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Nadie duerme en paz en El Salado

La ciudadanía de El Salado, luego de las amenazas a líderes sociales de la región, clama al Gobierno regional y nacional, mayor presencia y protección en el territorio.

Nadie duerme en paz en El Salado

Niños de El Salado frente a la Cruz, en 2013, el destruido monumento que recordaba a los muertos de la masacre de 2000. Las amenazas a líderes sociales continúan en 2019. //Fotos: Julio Castaño - El Universal.

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Biblioteca de El Salado.
Biblioteca de El Salado.

Nadie duerme en paz. Ni siquiera la banda de delincuentes que, desde el amanecer de diciembre de 2018, dejó caer como una llovizna macabra sobre las calles del pueblo uno de cuatro pasquines amenazantes, cada uno más temerario que el anterior, hasta el más reciente de enero de 2019, en el que nombran a las familias de doce líderes sociales y amedrentan a todos sus habitantes con que degollarán y descuartizarán al que se niegue a salir.

Nadie duerme en paz. ¿Quiénes están detrás de todo esto?, es la pregunta de advenedizos e ilustrados en la masacre del año 2000, que superó en crueldad y horror, la pasión y muerte de Cristo. Las letras de los pasquines, con su torpe ortografía y su espeluznante amenaza, recorren los cuatro puntos cardinales de El Salado, como una sombra tenebrosa y aterrorizante.

Los helicópteros sobrevuelan el territorio y un comando policivo y militar está en guardia, por decisión de la Gobernación de Bolívar, en alianza con la Armada Nacional, la Infantería de Marina y la Policía Nacional, para capturar a la banda de delincuentes al servicio de una mafia de ladrones de tierra, que pescan en el río revuelto de la incertidumbre pública y la perversión de los intereses privados.

Pero en ese río revuelto pescan sobre el dolor de una tierra martirizada, en la pobreza y en la orfandad, con el objetivo de sacar a sus habitantes y adueñarse de unas tierras que fueron las más fecundas en los Montes de María, antes del conflicto armado. Pero incluso hoy, más allá de que envenenaran el bosque primario y arrasaran con los últimos árboles centenarios y junto a ellos, con los últimos armadillos, ponches, guartinajas, ardillas, venados, conejos, y otras criaturas del monte, la tierra que parece una enorme herida abierta al sol, sigue resistiéndose a la amenaza humana, y al más largo e implacable de los veranos, y cuando menos se espera, estalla con una flor en medio del vacío.

Ahora, al regresar, en mi segundo viaje a El Salado, un día antes de la amenaza, veo la tierra sembrada de tecas. Un pájaro –la pigua– saca garrapatas a una vaca solitaria, de ojos escrutadores pero tristes, que parece otra tierra blanca, manchada de lunares. El taxista que me lleva desde El Carmen de Bolívar es un hombre flaco, moreno, de una madera resquebrajada por el tiempo y la pobreza, y su jeep huele a gasolina porque esta vez no le alcanzó el dinero para tanquearse en este primer viaje del día. Así que el olor invade el carro y el aire caliente que golpea la puerta desvencijada. Me dice que él procura no traer a nadie a El Salado, pero está sin un peso, y soy el primer pasajero del día. El taxista dice que la carretera es un desastre porque la hicieron tan delgada que no caben dos vehículos y menos, tres mototaxis al tiempo. Y se queja porque además de pequeña, el cemento está resquebrajado y es la segunda vez que se lo echan. El taxista dice con una cara de juez, que todo lo hicieron tan mal que el saqueo de lo público, y la corrupción en todas las esferas, llega hasta al cemento. Poco antes de cruzar por el cementerio, la mirada no alcanza a divisar todo el paisaje seco del verano, en el que, por instantes, aparece como una señal, el amarillo de los cañaguates contra el gris ceniza.

