Florencia, Caquetá, mi destino el fin de semana del 20 de julio. De esa zona del país sabía poco, y lo que sabía me lanzaba alertas rojas, casi gritos clásicos de “por qué inventas tanto, nada tienes que buscar allá”. Pero ya había confirmado, y la pena no me dejaba echarme p’atrás. Así que usé lo único sobre lo que tenía control: Google.
Lo que encontré no hizo el efecto de la manzanilla en mi organismo. Dos gobernadores en ejercicio asesinados por las Farc, Jesús Ángel González, a balazos, en junio de 1996, cuando fue a negociar la liberación de un secuestrado; el segundo, Luis Francisco Cuéllar, secuestrado en diciembre de 2009, y su cadáver fue encontrado a las afueras de Florencia.
Además, hasta 2005, las Farc llevaban 100 líderes políticos y sociales asesinados en Caquetá, entre los que contaban el genocidio de los Turbay Cote por denunciar y participar en política. Y así, podría seguir quince páginas más contando noticias de terror, diputados y alcaldes asesinados, secuestrados y desaparecidos, siembras de coca, la ‘Tranquilandia’ de Pablo Escobar...
No seguí leyendo por amor a mi sistema nervioso, cerré Google y esperé el 19 de julio, cuando salía mi vuelo a Florencia. Pero antes, el correo de la agencia con las recomendaciones: carpa para la lluvia, ropa cómoda, zapatos deportivos o botas, bloqueador solar, repelente para mosquitos y estuche ‘contra lluvia’ para su celular. Listo, si antes estaba angustiada, ahora me iba a desmayar. “Tras de inseguro, me van a comer los mosquitos”.
Volé a Bogotá y luego a Florencia, después de dos horas esperando en un avión porque el aeropuerto de la capital de Caquetá estaba cerrado. Aunque la lluvia debió detenerse en esa región hace dos meses, por allá sigue lloviendo, para rematar, ahí estaban otra vez mis pensamientos.Llegué. El clima pasó la prueba. El resto... es una fábula.
Aquel día hubo un gran incendio en la selva. Todos los animales huían despavoridos...Querer salir de Caquetá no tendría por qué ser una decisión difícil por allá en los 90, era tanto el terror que se vivía, que hoy casi cada persona en Florencia tiene su propio testimonio de ese horror que vivieron a manos de las Farc y los paramilitares.
Familiares asesinados, secuestrados, despojos de tierra, entre otras heridas profundas están marcadas en la piel de los caqueteños.
Mi primera parada es la reserva natural La Avispa, cerca de la vereda La Holanda, en zona rural de Florencia. Nos hablaban de los monos tití, de una rana que descubrieron y sobre la que hay poca información científica, de la mariposa Morpho Azul y de sus proyectos para potenciar el ecoturismo, cuando nos encontramos con César Montealegre. Un hombre alto e imponente, el patriarca de la familia, nos habla de la alimentación de los animales de su granja y lo mucho que hay que cuidar la tierra, cuando se le escapa: “Cuando estuve secuestrado...”
Para ese montón de periodistas cachacos, costeños y cafeteros, sus palabras no pasaron desapercibidas aunque para él fue como decir, “hoy me levanté”.
Al ver nuestras expresiones, comenzó a contar su historia, esa que en 1999 le sacó muchas lágrimas y le dejó enseñanzas, algunas insospechadas, para toda la vida.
“Fueron ocho meses, en los que incluso me obligaron a cavar mi propia tumba. Me dieron un pico y una pala, y me ordenaron preparar todo para cuando me mataran tener dónde enterrarme, yo lloraba como un niño, lloraba y lloraba mientras hacía el trabajo que me ordenaron, pensé que ese era mi último día. Luego secuestraron a mi esposa por dos meses, recuerdo que tocó prácticamente regalar nuestra tierra, sacar a nuestros hijos de Caquetá para protegerlos”, narra César con una tranquilidad que conmueve.
Lo liberaron, sí. Pero para que buscara el dinero del rescate de su esposa.
En mitad de la confusión, un pequeño colibrí empezó a volar en dirección contraria a todos los demás...Pese al sufrimiento, a las heridas y recuerdos, César se quedó en Caquetá, en su querida Florencia. No tenemos que preguntarle la razón, él extermina las dudas con un firme “uno le pierde el miedo a volver”.
