Es el napolitano más cartagenero de todos los napolitanos que han venido a Cartagena de Indias. Llegó hace más de medio siglo, como asistente del cineasta italiano Gillo Pontecorvo, para filmar ‘Quemada’, en la que actuó, y se quedó para siempre entre nosotros al escuchar la música irresistible de las sirenas.
Sí. Porque fueron las razones del corazón, y no las del codicioso conquistador, las que lo ataron a Cartagena. Fue en vano que intentara taparse los oídos, como Ulises, y se aferrara a los mástiles del regreso con la certeza de los muelleros bullangueros de que más pueden tres pelos de mujer que una yunta de bueyes.
Acababa de cumplir veintiocho años hacía solo cinco meses, pero en sus ojos brillaban los atardeceres napolitanos y las nostalgias mediterráneas. Era alto, desenfadado, con la barba negrísima en forma de candado, sandalias de peregrino errante y una felicidad de aventurero insaciable en las praderas del Caribe. Se prometía el último sábado de cada mes regresar a Italia, después de que filmaran la película, pero se quedó por las mismas razones por las que tantos napolitanos se quedaron embrujados entre nosotros, al presentir el dulce sabor del caimito en la piel de las doncellas.
En la película ‘Quemada’, los únicos que no tenían que hacer mucho esfuerzo en parecerse al personaje elegido por Pontecorvo eran Alejandro Obregón, con su pinta de pirata de encarnizados ojos de color aguamarina, el inconfundible Marlon Brando, de barbas doradas y botas de cazador, y este forastero feliz, al que solo le bastaba caminar por las calles amuralladas para parecer un traficante de negros del siglo XVIII.
Los tres se hicieron amigos de inmediato, dentro y fuera de la película, y quedaron actuando fuera de bambalinas, por la gracia de sus propias vidas.
Pero la sola escena de acompañar a Gillo Pontecorvo a Palenque a buscar al actor invisible que protagonizaría el filme ‘Quemada’, es ya para una película. Los dos alargaron la vista hacia un horizonte en el que vieron a un mulato sembrador de maíz, jineteando un caballo en medio de las espigas. Y los dos coincidieron: ese era el negro buscado para la película. Era Evaristo Márquez, cuya única estrella era la de sembrar maíz en una tierra dura y arisca, ablandada con lágrimas. Los índices señalaron al tiempo a Evaristo, quien salió despavorido, mal creyendo que se trataba de unos caníbales europeos.
Salvo Basile ha estado a salvo de todo en este reino embrujador, donde ha vivido estos cincuenta y un años, desde aquel octubre de 1968 en que decidió quedarse. Desde cuando la música de la sirena, luego de zumbar en sus oídos, se encarnó en la dulce esbeltez de la joven cartagenera Jackeline Lemaitre. No dudó en ningún instante que aquella era la mujer de toda su vida.
Salvo, nacido en mayo dieciocho de 1940, actúa con la naturalidad de aquel muchacho de voz resonante, como sílaba de mar, que no pensó en quedarse para seguir actuando sino para casarse. Y es lo que ha hecho: casarse con el cine y la televisión y con el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (Ficci), del que ha sido miembro, presidente de su junta directiva y cómplice de sus sueños más antiguos junto a Víctor Nieto Núñez, su fundador.
Salvo empezó su vocación escénica encarnando clásicos griegos como ‘La paz’, de Aristófanes. Luego de su papel en ‘Quemada’, actuó en 1968 en la película ‘Sentado a su derecha’, y apareció en la televisión colombiana en 1989, en un papel de pirata en la serie ‘Calamar’. Fue asistente de Werner Herzog y Francesco Rossi.
Ha sido actor y productor ejecutivo de las películas ‘La estrategia del caracol’, ‘Águilas no cazan moscas’ e ‘Ilona llega con la lluvia’. En el cine internacional ha participado en ‘El amor en los tiempos del cólera’ y ‘Cobra verde’. En 2014 actuó en ‘Un caballo llamado elefante’ (Chile) y ‘El acompañante’ (Cuba). Y ha participado como actor en series como ‘Ay, cosita linda’ (1998), ‘Sofía dame tiempo’ (2003), ‘Las noches de Luciana’ (2004), entre otras.
La casa de Salvo es lo más parecido a él mismo y es una memoria dispersa de lo que ha sido Cartagena en estos últimos cincuenta años. Es el padre de Alessandro y Gerónimo, el hombre cuya sonrisa es capaz de vencer la oscuridad de los días difíciles.
Pero en el fondo de sí mismo es un sentimental de lágrima suelta y corazón sobresaltado, que no ha perdido el sentido de las perplejidades que lo ataron a Cartagena cuando la divisó, apenas desprovista de los lujos de hoy, arruinada pero espléndida en su vitalidad y en su humanidad, con las uvitas de playa acorazanadas y doradas quemándose al sol, y los icacos floreciendo al pie de las ciénagas.
Sus amigos se parecen a su propia desmesura: Alejandro Obregón, cuyas barracudas muerden el aire caliente de las tres de la tarde sobre una pared eternizada. Paolo Buggiani, el artista italiano del fuego, en cuyos lienzos al óleo y acrílico junta el Mediterráneo con el Caribe, y recupera texturas de arena revueltas con amarillos y naranjas. Junto a la sabia mansedumbre de Víctor Nieto, su amigo, cuyo nombre ahora es el homenaje que él recibirá como consagración a su vida de actor, está el otro cómplice de sueños: Gabriel García Márquez, que con una libretica de bolsillo apuntaba las señales del mundo, diseñando quimeras para el Festival de Cine de Cartagena.
Salvo cree que Cartagena ha probado ya que es un destino para el cine del mundo, con 60 años de festivales y más de 20 producciones internacionales. Y no solo porque por aquí hayan pasado Marlon Brando, Robert de Niro y Klaus Kinski, sino porque Cartagena suscita cada vez más el interés de directores y productores, y despierta la sed de los aprendices y veteranos directores locales de cine. “Entre esos jóvenes se destacan Rafa Martínez, Alessandro Basile; directores de fotografía como Rubén Fernández; actrices estrellas como Aida Bossa; y seguimos siendo la ciudad preferida para los cineastas de todo el mundo”.
Salvo ejerce una doble pedagogía como columnista del diario El Universal y como formador de juventudes en el área de cine en la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
Pero Basile no está a salvo de las fragilidades del mundo. Le duele la ciudad en donde se sumergía en aguas claras en los años sesenta y ahora descubre la contaminación minando el esplendor de otros días.
¿Quién puede creer que un gigante como Salvo pueda sentirse como un patriarca desencantado al ver las realidades del mundo contemporáneo?
Todo el mundo cree que los artistas no sufren, lo hacen, aunque los vean muertos de la risa. Ellos llevan el peso del mundo y les duele el esplendor y la decadencia de la humanidad de hoy. Las guerras, los desatinos de la sociedad y las fronteras inventadas para separar y despreciar a los seres humanos.
La música del mar zumbó en aquel octubre de 1968. Y dejó en los oídos de Salvo, la resonancia de un aire dulce y embriagador. Cruzó las plazas bajo los portales arruinados y presintió el perfume que se derramaba en uno de los balcones. Un perfume sacudido apenas por el viento. El augurio de que el amor, como la felicidad, era cierto.






