Era casi un niño cuando conocí a Raúl Gómez Jattin caminando frente al río Sinú, en Montería. Llevaba unas sandalias de vikingo, alto como un gigante, la melena aún frondosa de su cabellera, vozarrón de mar de leva, los pantalones muy ajustados, y una risa de granizo que rompía cristales. En el recital colectivo que hicimos en aquella ciudad en los años setenta, en donde leí por primera vez una de mis ocurrencias, el gigante se me acercó para decirme con ternura que solo se salvaba un verso de entre todo lo que yo había leído, y me consoló diciendo que era demasiado niño para escribir poemas y que solo los años podían afinar una vocación.
Pocos días después, caminando frente al río, me tropecé con Raúl y me invitó a comer helados. Su risa estruendosa alarmó a todo el mundo. De aquel encuentro, recuerdo que me propuso subirnos a lo alto de uno de los árboles que estaban en la ribera, entre guaduas y ceibas del tiempo. Me pareció una idea fenomenal su invitación a conversar sobre sus lecturas y sus obsesiones. Me dijo que le fascinaba leer a Cavafis, a Pessoa, a Whitman, entre otros. En teatro, me habló de Shakespeare, de Ibsen y de otros que ya no recuerdo. Todo fue tan vertiginoso bajo aquel remanso de iguanas esquivas y sigilosas, bajo la sombra de los árboles y el ritmo lento y apacible del Sinú en el verano.
Es curioso pero esa escena del árbol se repitió de otra manera cuando, años después, nos vimos en Cartagena y la foto que ilustró las tres páginas que publiqué con sus poemas era la imagen solitaria de Raúl encaramado en uno de los árboles del Sinú. Ya eso lo he contado varias veces, pero lo nuevo de esta historia evocada es que poco después de ese primer encuentro Raúl fue recluido en un hospital psiquiátrico.
Fui a verlo en su casa de Mozambique y su madre, Lola Jattin, me advirtió que acababa de salir de una crisis; despojándose de sus vestidos, se había echado desnudo por las calles de Cereté y había intentado incendiar la casa. Más allá del drama de su asma de infancia, que lo convirtió en un niño casi aislado y ensimismado, y las posteriores crisis emocionales y mentales agravadas por su adicción a las drogas, Raúl me pareció una criatura paradójica, genial en su arte y en la singularidad de su dolor. Tenía una apariencia corpulenta pero de alma frágil, una lucidez atormentada, un conocimiento sensitivo de la literatura griega y una memoria sobre la historia de la humanidad que contaba sin apuntes en sus clases de bachillerato en el colegio Marceliano Polo.
El poeta que escribió aquel primer libro pequeño, financiado por su psiquiatra en una edición casi clandestina en 1980, era un panteísta, un místico que veía el reflejo de Dios y de sí mismo en los mangos de corazón del Sinú, en las aguas del río y en la forma de las nubes. Él no describía el paisaje. Él era una parte de ese paisaje, como las garzas, los toros, los pájaros, los colibríes. Ya en su advertencia sabía que era amenazado por sí mismo: “No te encuentres conmigo”, era un clamor muy doloroso, muy sincero, muy auténtico. Años después fui a conocer ese reino verdadero de la infancia de Raúl, en donde todo lo que amó y nombró era un pasado que a su vez era su eterno presente. Sus vecinos y su familia eran los verdaderos personajes de sus poemas. Isabel, con sus ojos de leopardo, nunca se casó con ningún alcalde, pero su poder irradió en Raúl belleza, ternura, juegos bajo el mamoncillo que poco tiempo después una tormenta derribó.
Raúl jugaba a las muñecas con Isabel. Isabel, con “los ojos dorados/como pluma de pavo real/y las faldas manchadas de mango”. Raúl le reclama a Isabel en su poema como a su propia aldea: “qué te vas a acordar. La humanidad olvida lo pequeño y sencillo que puede ser eterno y sublime”. El poeta se siente deshabitado por la insensibilidad de los suyos y habitado por otras resonancias de su entorno. Su desolación lo ilumina: “Sigo tirándole piedrecillas al cielo/ buscando un lugar donde posar sin mucha fatiga/ el pie/Haciendo y deshaciendo figuras en la piel de la tierra y mis hijos son de trapo y mis sueños de trapo/y sigo jugando a las muñecas bajo los reflectores del escenario”.
Su hermana de crianza, Sara Ortega de Petro, me contó que cuando todo el mundo cerraba las puertas porque ahí venía Raúl, era ella una de las pocas que no solo le abría la puerta sino que lo esperaba con un tazón de sopa en Cereté. El poema que le escribe Raúl es uno de los más bellos de su obra poética:
“Tallada en una carne alada oscura y firme/llegó mi hermana Sara desde lejos del mundo/a mis años de asma y juegos de escondidas/a encenderme/con su atávica África iluminándole la piel/y alborotando recia la mansedumbre del patio solariego.
“Llegó con unos inmensos zapatos de charol fucsia/y un traje de colores deslumbrantes/que acentuaban su delgadez de cobre/Esa mujer con la hermosura de una reina de Dahomey/y la delicadeza que perfiló mi madre con dulzura”.
El poeta siente que su hermana de crianza es algo más que una presencia emocional, es un paisaje que no destruye el tiempo: “(...)Aún hoy tengo tanto de ella en mí como de las mariposas/La lluvia y los primerizos mameyes del invierno”.
El padre de Raúl, Joaquín Gómez Reynero, era un abogado, lector del Tuerto López y un hombre culto. Y su hermano Raúl Gómez Reynero había conocido al Tuerto López y le había hecho un dibujo a mano alzada.
Lola Jattin, convertida en uno de sus mejores poemas, había sido desterrada de su reino por haberse casado con un hombre sinuano, no descendiente de sirio-libaneses, como su primer esposo. En el Cereté de su arribo, la gente la esquivaba a la entrada de la iglesia y murmuraba que Raúl era el hijo de una relación adúltera. Catalina, la abuela árabe de Cartagena, al esquilmar el pan del muchacho Raúl, estaba replicando el desprecio de los cereteanos. Para una sociedad prejuiciada, pervertida y demencial no era fácil comprender a los Gómez Jattin, y mucho menos que una familia comprendiera y sobrellevara a un genio en casa, que además de poeta y artista era adicto a drogas y esquizofrénico.
A veces, en las madrugadas, Raúl volvía a soñar con Miguel, aquel tío paterno a quien los españoles le cortaron la cabeza y la pasearon en una jaula por el puerto, para intimidar a los insurgentes. En el sueño volvía a conversar con aquel tío degollado y sentía compasión y sufrimiento con su vida y con la sociedad que era otra cárcel y otra jaula, donde sus sueños parecían atrapados.
Un día antes de morir atropellado por un bus de Zaragocilla, a las seis de la madrugada del 22 de mayo de 1997, el poeta Raúl Gómez Jattin se tropezó con un policía amigo del cuartelillo de Chambacú, quien luego de saludarlo efusivamente le dijo en secreto: “Pásate por allá, que te tengo una sorpresa”.
El poeta estaba descalzo, desdentado y con las hebras de su cabello en el aire. El policía tenía sentimientos convulsos con el poeta, al que apreciaba. Y cada vez que podía, guardaba una ración de marihuana incautada en la ciudad para dársela al poeta. El ahora exagente se lamenta si tal vez el poeta no iría tras su sorpresa cuando intentaba atravesar la vía cerca al cuartelillo...
Y encontró la muerte.
