Moisés Álvarez buscó las palabras certeras para solicitar por segunda vez una réplica de esas llaves al Museo Nacional, contando el incidente del robo y explicando el significado trascendental de contar con las llaves que se anticipan a la celebración de los cien años del museo, memoria viviente de Cartagena. Y Moisés, sin proponérselo, ha venido a convertirse en alguien más que en un guardián de memorias, en el discreto y sabio señor de las llaves de la ciudad que abren hoy no antiguas puertas sino remotos recuerdos de asaltos, alianzas, concordias y sueños ardientes de libertad.
Pero Moisés no ha estado solo en esta quimera verdadera y necesaria de devolver la memoria a una ciudad que extravía sus propios recuerdos. Junto a él está el equipo humano y técnico del Museo Histórico de Cartagena, y la sabia asesoría del historiador Javier Ortiz Cassiani, la museóloga Sandra Mendoza, el restaurador Salim Osta, el arquitecto Alberto Herrera y, por supuesto, los espíritus guardianes de quienes soñaron con que Cartagena tuviera sus propias llaves: el historiador Eduardo Lemaitre.
Moisés es como el guardián de las llaves del reino. Su espíritu para cuidar, preservar o fomentar es una llave maestra que abre otras puertas en la ciudadanía. Alguna vez leí un texto del Boletín Historial sobre las antiguas llaves de Cartagena, escrito por Eduardo Caballero Calderón. En esa nota evocaba aquel verso “un párpado de piedra bien cerrado”, de Hernando Domínguez Camargo. Las llaves solas tienen un misterio que se agigante cuando están guardadas en la urna de un museo. ¿Cuántas veces abrieron las puertas del amanecer y del anochecer en el tránsito de una centuria a otra?
El Museo Histórico de Cartagena ha inaugurado las salas renovadas de la Independencia: el 11 de Noviembre de 1811, el Sitio y la resistencia de 1815 y la liberación definitiva del puerto en 1821, me precisa Moisés.
Junto a las dos llaves antiguas, se recuperaron una campana fundida por Pedro Romero, y uno de los cañones fundidos en su taller de herrería. Se hizo visible la firma de Romero, en un ámbito que subraya su gestión en el proceso de Independencia de la ciudad. También se recuperó para la Sala de la Independencia, el retrato del general José Prudencio Padilla y los hitos de su heroica existencia.
Las salas no contienen otras sorpresas distintas a los contenidos de las investigaciones académicas sobre los tópicos pertinentes a esta franja de nuestra historia local, “con un nuevo diseño que dignifique nuestro proceso de Independencia”.
Este esfuerzo colectivo, que aporta a la pedagogía visual y documental de la historia cartagenera, ha sido apoyado por la Alcaldía de Cartagena y la Secretaría General, que gestionó recursos para ese propósito mediante el proyecto ante Planeación Distrital.
Hace muchos años me quedé en la casa de un buen amigo, en una casona colonial de la Albarrada en Mompox, cuyas puertas se abrían con una larga y enorme llave colonial. Al salir a recorrer la ciudad antigua, el amigo me dejó las llaves previendo que tardaría en regresar, pero la llave era tan pesada que la llevaba conmigo como un talismán para espantar a los fantasmas. Las llaves conservan el frío metálico e intemporal de los años y la rara humedad de las manos de los muertos. Las llaves fueron pretexto inspirador de historiadores, poetas y pintores.
Borges escribió ‘Una llave en East Lansing’, en cuyos primeros versos habla la misma llave: “Soy una pieza de limado acero. Mi borde irregular no es arbitrario”. El poseído por la llave tiene la certeza de que “hay una cerradura que me espera. Una sola. La puerta es de forjado hierro y de firme cristal. Del otro lado está la casa, oculta y verdadera. Alguna vez empujaré la dura puerta y haré girar la cerradura”.
Las llaves son ahora el símbolo de la bienvenida a los ilustres visitantes. Pero las llaves doradas que se entregan como símbolo de Cartagena no se parecen a las auténticas llaves antiguas. A quien se le entregan las llaves de Cartagena recibe más que un horizonte de piedra y agua en sus manos, recibe un recuerdo, el presente colmado de pasados que se abre y se cierra como una puerta.
La enorme puerta principal de la ciudad ya no está al pasar por la Boca del Puente, pero en la bóveda de luz flota la voz del oficial de llaves que ahora se multiplica en las voces de los mercaderes de ilusiones, libreros y artesanos de aretes de plumas de pavo real. Aún resuenan las pisadas del general Bolívar, convertidas en viento de piedra sobre la vieja muralla. Ahora es el mismo general quien las entrega a Montilla y los descendientes de Montilla la devuelven a la ciudad.
Se oye la voz de trueno del general y sus manos enérgicas sostienen en el aire las antiguas y delgadas llaves del tiempo.