
La llamada de una mujer horrorizó esa mañana de agosto. La muerte se asomaba en aquella voz: susurros agitados, una vida escurriéndose en una escena del crimen y un perpetrador, violento, acechando a su víctima. Aquella mañana el teléfono repicó en la sala de redacción a las 10:15. Al otro lado de la línea una mujer agonizante clamaba auxilio en una frase perturbadora: “Mi pareja me apuñaló, me tiene encerrada. Quiere matarme”. Tal sentencia estremeció a los periodistas, cuya cotidianidad cambió ese día, cuyos estómagos sintieron un vacío inmenso, cuyas pieles se volvieron de gallina al escuchar que aquella enigmática mujer suplicaba ayuda: “Mi pareja me encerró en un armario. Me apuñaló en el cuello y en el abdomen. ¡Quiere matarme!”. Sin más ni menos, la comunicación se cortó.
Una llamada llevó a la otra. Una alerta encendida se propagó: en un barrio de la ciudad había una mujer herida, encerrada por su agresor y en peligro de muerte. Lilia Amparo Garzón, una aguerrida Teniente Coronel, no ahorró esfuerzos, ni tiempo, ni agentes de la Policía Metropolitana de Cartagena, para hallar a aquella dama que había llamado al periódico pidiendo que la salvaran de morir desangrada.
Las patrullas dirigieron su rumbo hacía El Reposo, pues la misteriosa muchacha mencionó que estaba encerrada en ese barrio. Recuerdo que ese miércoles nos movíamos en uno de nuestros recorridos matutinos del periódico Q’hubo, muy cerca del sitio, cuando nos avisaron de los hechos. Sorprendidos por aquella macabra noticia llegamos rápido a El Reposo, casi que al tiempo que la Policía.
En la calle se dispuso la búsqueda y en la sala de redacción de El Universal, en el Pie del Cerro, otra llamada: otra vez se había establecido contacto telefónico con la ‘víctima’. Aquella mujer llamó desde un celular y a ese mismo número retornaron la llamada. Su voz se escuchaba más débil, decía estar encerrada en un segundo piso de una casa: agonizaba. Y el tiempo era su peor enemigo. Los periodistas trataban de animarla mientras llegaba la ayuda, pero la comunicación nuevamente se cortó.
Las alarmas de la Policía, el ruido de una ambulancia, los radios de las patrullas sonando encendieron la curiosidad en los alrededores. Algo grave pasaba y eso llamó la atención de muchos residentes de sectores cercanos. Justo media hora después, al filo de las 11 de la mañana, 40 patrullas de la Policía buscaban por todo El Reposo. El operativo para encontrarla dejó desprovista de seguridad a una parte de la ciudad, cuyos patrulleros enfilaron sus esfuerzos en hallar a la mujer de la llamada.
La ambulancia del Centro Regulador de Urgencias y Emergencias de Cartagena que llegó para auxiliarla llevaba paramédicos para resucitarla de ser necesario y hasta un sicólogo para darle apoyo emocional. El desconcierto reinaba, amas de casa en pijamas y despeinadas en las calles, la gente iba de un lado a otro, los mototaxistas, unidos para buscarla, pitaban incesantemente. En el voz a voz sonaba el nombre de Kelly. “¿Quién la conoce?”, se preguntaban, “Yo no he escuchado de ella”, murmuraban. Sobre Jonathan, el nombre del supuesto agresor, tampoco se sabía nada. Era como si no existieran.
Sobre las calles de El Reposo ese miércoles reinó una angustia abrumadora, desbordada hacia La Victoria, un barrio vecino, también de estrato medio-bajo de Cartagena. El sol ardía y el calor asfixiaba.
No sé bien en qué momento llegaron tantas personas, más de 300. Tampoco sé bien en qué momento, todos, policías, periodistas, mototaxistas, vecinos y hasta perros, corríamos como locos de una calle a otra, buscando una casa azul de dos pisos y de rejas blancas, porque Kelly había dicho que estaba en una casa azul, de rejas blancas y de dos pisos, cerca de una peluquería y de una venta de minutos de celular. Varias cumplían con esas características.
Recuerdo a una señora de cabellos plateados y ensortijados con las manos oprimidas sobre el pecho, contrariada y con cara de espanto mientras un agente rompía a bolillazos los vidrios de una ventana, para abrir la puerta de un apartamento. “Ahí no hay nadie, los dueños salieron desde esta mañana”, se había escuchado antes entre la multitud.
No había nada, como tampoco en otras cuatro casas azules de El Reposo a donde los policías entraron saltando patios, dando patadas voladoras a las puertas o, simplemente, solicitando a sus ocupantes autorización para verificar.
Tampoco sé por qué, ni de dónde, lanzaban piedras a la multitud que, más que ayudar, le puso a la Policía otra tarea: controlar los ánimos y una que otra trifulca que amenazaba con desatarse. El ring ring del celular de Kelly, al que llamaban intentando ubicar, tampoco se escuchaba por ningún lado.
En el afán de encontrarla y de evitar que muriera a manos de Jonathan, en El Reposo hubo quienes se atrevían a dar ubicaciones, a la loca, no de casas azules, más bien de parejas de esposos conocidas en el barrio por ser problemáticas, sin resultados.
El mismo tiempo, que tanto apremió en principio, fue aclarando el panorama de aquella mañana. Los agitados minutos pasaron y con ellos aumentaba el escepticismo, pero también llegaba la calma. Dos horas después no había rastros de Kelly y mucho menos de Jhonatan. Tampoco había rastros de Lorena, la supuesta hija de 5 años, que dijo tener y que debía recoger en el Colegio Luis Carlos Galán, a las 11 de la mañana. Pero, en esa escuela, constataron los policías, no había ninguna niña matriculada con ese nombre. Empezaba a aclararse todo.
Al mediodía de ese 1 de agosto de 2012, Kelly fue encontrada. No estaba en el barrio El Reposo, ni siquiera en Cartagena, tampoco tenía puñaladas de Jonathan, un novio con el que había terminado recientemente por una supuesta agresión. Mucho menos tenía una niña de cinco años. Su mamá, Paula, fue quien la halló, en su casa, a muchos kilómetros de distancia, en Berrugas, corregimiento del municipio de San Onofre, en Sucre. Cuando Paula llegó a casa, luego su día de trabajo como docente en un colegio, encontró a Kelly tapada de pies a cabeza con una sábana y temblorosa. “Me está buscando la Policía”, le dijo. Una vez más, Kelly, una muchacha de 22 años con problemas mentales, era presa de sus fantasías, de secuelas y de las heridas en carne viva dejadas en su mente por la guerra.
En la época de los paramilitares en Berrugas, a Kelly la secuestraron y la sometieron a toda clase de vejámenes. Desde entonces no fue la misma y hacía ese tipo de llamadas. Esa misma guerra de la que años atrás había sido víctima, ahora, como muchas otras veces, le jugaba una mala pasada. A ella y a todos nosotros.