Al llegar a la casa de Melquíades*, uno de los líderes sociales que, junto a los suyos, impulsó el retorno de novecientos salaeros, dispersos en Cartagena, Sincelejo, El Carmen de Bolívar y Ovejas, e incluso, exiliados en el exterior, cuenta que al llegar, el pueblo fantasmal después de la masacre, estaba tomado por una densa maleza que ocultaba el horizonte y el alar de las casas. Con machete en mano, cada uno empezó a cortar la vegetación, hasta divisar el camino perdido de la casa. Y en el peregrinaje de vuelta al territorio, resonó un disparo certero en la frente de uno de los muchachos. Murió instantáneamente, pero Melquíades pidió a las mujeres no gritar, no llorar, ante la inminencia de la muerte, evitando más muertes, y ocultos y paralizados en la espesura, esperaron otro silencio para avanzar. Y avanzaron. Las tierras habían sido tomadas y ofrtecidas ilegalmente, vendidas a cien mil y doscientos mil pesos la hectárea, después de la masacre. Melquíades cuenta que cogieron el cadáver del muchacho, lo envolvieron en sábanas, hicieron un ataúd con maderas encontradas e improvisadas, y lo enterraron después de llegar al corazón perdido y amenazado del pueblo. Y no durmieron hasta ver la maleza bajita.

Pero encontraron que aquel bosque primario y fecundo había sido quemado en la ausencia y en las madrugadas del conflicto para que nadie se ocultara. Solo la maleza había crecido y nuevos invasores se habían tomado a la brava el territorio. Melquíades se sopla el pecho sudado y pienso que su corazón padeció luego de las madrugadas de sobresalto en las que huía como un ladrón en su propia tierra, desterrado de su propio paraíso.

Todos aquí huían de la tierra donde habían nacido, y muchos hasta se murieron esperando la indemnización del Gobierno por las víctimas de la masacre, y muchos aún siguen esperando. “Se murió mi mamá y mi papá esperando eso”, dice la esposa de Melquíades. “Y seguimos esperando. No sabemos cuándo será”, dice con desaliento. “Ahora, diecinueve años después de la tragedia, son pocos los que saben que luego de la masacre, hubo una posmasacre”, dice Melquíades. “Los que regresamos al pueblo fuimos amenazados, muchos murieron asesinados, perseguidos dentro y fuera del territorio”. Y ahora, en diciembre de 2018, y enero de 2019, los cuatro pasquines de muerte apuntan a exterminar líderes sociales que defienden el territorio y proclaman la paz en El Salado. Pero la paz no ha llegado. Nadie duerme en paz. Ni la tierra, que también ha sido amenazada con las quemas de sus bosques y la muerte de sus animales. ¿Y quiénes son los que están detrás de estas amenazas? Esa es la pregunta que zumba dentro de los patios. “El Salado no está solo”, dice el gobernador. “La Fiscalía y la Sijín están detrás de los delincuentes, que quieren sembrar caos y miedo”.

Epílogo

Melquíades despierta mucho antes de que canten los gallos. Melquíades no duerme. Su corazón es un tambor, pero ha domesticado todos los miedos. Ha sido un guardián de la esperanza. Un aguerrido defensor del territorio. Por eso aparece en la lista de amenazados. Le invito en su propia casa a compartir un café. Ni él ni yo tenemos ya paciencia para sentarnos en las maravillosas hamadoras (invento local de hamacas y mecedoras), forjadas en hierro y espaldares y pieceros de plástico, donde el que se recuesta se mece como en una hamaca, queda suspendido, y puede a su vez, mecerse como si fuera mecedora. Nadie tiene paciencia de nada ahora con semejantes amenazas. La mayoría de los adultos mayores, después de la tragedia, sufre de presión alta, problemas cardiovasculares, ansiedad, depresión, y estrés generados por el trauma de la violencia que aún no cesa. Paradójicamente a los seres pacifistas les ha tocado encarar la guerra. Paradójicamente a una región pacífica como El Salado, le ha tocado vivir la impiedad de la violencia.

Al asomarme al amanecer, pienso que aquí puede empezar otra vez el paraíso y sembrarse el jardín de la reconciliación y la esperanza. Siento a pesar de todo, que aquí hay una segunda oportunidad sobre la tierra.

*Melquíades, nombre ficticio de un líder social de El Salado.

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