
Muy cerca de la cancha de fútbol, crece ahora un enorme cañaguate cuyas flores amarillas son como un oro que alumbra en la oscuridad. Las calles arenosas y polvorientas de El Salado, a diecinueve kilómetros de El Carmen de Bolívar, son una vía casi pavimentada, hay cuadrados aún destapados, pero hace poco, era un camino delgado y pantanoso, empinado y quebradizo, y años atrás, el tormentoso camino de las emboscadas, entre guerrilleros y paramilitares. Aun con el cemento, la tierra se resquebraja, y solo las piedras filudas y redondas, como un adoquinado en el centro, hace menos complicada la llegada en burro, caballo, moto o vehículo. El camino serpentea y deja ver un paisaje de una cadena de lomas doradas por la luz del atardecer, una franja que la vista no alcanza, y son unas de las tierras más fértiles de los Montes de María. Por el camino vi como un destello en el horizonte, las flores amarillas del cañaguate o lluvia de oro, que florece en este verano.
Llegamos al atardecer, sin avisar, a El Salado, acompañados de Rolando Pérez “Lucho Colombia” y la joven estudiante de periodismo, Lucía Benítez Moreno, pero antes de llegar a la plaza, era como si nos estuvieran esperando. Nos encontramos con la bibliotecaria, Mile Medina Cárdenas, que dirige ese templo de los libros, desde hace cinco años. Iba presurosa y eufórica a la novena con los niños y niñas, feliz porque con más de medio centenar de niños de los trescientos cincuenta que tiene en una lista, armó un pesebre con las palmas amargas, las piedras filudas del invierno pasado, las hojas verdes del cañaguate, y colocó unas estrellas de papel plateado, pintadas en papel por los mismos niños, e iluminó con unos pequeños bombillos, un pesebre en el parque de El Salado. Pero también nos esperaban Luis Torres Redondo y su esposa, Dilia Ester Redondo. Y la legión de niños que estaba en el parque, en cuyos ojos, quise empezar la crónica de este pueblo que mi abuelo, Ricardo Ulises Guerra, cruzaba a caballo, luego de un largo viaje por La Mojana, tras el arroz, el tabaco, el maíz, la yuca, la panela de hoja y otros prodigios de la tierra. Solo con verle la cara a la gente y respirar aquel cielo blanco de nubes ripiadas por el relincho de los caballos, fue como reencontrarme con los míos, los ausentes sembrados en el corazón, y las estirpes ya no condenadas a cien años de soledad, sino a la esperanza, después de conocer el infierno. Y a veces, con la pregunta a flor de labios y alma, el hombre a caballo, saludado a guapirreo de monte, adivinaba con solo verme, qué quería saber, y yo le decía, ya del infierno vivido aquí lo sé todo, ahora solo quiero saber en qué anda la esperanza. De pie como un árbol de memorias vivientes, afirmado en su bastón de guayacán, Néstor Alberto Redondo, de 83 años, me dice “esto era mejor veinte veces más, cuando yo era niño. El Salado era la despensa de El Carmen de Bolívar. Tenía cuatro tabacaleras que exportaban al mundo: la Compañía Colombiana de Tabaco; Tabarama, en la que había cubanos; Elda; y Espinosa Hermanos. Había trescientas mujeres y cien hombres, alisando el tabaco que salía de El Salado para todo el país y fuera de Colombia. Ahora no hay ninguna mujer. Mi abuelo José Gertrudis, que era catalán, fue uno de los exportadores de tabaco. Lo embarcaban desde Tacamocho hasta Barranquilla, y el tabaco cruzaba el río en aquellos barcos de vapor por el Magdalena. Yo recuerdo el vapor El Sincelejo, de tres pisos. La tierra era tan buena que todo lo que se le sembraba, producía. Todos aquí hemos sido una sola familia. Y todo lo bueno y lo terrible que nos ha pasado, nos ha pasado a todos. Lo que pasó no lo puedo recordar porque me pongo muy mal. Me enfermé de la presión hace dieciocho años. Y cada día tengo que tomarme una pastilla.
El bastón se aferra a la tierra y se estremece cuando le pregunto por la Navidad, y Ernesto me dice que “la celebré todo el tiempo, pero en el pasado, ya no”. La música le duele a Ernesto, como si el tambor o la gaita, resonaran del infierno de aquellos años en que además de perder la vida sus familiares y vecinos, la música despertara aún las heridas de la masacre. “Detesto las entrevistas, pero sin darme cuenta, usted me ha entrevistado”, dice al final del diálogo, luego de compartir dos tazas de café.