Y no solo perdió el miedo a su territorio.
En un momento malo para su negocio, que no levantaba cabeza siete años después de su secuestro, contrató a ‘Lucho’, como le dice hoy de cariño. Lo que no se imaginó es que nuevamente sería el protagonista de una ‘gran historia’ de esas que queremos leer a diario, una de perdón.
Un día ‘Lucho’ se sinceró. Contó su historia. Es un reinsertado de las Farc y fue uno de los captores de César, de los que le pidieron hacer su propia tumba y luego se llevaron al amor de su vida por dos meses.
Al principio, cuenta una de las hijas de César, la situación en la finca era muy tensa, pero hoy “se sientan a tomar gaseosa y son muy amigos”. Sí, César perdonó a ‘Lucho’.
“De ninguna forma justificamos lo que él y otros reinsertados hicieron, pero sí decidimos perdonar y conocer a esas personas, sus necesidades, lo que sienten, y ayudarlos en lo que podamos, por eso los contratamos”, cuenta César. ¿Cómo no perdonar después de escuchar su historia?
Los leones, las jirafas, los elefantes… todos miraban al colibrí asombrados, pensando qué demonios hacía yendo hacia el fuego...Pero César no fue el único que se quedó. La familia de Humberto Gutiérrez, conocida en Caquetá por su panela 100% orgánica, también decidió quedarse y proteger su territorio.
Viven en el corregimiento El Caraño, en la vereda San Luis. Para la hija de Humberto y una de las líderes de la zona, Nancy Gutiérrez, la guerra es “un inconveniente del pasado” y está convencida de que ahora los colombianos y extranjeros tienen que ver a Caquetá como un territorio de paz.
“Fíjese -me dice Nancy tranquila-, a nosotros la guerra, ese golpe fuerte que nos dio la violencia, sirvió para que nos uniéramos, para que aprendiéramos a querer a nuestra tierra, para que valoráramos el campo y al campesino, por eso estamos y seguiremos aquí”.
Ella hace parte de una de las 22 familias de Corcaraño, una corporación con la que quieren rescatar la labor del campesino y fomentar el turismo rural comunitario en Caquetá, una iniciativa que comenzó en una Junta de Acción Comunal.
Cuando dijeron que eran 22 familias, la primera palabra que se me ocurre es “caos”. Pero me equivoqué. Todas las familias, en su mayoría lideradas por mujeres, tienen claro no solo el valor de sus productos, sino lo importante que es el del vecino.
Lo primero que hicieron fue reconocer el producto de cada familia, ya sea su queso, sus gallinas o la panela; lo segundo fue contratar un psicólogo, sí, es difícil trabajar en equipo y es mucho peor lo que han vivido, así que vendiendo pasteles y haciendo rifas, conseguían lo necesario para pagarle a un profesional que los orientara y enseñara a trabajar en equipo.
“Sabíamos del vecino porque somos los mismos hace 22 o 15 años, pero queríamos tenernos confianza, conocernos realmente y mirarnos con una actitud diferente”.
Volver podría ser para muchos una locura, vivir del campo para personas como yo, que casi nunca ha salido de un edificio con aire acondicionado, parece demasiado ‘hippie’, volver a un campo que los vio sufrir tanto parece aún más desquiciado, pero en Caraño están “montados en su viaje”, en uno espectacular.
Uno de los animales, le preguntó: “¿Estás loco? Tenemos que huir del fuego”.El colibrí contestó: “En medio de la selva hay un lago, recojo un poco y ayudo a apagar el incendio”No se equivocan en decir que en Caquetá el oro es verde, pero también es una cascada, es el agua fría y cristalina de sus yacimientos de agua. Al sur de Colombia y al norte de la Amazonía, este departamento tiene todo, montañas, llanos y selva. Los caqueteños, o la mayoría de ellos, saben que tienen un tesoro, esa selva amazónica que abraza la Cordillera Andina y los llanos del Yarí, por eso volvieron, para rescatarlos y compartir tanta tranquilidad y belleza.
Y regresaron, como diríamos en la Costa, “con toda”. En cada sitio turístico, desde las fincas de Corcaraño hasta La Avispa de César, todos estudiaron para cuidar su tierra y sus productos. Sí señor, estudiaron para volver al campo. ¿Cómo les quedó el ojo?
