

Era domingo y la corraleja estaba repleta. El ruido era ensordecedor, pero la gente se veía animada. Unos bailaban los porros que entonaban las bandas, reían, gritaban, bebían; otros, esperaban ansiosos que salieran al ruedo las últimas “bestias” de esa tarde de toros en Arjona.
Era 2007 y lo que más se comentaba en el pueblo, entre los simpatizantes de esta fiesta taurina, era que los toros de ese año estaban “buenos”, y no precisamente por su mansedumbre. La prensa hablaba del “éxito” en las festividades en honor a la Virgen de la Candelaria en ese municipio de Bolívar y destacaba que muchas personas “quedaron con boleta en mano por no haber más espacio en los palcos”.
Vendedores de rosquitas, “muslitos”, chuzos, agua, se paseaban expectantes por el redondel. Manteros y banderilleros se paraban de frente hacia la puerta del toril para hacer su hazaña, mientras algunos aficionados analizaban bien en qué palo treparían cuando el toro se les acercara.
Allí estaba Elkin Hurtado Martínez, un técnico en electrónica cautivado por el ambiente de las corralejas y la zozobra de su espectáculo. No era la primera vez que entraba al ruedo, lo hacía desde que tenía 15 años y hasta ese instante había tenido suerte de no ser corneado por uno de esos animales. Ese domingo de toros vestía una camisa azul manga larga, que llevaba remangada hasta sus codos; jeans y unos zapatos deportivos nuevos, que permanecían intactos con su color blanco.
Un amigo suyo, desde afuera, le pidió que se saliera, argumentó que los toros estaban “muy peligrosos” y, a cambio, lo invitó a una cantina próxima a la corraleja. “Pero le dije que iba al toril un ratico, esperaba al toro que le tocaba y me salía por ahí mismo”, narra.
Elkin abrió la puerta del toril y vio venir a un animal robusto, intrépido, de cachos muy grandes. “Cerré la puerta, corrí hacia un lado y me tiré (al suelo, para tratar de refugiarse en la parte baja de la estructura de madera), pero nada más alcancé a meter la mitad del cuerpo y me quedaron las piernas afuera, porque había demasiada gente ahí, abajo. Pensé que el toro iba a salir y a pasar de largo, pero resulta que se devolvió. Yo intentaba meterme y no podía, y el toro alcanzó a cortarme (por la cadera), metí la pierna como para espantarlo, pero ¡qué va!, me cogió por la pierna y paseó conmigo entre sus cachos como por la mitad de la corraleja”.
La gente gritaba, todos se ponían las manos en la cabeza, en la boca, se lamentaban, y Elkin, en ese preciso momento, no sentía nada. Cuando por fin el toro lo dejó caer, lo primero que hizo fue meter sus manos al bolsillo, sacar su billetera y entregarla a un primo que lo auxilió, para que se la diera a su mamá y le avisara lo que acababa de ocurrir. Ella ya le había advertido que no se arriesgara en aquel festejo, un vecino lo aconsejó y su hijo, de unos siete años, también le imploró que no fuera.
“De ahí en adelante no me acuerdo muy bien de las cosas, solo recuerdo que iba montado en algo, acostado, y que el cielo iba pasando, y era que me llevaban en una camilla porque no había ambulancia. Cuando me montaron en una patrulla de la Policía fue que me miré la pierna derecha”. La herida se extendía a lo largo de la pantorrilla y en el hospital de Arjona no la pudieron cerrar. Tenía un tendón comprometido y debían trasladarlo a una clínica en Cartagena.
Fueron cuatro días de dolor intenso. Por fin lo operaron el miércoles, aunque le explicaron que quedaría cojeando, pero que con terapias mejoraría.
“Hubo negligencia en el hospital y la pierna se me infectó. Me tuvieron que remitir para otra clínica y fue donde me dieron la noticia que tenían que amputar mi pierna. Yo solo pensé que tenía un hijo por quien velar y dije: ‘Háganle’. El dolor era tan fuerte, que yo lloraba y gritaba, era un dolor intenso, tremendo... y creo que lo asimilé de esa manera porque era como cuando uno lleva un peso en el hombro y necesita que se lo quiten. A mí la pierna me estorbaba, la infección me tenía mal y lo importante es estar vivo”.
Pasaron días de angustia, en los que, incluso, se rumoró en su pueblo que había muerto, pero estaba luchando por quedarse en este mundo y tratando de conformarse con las manos que aún le quedaban para trabajar. Volvió a su casa casi un mes después. En definitiva, no fue tan fácil adaptarse a su nueva realidad, pero la depresión no pudo con él. Luchó en su EPS hasta conseguir una prótesis con la que volvió a sostener su cuerpo sin la ayuda de muletas ni silla de ruedas.
“Esta experiencia le sirvió mucho a mi familia, que estaba bastante desunida. En medio de mi caso hubo mucha unión y apoyo, entre mis papás, mis hermanos”, cuenta.
Elkin está vivo de milagro. Eso fue lo primero que pensó al ver un video sobre lo ocurrido aquel domingo de toros en Arjona. Hoy, sentado en la terraza de su casa, a sus 45 años, aún no tiene la explicación de su gusto por las corralejas. Tampoco ha dejado de meterse al ruedo, aunque ahora lo haga antes de que arranquen las corridas. Y, contrario a lo que muchos creerían, asegura que, por el peligro que las ronda y el sufrimiento de los animales, está de acuerdo con que termine esta tradición en la que casi pierde la vida de una sola cornada.