Ahora me siento muy junto al pesebre, en la tierra, saludo a los niños, mi amigo enarbola su gigantesca bandera de seis metros y empiezo a conversar con los niños. Alex, que apenas tiene cinco años, sueña con un carrito con palita. Rafael David con un balón. Salomé con una muñeca. Inés con unos chocoritos para jugar en el quicio de la casa. Juan Sebastián, con una bicicleta. Sara con una muñeca que hable. Diego, con un triciclo. Josué con un carro con control remoto. Cada niño se arremolina sobre mí y me pide que escriba la lista de regalos que desea en Navidad. Una madre me pregunta quién soy, y tengo que decirle que soy simplemente un cronista, un ciudadano de la esperanza, pero que confío en el buen corazón de mis amigos y amigas, para compartir en Navidad, unos regalos que aún no existen. El parque está apenas iluminado con la leve luz amarilla de la plaza, pero más alumbra el resplandor de la luna. Las siete bancas han perdido su brillo, algunas han perdido el espaldar, y los escaños del parque están deshechos. La sombra del inmenso almendro es una cálida presencia, al igual que la mirada a veces patética y un tanto triste de la Virgen de Nuestra Señora del Rosario, que vigila el corazón del parque. Los niños tienen la sonrisa a flor de labios cuando Lucho Colombia les pide que digan en un solo coro: ¡Que viva Colombia! ¡Que viva El Salado! Trae en su campero de peregrino que él bautizó Mi conciencia, el documental Colombia, magia salvaje, que exhibe en pantalla grande en la plaza. Ver el aleteo del colibrí más pequeño del mundo y la mirada de los titíes conmueve a los niños y las mujeres. La bibliotecaria está al borde de las lágrimas con todo lo que ha pasado en esta noche. Se abraza a sus niños y el coro se agiganta como las flores amarillas de los cañaguates iluminando la noche. Los jóvenes me cuentan que desde que terminaron su bachillerato, no saben qué hacer en el pueblo. Tienen los sueños intactos y petrificados. Una joven me dice que aprendió a tocar el saxofón, mientras sigue su camino a la universidad. Pero le animo a no abandonar la música de sus sueños. Escuchar al otro lado de la línea, a María Magdalena Padilla, la Seño Mayo, una heroína de la resistencia en El Salado, me sacude el alma, al saber que está desempleada. Le prometo visitarla en su casa. Pasamos la noche en El Salado, dormimos como cuando éramos niños, en una casa fresca, en cuyo cuarto ascendía el rumor del patio. Despertamos con el coro de los gallos al amanecer y el primer café como en la infancia. Y el galope de unos caballos. Y la escena de dos señores en moto llevando dos cerdos muertos que están amarrados a una tabla. En la mañana, cumplimos el ceremonial colectivo de recorrer el mapa infernal de la masacre y sembrar junto a los niños, Mile, Lucho Colombia, Lucía y otros vecinos, en los cuatro puntos de la cancha, cuatro cañaguates, hijos del inmenso cañaguate de la plaza que parece un arreglo floral al cielo. En cada punta del cuadrado de la cancha, Lucho hace un círculo de tierra de veinte centímetros para sembrar los arbolitos y los abonamos con boñiga y la tierra arenosa de la plaza. En el fondo de la tierra caen al tiempo, el agua que nos trae Mile y los vecinos, las lágrimas y el sudor revueltos de todos nosotros. Cada niño aprieta con sus manos la tierra. Cada niño dice una oración. Cada niño es un guardián del planeta, dice Lucho. Cada niño se compromete a cuidar los árboles sembrados. Los cuatro de la cancha y los otros sembrados frente a la biblioteca. Mile está llorando ahora porque siempre soñó este instante. Y sus lágrimas se desbordan cuando le regalo una pintura para la biblioteca y Lucho entrega un diploma que dice: A los habitantes de El Salado, por la resistencia amorosa de quien siembra esperanza en su memoria y convierte en jardín que florece todo lo que recuerda.
Todos estamos llorando. Pero al mirar el enorme cañaguate, pensamos que muy pronto, los árboles sembrados serán como una flor iluminada, como un oro bajo el cielo de El Salado.