Por Saia Vergara Jaime
Especial para El Universal
No hay que confundir el trabajo con el empleo, dice la doctora en Economía Mercedes D’Alessandro. Históricamente las mujeres, que hoy representan la mitad de la población mundial, han contribuido a sostener la economía de manera gratuita, desempeñando múltiples labores en el ámbito de lo privado. Es lo que se conoce como economía de los cuidados. El artículo 2 de la Ley 1413 de 2010 del Congreso de la República creó las condiciones necesarias para incluir su aporte a las cuentas públicas. Y la define como “el trabajo no remunerado que se realiza en el hogar, relacionado con mantenimiento de la vivienda, los cuidados a otras personas del hogar o la comunidad y el mantenimiento de la fuerza de trabajo remunerado. (...) incluye los servicios domésticos, personales y de cuidados generados y consumidos dentro del propio hogar, por los que no se percibe retribución económica directa. Esta categoría de trabajo es de fundamental importancia económica en una sociedad”.
Paradójico reconocimiento, pues las cuidadoras no ven retribuciones reales que mejoren su vida. Por el contrario. A pesar de que su aporte es contable en el PIB, su jornada laboral gratuita es de seis horas diarias en promedio, dependiendo de la clase social, además de la que realiza fuera de casa. Esa doble jornada impide que las mujeres dediquen tiempo al ocio, a recrearse o a estudiar. “Ninguna mujer está inactiva nunca”, dice Dora Barranco, doctora en Ciencias Humanas, refiriéndose a ese “mandato de género” normalizado, a través del cual se asume que solo ellas deben responsabilizarse de los cuidados, de por vida.
Convenientemente se han “feminizado” trabajos, por lo general, no remunerados. Si miramos fuera del hogar, “la primera salida laboral para ellas es el empleo doméstico”, explica D’Alessandro. Según datos de la Escuela Nacional Sindical (ENS), en Colombia, el 96% lo desempeñan mujeres, de las cuales solo el 38% terminó la primaria. El 61% no alcanza a ganar un salario mínimo, el 77% recibe parte del sueldo en especie y solo el 18% cotiza al sistema pensional. Además, 8 de cada 10 empleadas domésticas carecen de contrato de trabajo escrito, lo que aumenta su vulnerabilidad. Para Barranco, “el trabajo informal, no registrado es una marca de la condición femenina”. Nos guste o no, también “la pobreza es sexista”, destaca un informe de la ONG, ONE.
En los estudios de género se le llama “suelo pegajoso” a esta situación de precariedad, temporalidad y de doble jornada laboral (dentro y fuera del hogar) que impiden a las mujeres mejorar sus condiciones socioeconómicas y laborales. Y aquellas que lo consiguen se topan, entonces, con el “techo de cristal”. El término fue utilizado por primera vez en 1978, por Marilyn Loden, y se refiere a las barreras sutiles y casi imperceptibles que enfrentan las mujeres en su vida profesional. A pesar de que muchas veces están más cualificadas que sus empleadores y superiores, solo se les permite llegar hasta un cierto nivel en el reparto del poder y en los puestos de mando. La maternidad y la feminización de los cuidados son vistos como obstáculos para promover a las mujeres, sin importar sus capacidades ni su formación profesional. La situación empeora si, además, están en edad de procrear. Para un empresario es económicamente más “productivo” contratar y promover hombres que mujeres jóvenes, muestran numerosos estudios, a pesar de que este tipo de discriminación no sea legal.
La presidenta de la Asamblea General de Naciones Unidas, Patricia Espinosa, alertó el pasado marzo sobre la participación política femenina: “el 90% de los Jefes de Estado y de Gobierno son hombres, al igual que el 76% de los parlamentarios (...), para llegar a la paridad se necesitan unos 107 años”.
En lo empresarial no es diferente. Según Ipsos (2018), de las 500 empresas más poderosas del mundo, solo el 3% está dirigido por mujeres. Si ponemos el foco en la academia, un estudio del Observatorio Laboral para la Educación, MEN (2017), indica que “el 54% de los graduados en el nivel técnico y tecnológico son mujeres y 60% en el nivel universitario”. En 9 años las mujeres doctoras han pasado de representar el 27% al 41% y ello es un gran logro. Sin embargo, habría que preguntarse cuántas de ellas han tenido que escoger entre seguir una carrera académica y ser madres. Y ver qué pasa con el porcentaje que no continúa especializándose. También habría que analizar la calidad de los empleos que obtienen y su representación en los puestos de poder.
Este mismo informe reconoce que, “según el Fondo de Poblaciones de las Naciones Unidas (2017), el Banco Mundial (2016) y el Foro Económico Mundial (2017), la desigualdad estructural entre hombres y mujeres a lo largo del mundo es objeto de preocupación, pues generan problemáticas como la desigualdad en materia de derechos de propiedad, pasando por diferencias en los trabajos asignados y sus remuneraciones, hasta inequidad en la representación política. Estas entidades concluyen que las mujeres se enfrentan a desventajas sistemáticas en comparación con los hombres”. Barrancos, por su parte, explica que hasta en los países más desarrollados la brecha de género es latente y que el mercado laboral es el ámbito “donde más crudamente se expresa la diferencia a favor de los varones”.
En Cartagena, Dewin Pérez Fuentes, basado en información del Observatorio del Mercado Laboral- GEIH DANE, calcula que hay 22 puntos porcentuales que favorecen a los hombres en cuanto a la participación y ocupación laboral. La tasa de desempleo, por su parte, también evidencia la brecha: 8,9% para las mujeres comparado con el 5,5% para los hombres. En cuanto al ingreso promedio, ellas también pierden: reciben casi un 20% menos de retribución, muchas veces, por realizar los mismos trabajos que ellos.
Cuando se habla de inserción laboral y empleo hay que evidenciar que no existen condiciones igualitarias ni se parte del mismo lugar y que “no acabaremos con la extrema pobreza sin poner fin a la desigualdad de género”, como expresa Isabel Lantigua, a propósito del informe de ONE. Es urgente modificar las desigualdades estructurales y crear medidas económicas que reconozcan de manera efectiva el aporte cotidiano de las mujeres en el ámbito de los cuidados y que también incentiven la participación de los hombres en el sostenimiento de la vida. Como, por ejemplo, a través de los permisos de paternidad igualitarios e intransferibles, la cotización para cuidadoras y cuidadores, la equiparación salarial, entre muchas otras. Todo está por hacer. Es vital hacer visibles las desigualdades y entender lo que han advertido las últimas huelgas feministas: “Si las mujeres paran, se para el mundo”.