Nancy, por ejemplo, es la administradora de Corcaraño y es contadora. Sus hermanos, que trabajan haciendo panela en su finca, son ingenieros de alimentos y biólogos, y sus vecinos también tienen títulos gracias a los que sus productos son cada vez mejores, pero sobre todo más sanos.
César es empresario, uno muy inquieto, el amor por su territorio lo llevó a explorar cómo alimentar sus animales, en especial cerdos y gallinas, solo con comida orgánica, con frutas y semillas propias de Caquetá, y lo logró. Es que él sabía que “no necesitamos ni abonar el terreno porque la montaña da todo”.
En La Avispa vive Luis Miguel, su yerno, es biólogo y está enfocado en buscar nuevas especies, y su hija, una de las expertas en deportes de aventura, que le da la dinámica turística al lugar.
Todos estos profesionales le apuestan al campo, a la conservación de su territorio y a lo orgánico, un discurso convertido en práctica que me encontré bastante seguido en mi paso por Caquetá: “antes era un castigo venir al campo, pero ahora vivimos aquí y creemos en la sostenibilidad, mi papá tiene hasta baños ecológicos”, dice riéndose la hija de César.
Asombrado, el otro animal solo pudo decirle al colibrí: “Estás loco, no va a servir para nada. Tú solo no podrás apagarlo”Para conservar las costumbres, el territorio y sobre todo el campo, hacen falta muchas manos y no es tarea simple. Conservar un espacio tan hermoso requiere de fuerza y voluntad, y como tienen claro en La Avispa, de ganarse unos buenos madrazos de vez en cuando.
Al principio, con ese entusiasmo de papás primerizos, comenzaron a divulgar en redes sociales que tenían una finca hermosa y que estaba abierta al público, con cascadas, selva y deportes de aventura. Los primeros fines de semana estaba repleta de locales buscando un plan ‘diferente’, pero esto comenzaba a salir demasiado caro para la sostenibilidad del medio ambiente.
“No siempre vas a encontrar a quienes quieran ayudarte, pueden tildarte de loco, pero cada quien tiene que hacer su parte. Ofrecimos La Avispa y se la tomaron como sitio de desenguayabe”, ¿qué quiere decir? Que entraba un montón de personas con cajas y cajas de cervezas y armaban su paseo de olla, ¿cuál era el resultado? Latas, plásticos y restos de comidas por toda la reserva natural. ¿Han escuchado la expresión ‘vómito verbal’? A mí me pasó, dije en un grito del que después me avergoncé, “ay sí, como en Playa Blanca”. Y sí, pero solo con una diferencia, ellos hicieron su estudio de capacidad de carga de inmediato, y hoy saben que al día solo pueden entrar máximo 10 personas, decisión que respetan sagradamente aunque una que otra persona, o muchas, les griten que están locos o intenten entrar sin autorización.
Que ganan menos, que no es lo más rentable, eso lo saben, pero no es la prioridad. La prioridad es conservar. Ay, Cartagena.
Y el colibrí, seguro de sí mismo, respondió: “No sé si es posible, pero yo cumplo con mi parte”.Animales alimentados solo con concentrado orgánico, quizá un huevo con menos colesterol; cascadas, montañas y selvas conservadas, un Caquetá en paz, una Florencia en la que nadie le tenga miedo, un destino turístico, ecológico, comunitario y de aventura que sea amigable con el medio ambiente; un campo en el que se respete la naturaleza y se expanda. ¿Es posible? No tengo la respuesta y los caqueteños tampoco, pero le están apostando todo a descubrirlo, y si ya superaron la guerra, si perdonaron, recuperaron sus predios y regresaron, ahora solo queda esperar el resultado de tanto esfuerzo y sobre todo de tanto amor.
Si se preguntan por mí, hice todo a lo que le tenía pavor. Caminé por la selva en medio de mosquitos de todos los tamaños, abejas, arañas y mariposas, hice torrentismo y sentí la adrenalina de descender por una cascada de 15 metros, disfruté el agua fría, qué digo fría, helada, que hace que al entrar en la selva sintamos... sí, como uno de esos edificios que les conté arriba, pero mejor, respirando aire puro y rodeada del oro de Caquetá. A mí, me atrapó la manigua, la magia de la selva.






