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El día que los paramilitares vendieron huevos

El Jueves Santo de 2001 pasó a la historia en un pueblecito de Bolívar, llamado Guaymaral, como el día que más se compraron y vendieron huevos. Y como el día en que la calma se pudrió.

El día que los paramilitares vendieron huevos
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Estábamos en una misa cuando los paramiltares llegaron a vender huevos al pueblo.

Era Semana Santa de 2001 y, a mis escasos diez años, sabía perfectamente que ver llegar un montón tipos camuflados y armados hasta las pestañas no era bueno en absoluto. Todos lo sabíamos: los que pasaban aquella tarde de Jueves Santo en sus casas, los que desafiaban el feroz calor en las calles polvorientas y los que rezábamos en la iglesia.

Recuerdo que a esa misa, extrañamente -porque en el pueblo no iban mucho a misa, a menos que fuese un muerto muy popular-, no le cabía una razón de boca y que todos volteamos simultáneamente apenas escuchamos que un camión se acercaba. ¿Por qué volteamos al mismo tiempo? El ruido del motor de aquel vehículo, que se acercaba rápido, sonaba diferente a los carros del pueblo, es que en el año 2000 en Guaymaral (corregimiento de Córdoba, en Bolívar) había menos de tres mil habitantes y máximo diez carros, y teníamos una especie de ¿don?: reconocer el sonido de los carros guaymareros.

Miré al padre Quiroz, un cura delgado de cabellos blancos, y me pareció que el rostro se le ponía del mismo color que su sotana, inmaculada y blanca, y los labios del morado de la estola. Me dio la impresión que se le olvidó el sermón por el susto, se le embolató la lengua y ahí supe que a lo mejor los sacerdotes también sentían miedo porque, al fin y al cabo, también son humanos y los humanos somos mortales.

Los feligreses comenzaron a murmurar, a rezar. A preguntarse qué pasaba, ¿será que llegaron a matar a alguien como lo habían hecho ya antes, cuando iban en sus camionetas como alma que lleva el diablo? ¿O a extorsionar a los tenderos y a los ganaderos, los únicos que quizá tenían alguito que dar? Nadie podía responder. Las mujeres se persignaban. Recuerdo a la señora Pacha, que no podía ver un uniforme camuflado porque comenzaba a pedirle cosas raras a Dios: “¡Ay, Dios mío, quítanos la luz, quítanos la luz!”, decía y cerraba los ojos, siempre a punto de llorar. Vi que dos paramilitares entraron a la misa. Vi de nuevo al padre, que se las arregló para terminar la eucaristía, sacar una silla plástica blanca por una puerta lateral de la iglesia, y sentarse ahí, solo, hasta que a otro cristiano se le ocurrió acercársele para hablar de cualquier cosa.

Los tipos del camión, los camuflados armados y forrados con balas y granadas, eran de las Autodefensas Unidas de Colombia, hasta los niños lo sabíamos; primero, porque a ellos les gustaba decirlo siempre y, segundo, por sus brazaletes -¿se llama brazalete lo que adhieren a sus mangas?- con las iniciales claritas: AUC. Recuerdo que llegaban muchos, casi siempre en una sola fila, y que uno sentía que aparecían de la nada, porque podías estar sentado en la terraza, afuera del colegio o en la plaza y de un momento a otro te veías rodeado de hombres armados. Pero esa tarde no eran tantos, recuerdo, eran solo los cuatro del camión. Habían llegado a vender huevos de gallinas.

Todavía se dice que ese camión fue robado en algún camino cercano, a lo mejor por Zambrano o quizá por Plato (Magdalena), nunca se supo exactamente dónde o cómo lo obtuvieron y, por supuesto, nadie se atrevió a preguntarle a los “vendedores”, lo cierto es que en la noche anterior a aquella tarde veranera fueron de tienda en tienda, a informar que al día siguiente volverían ya con las “posturas”, como decía mi abuela María Roquelina, para surtir al pueblo de tantos huevos como jamás nadie había imaginado.

Y sí, habían regresado justo en el momento de la misa. “Traemos unos huevitos, para que nos compren”, decía alguno de los tipos cada que llegaba a una de las cinco o seis tiendas del corregimiento. Y nadie, aunque quisiera decirles que no mil veces, podía rehusarse a comprarlos. Finalmente, ¿quién no compra cuando el que vende carga un fusil?

-No señor, nosotros no necesitamos huevos, porque aquí tenemos varias canastas para vender –se atrevió a responder una de las dos mujeres de la tienda más grande de Guaymaral.

-Bueno, entonces bájele diez canastas –le decía un paramilitar a otro-. Aquí vamos a encenderlas a huevo... ¿Al fin cuántas canastas se van a quedar?

La tendera más joven les dijo que bajaran las que quisieran entonces, que para qué preguntaban, si igual había que comprar. La más señora, muerta del susto y de la rabia, por aquello de “encenderlas a huevo”, exigía un respeto que evidentemente no existía en aquel lugar.

Ninguna de las dos tenderas recuerda cuántas canastas sacaron del camión, lo que sí saben ambas es que los señores prometieron regresar al día siguiente por el pago de los huevos. Los cuatro tipos volvieron a embarcarse en el camión y siguieron su ruta por los negocios y negocitos, y todavía cuentan en Guaymaral que no pudieron deshacerse de todos los huevos y que los que les sobraron, los repartieron entre la gente que se tropezaban en la calle. Nunca faltaba el campesino al que se le notaba el miedo en la palidez de la cara, o en la voz temblorosa, lo cual era perfectamente natural, y tampoco faltaban las peculiares respuestas de aquellos camuflados: “Pues tendrán que acostumbrarse, porque nosotros somos los que vamos a mandar de aquí en adelante. Nos va a tocar pintar un burro de camuflado, para que se acostumbren”.

***

De vuelta a la iglesia, el padre Quiroz decía:

“La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros”.

-Amén -decíamos todos a una sola voz.

Y yo sospechaba que nadie quería decir amén, porque ninguno quería que se acabara la misa: a lo mejor en el templo estábamos más seguros que en la calle.

-Podéis ir en paz -seguía el sacerdote.

-Demos gracias a Dios -finalizábamos.

Y todos, como quien no quiere la cosa, fueron saliendo. El padre se fue, seguramente a oficiar una misa en algún otro corregimiento, y los camuflados también se marcharon, no sin antes prometer venir por su plata al día siguiente.

Y volvieron. Y nadie sabe cómo, pero todos los tenderos se les arreglaron para pagarles por unos huevos que, finalmente, se pudrieron, así como la calma por muchos años en aquel pequeño pueblo.

Y nadie, aunque quisiera decirles que no mil veces, podía rehusarse a comprar los “huevitos”. Finalmente, ¿quién no compra cuando el que le vende carga un fusil?

Miré al padre Quiroz, un cura delgado de cabellos blancos, y me pareció que el rostro se le ponía del mismo color que su sotana, inmaculada y blanca, y los labios del morado de la estola.

Era Semana Santa de 2001 y, a mis escasos diez años, sabía perfectamente que ver llegar un montón tipos camuflados y armados hasta las pestañas no era bueno en absoluto.

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