



Una fotografía de la que un día fue su casa, removió los más entrañables recuerdos de la familia Molares. Galicia, una bella mansión de amplias terrazas y corredores, de verdosos pinos y jardines, y hermosos detalles arquitectónicos, fue el sueño de un romántico gallego que se estableció en Cartagena en 1926 y que nunca dejó de añorar sus tierras españolas.
Adriano Molares Otero nació en Vigo, en la región de Galicia, España. Fue un técnico jabonero que erigió una de las empresas más destacadas de la época en el Corralito de Piedra, la desaparecida fábrica de jabones Iberia, y echó raíces esta ciudad. Emigró de España por la difícil situación política y económica de ese país tras la Primera Guerra Mundial, sumada a la pérdida de sus padres en la década de los 20, y aquí, en Cartagena, vio la oportunidad para arrancar su negocio, que en principio trabajó de manera artesanal en el patio de una casa de madera, en el callejón Unión del barrio Alcibia.
“Fue en la Placita de los Perros, en barrio El Espinal, donde mi papá conoció a mi mamá, Rosa Muñoz. Ella era de Villanueva (Bolívar), pero vivía ahí y el ‘viejo’ (su papá), vendiendo jabón, se enamoró de la muchacha”, relata su hijo, Eugenio Molares.
Su familia empezó a crecer. Tuvo cinco hijos: Jaime, Ramón, Rosario, Eugenio y Maruja. Su empresa también se fortaleció y en uno de sus viajes a su país, se trajo a dos de sus hermanos a trabajar con él. El recuerdo y la nostalgia por sus tierras lo acompañó siempre, es por eso que hizo su casa en un extenso lote de 4.500 metros cuadrados que compró en Alcibia, frente a la entonces vía del Ferrocarril de Cartagena a Calamar, y la nombró Galicia. “Entre 1944 y 1949, inspirado en el estilo señorial de las casas gallegas, encargó al arquitecto español Antonio Sistac, de diseñar y construir su añorada casa, que combinaba la arquitectura hispanoárabe y morisca”, explican sus nietas, Mábel y Adriana Molares Fernández.
La casa Galicia tenía el escudo y nombre de esa región de España en la parte más alta de la fachada, arcos con calados en filigrana de La Alhambra (Andalucía), balcones y terrazas enmarcados con pilares y balaustres de concreto, grandes ventanales en madera labrada y vidrio, y una imponente puerta blanca en madera tallada, rematada en arco de medio punto. “No podían faltar las plantas, los grandes y cuidados jardines exteriores, donde se sembraron arboles de pino como los que abundan en las playas de su Vigo natal. Galicia tenía que ser verde intenso, como los fértiles campos gallegos y sus viñedos”, narran sus nietas.
“Esa casa era el consulado de Villanueva y de España”, dice Eugenio con sarcasmo. Galicia siempre recibía a los coterráneos de Rosa y a los compatriotas de Adriano. “Del lado de El Prado, había una especie de mercado y había mucha venta de carbón, cuando eso no existía la avenida Pedro de Heredia y los buses parqueaban allí, entonces llegaban los villanueveros a la casa”, agrega.
Lo mismo ocurría cuando los coterráneos de Adriano Molares llegaban en buques a Cartagena. Él los recibía y les ofrecía fiestas en el patio principal, llamado Andaluz, de casi 200 metros cuadrados, embaldosado, con unos arcos a su alrededor y un espigado árbol de tamarindo que lo cubría. “Ese patio tenía una fuente con cuatro chorros de agua y mi abuelo siempre tenía pecesitos allí. Él todas las tardes se sentaba a recoger las hojitas que caían en el agua y le echaba el alimento a los peces”, recuerda su nieta, Mónica Sisó Molares.
Eugenio asegura que de esa casa le gustaba todo, pero que lo más importante era el calor humano que allí sentía. “Todos los espacios de la casa tenían su momento. En la parte de abajo estaba la biblioteca con dos escritorios antiguos y dos vitrinas llenas de libros, ahí era donde uno estudiaba y hacía las tareas. En frente, cruzando un corredor, estaba la sala, con muebles de la misma época. Había un comedor, que el ‘viejo’ llamaba ‘de lujo’, y tenía una mesa para 12 personas, y otro comedor auxiliar, que le decía ‘de batalla’, en madera de roble. Estaban uno frente del otro y los separaba un pasillo. Las habitaciones quedaban en el segundo piso. Eran cuatro, pero había una que hacía como por tres. El cuarto de los ‘viejos’ tenía la cama matrimonial, una cama auxiliar, un sofá-cama, cómoda, un escaparate grande, nocheros, tocador, mecedoras y quedaba espacio. Ese cuarto tenía dos entradas y dos balcones iguales, uno que daba a la calle y otro al patio. También había una bodega donde mi papá almacenaba vinos y jamones”.
“También tenía un traspatio con níspero, caimito, papaya, mamón, mango, guayaba, tamarindo, aguacate, marañón. Esa casa era el sitio de encuentro en vacaciones. Mis papás vivían al lado de la fábrica, en El Bosque, donde mi abuelo construyó dos casas, pero en vacaciones todos nos íbamos para Galicia”, apunta Adriana.
Mónica asegura que son muchas las anécdotas y vivencias en casa Galicia. De allí dice tener los mejores recuerdos de familia. “Era la casa de todos, una casa abierta para todo el que quisiera llegar. Mis abuelos eran muy hospitalarios”.
Todos esos recuerdos los atesora con gran nostalgia la familia Molares, junto a varios álbumes de viejas fotografías que evidencian el esplendor de un lugar, mágico para ellos y seductor para quienes se maravillaban con solo ver su fachada llena de jardines, que hoy parece haber perdido su encanto. La casa Galicia fue vendida a finales de los 80 a una empresa de cerámicas y acabados y desde entonces no volvió a ser la misma. “Vendimos porque pusieron el mercado de Bazurto y había que tener un celador 24 horas. La zona se volvió insegura con los robos, los ladrones se metían por la parte de atrás y en ese momento solo vivíamos cuatro personas allí y mi mamá ya estaba bastante enferma”, afirma Eugenio.
“Hace unos días, en una red social, un investigador compartió una foto de la casa en las condiciones que está ahora. Eso nos revolvió a todos, porque cuando la vendimos, el compromiso era conservarla”, dice Mónica.
“Toda su belleza, encanto y entorno se ha perdido y muchos elementos externos fueron despojados y retirados. Hoy solo queda una fachada mutilada y descuidada”, exponen Mábel y Adriana en una breve reseña de lo que fue Galicia.
“Invitamos a la empresa que compró la casa a que recupere el jardín. No pedimos que pongan los mismos pinos, pero que por lo menos traten de mantenerla en buenas condiciones porque Galicia no solo era de los Molares, es también de la ciudad”, propone Ramón, nieto de Adriano Molares.
El caso de Galicia se asemeja a muchos otros, de casas que deberían ser consideradas y protegidas como bienes patrimoniales de Cartagena y hoy se pierden de nuestras miradas al mismo ritmo que “crece” la ciudad.
“De la Galicia que de jóvenes admirábamos al pasar, como una de las más hermosas quintas cartageneras, hoy queda poco. Se resiste a desaparecer uno de los sueños de un inmigrante español que quiso plantar en Cartagena de Indias un pedazo de su tierra natal”, concluye el arquitecto y restaurador Alberto Zabaleta Puello.
