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Miguel Salas y Mélida Tapia, dos corazones resilientes

Ellos, entonces con más de 70 años, tuvieron que abandonar su pueblo, Las Palmas, por culpa del conflicto armado que los obligó a adaptarse a una nueva vida en la ciudad. Han pasado 19 años y viven, con mucha lucidez, para contar su historia.

Miguel Salas y Mélida Tapia, dos corazones resilientes
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El último intento que hizo Miguel por mantener su oficio como agricultor fue hace unos 18 años, en la vereda de Membrillal, en Cartagena. Allí experimentó la frustración de un campesino. Su cosecha no daba buenos frutos. “La yuca salía chiquita, el ñame tampoco crecía. Había mucho verano. Fueron como dos o tres años batallando y dejé de hacerlo porque estaba perdiendo. Yo estaba acostumbrado a que a los cuatro meses ya tenía yuca, y a los seis arrancaba el ñame y así...”.

Eso cuenta Miguel Salas Barreto desde la que se convirtió en su casa hace 19 años, cuando tuvo que abandonar el corregimiento Las Palmas, en San Jacinto (Bolívar), y la violencia lo obligó a adaptarse a una nueva forma de vida. Era 27 de septiembre de 1999.

Su esposa, Mélida Tapia, recuerda que esa trágica fecha. Miguel, como todos los días, estaba en su roza (así le llaman en los pueblos a las pequeñas parcelas donde los campesinos (roceros) cultivan sus productos) en la labor que había aprendido desde muy pequeño con su padre y gracias a la que crió a sus diez hijos. Desconocía que hombres armados habían irrumpido en el pueblo y que se llevaron de su casa a dos de sus nietos y dos sobrinos. “Mis nietos regresaron, pero los sobrinos de él los asesinaron. Eran unos pelaos, tenían como 25 años y 17 años”, apunta Mélida.

Ocurrió muy temprano. El resto del día a ella y a su familia les tocó ver cómo muchos de sus vecinos huían en burros, mulos y caballos ante la amenaza de que esos hombres volverían, pero no fue sino hasta el 30 de septiembre que viajaron a Cartagena y dejaron todo. “Solo nos trajimos un ‘bolsito’ donde venía la ropa, nada más”, cuenta Mélida, de 90 años.

Pero a ella también le fue difícil dejar su casa, sus vecinos, sus costumbres. “Nosotros teníamos nuestra casa propia, una casa de material con cuatro habitaciones y dos casas de palma que se cayeron porque quedaron abandonadas”.

Entonces, Miguel tenía 77 años y Mélida, 71. En ese pueblo dejaban no solo sus bienes materiales, dejaban ese terruño lleno de historias donde se casaron muy jóvenes, hace 68 años, conformaron una familia y construyeron bonitas amistades. A esa edad, tres días después de ese oscuro día, partieron hacia Cartagena para empezar de cero.

Miguel insistía en volver a Las Palmas y así lo hizo. Un mes después, regresó. “Él fue como dos veces, pero después no pudo ir más porque se enfermó. La primera vez que fue se trajo un poco de ‘chismes’ (enseres). Para esos días se había calmado un poco la situación y estaban los soldados en el pueblo. Después, en diciembre, fue a recoger una cosecha de maíz que vendió en San Jacinto. Por allá las tierras eran buenas y él cultivaba bastante, hacía sus cultivos grandes, maíz, ñame, yuca”, recuerda Mélida.

Una vida en la ciudad

No fue fácil acoplarse al cambio. Mélida pasó de armar y vender el tabaco que su esposo cultivaba, y de criar gallinas y cerdos en su amplio patio, a instalarse en una casa relativamente pequeña en donde ya no era tan activa como antes.

Miguel, en cambio, después que dejó de ir a cultivar acá en Cartagena, salía a caminar todas las mañanas y aprovechaba para visitar a una de sus hijas en La Plazuela, a sus sobrinos y varios amigos del pueblo que se mudaron cerca a la urbanización Ciudadela Once de Noviembre, donde ahora vive. “Los domingos, venían aquí sus amigos del pueblo, se encontraban con bastante frecuencia, pero ya eso es historia porque casi todos tomaron la delantera (murieron)”, señala su nieta, Eniveth Ochoa Salas.

También le gustaba ir los sábados hasta San Fernando para ver jugar béisbol, pero los achaques de la vejez lo mantienen en una mecedora de la que se levanta para dar pocos pasos. Allí sentado, bien “pintoso”, con un sombrero vueltiao que tiene desde hace cinco años y que desempolva solo en ocasiones especiales, dice que lo acongoja un dolor en las piernas. “También siento como una fatiga (y apunta con su mano hacia su abdomen), pero ya son los años”, asegura Miguel, que cumplirá 97 años el próximo 1 de enero.

“Él a veces me dice que ya está cansado y yo le concedo razón, porque ya demasiado, son varios años y sé que se cansa. A veces se levanta en la madrugada y se pone a hablar (a quejarse) y yo lo regaño y le digo que hay que darle gracias a Dios, porque estamos aquí con los hijos que responden por nosotros. Yo me siento regular, con dolencias, la presión se me sube, pero bueno, hay que seguir”, aclara Mélida.

Ambos añoran su casa, su pueblo, sus amigos, pero saben que ya no pueden volver. Ahora dependen de los ocho hijos que les quedan y ya no pueden valerse del todo por sí solos y allá, en Las Palmas, ni siquiera están sus amigos.

“Él era muy considerado en el pueblo y todo el mundo lo ponía de compadre”, dice la nieta y él interviene con voz resquebrajada: “Tenía como cien ahijados, gente que no era tan cercana me ponía de padrino de sus hijos. De pronto era porque yo no fui de decir malas palabras, no tomaba ron y saludaba a todo el mundo, era muy amigo del pueblo”.

Si bien varias familias han retornado a Las Palmas, para ellos nada es igual. “Fuimos en marzo, para Semana Santa, pero no es lo mismo. No es la misma gente. Hay muchos muchachos, más o menos de mi edad, y ya no se encuentran los señores del pueblo, muchas casas ya no están. Ahora uno va y se siente extraño, y yo nací y crecí allá”, agrega Eniveth.

Miguel y Mélida son conscientes de que los tiempos no vuelven y aunque a veces se lamentan por no poder pasar su vejez donde nacieron, están agradecidos: conservan los más bonitos recuerdos para compartirlos con su familia.

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