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Facetas

Los hilos que teje la memoria

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Camina con el alma, con los pies lentos y suaves,  a sus 94 años, apoyada en un bastón pequeño de guayacán.

Soledad Cristina Olivo  Vitola ha vivido más de setenta años en el barrio El Espinal, muy cerca donde estaba la estación del tren. Menuda y pequeña, cruzó la avenida, bajo la luz del semáforo en verde, y se detuvo un instante a acariciar el dolor de sus dos piernas. Miró a todos los lados y tomó aire para cruzar. “Esa es la mujer de la que he estado hablando”, me dijo Haroldo Julio. “Tiene una memoria de elefante”. Haroldo la llamó para que el cronista la entrevistara, y luego de saludarla, le pidió que se sentara a compartir una chicha de maíz en la tienda. La mujer miró al cronista con desconfianza. Pero al final, vio en sus ojos a alguien dispuesto a conversar sobre la historia de Cartagena.

Ahora ella es la niña que nació en la vieja casona donde existe La Presentación, en pleno corazón amurallado de Cartagena. Por su infancia pasan los judíos de la Calle Larga vendiendo telas,  y evoca la tienda de Carmita Carbonell, cuyo esposo era orfebre, vendía oro y plata, y tallaba la madera con tanto esmero como su bastón.

Recuerda que los árabes impusieron en el Caribe la modalidad de fiar y vender a plazos. De repente, por su memoria ve caer enormes y pesadas franjas de murallas al amanecer, por decisión de un alcalde que quería abrir las puertas del desarrollo derribando murallas con dinamita mientras dormían los cartageneros. Al amanecer, solo había una  nube de polvo y un reguero de piedras que se confundía con la neblina que bajaba del cerro de La Popa.

“Fue una estupidez tumbar esas murallas que iban desde la Torre del Reloj hasta Chambacú, y otras que  rodeaban a  Getsemaní. Las murallas  dinamitadas y la desaparición del Monumento a la Bandera, que estaba en la Plaza de San Pedro, son dos de las cosas que más me hacen falta en mis 94 años. Pero también me duele lo que hicieron con el Puente Román, que era bellísimo, con faroles, iluminado, y ahora no es la sombra de lo que fue en los primeros años del siglo XX. Está muy lejos de parecerse a ese puente que yo conocí cuando era niña. El de ahora es de un deterioro, una pobreza espantosa, una verdadera porquería de puente. Lo que hemos hecho con el paso del tiempo es desbaratar lo bello del pasado, como  esas antiguas casas de madera en Manga, que fueron reemplazadas por edificios. Estudié con las monjas del colegio Biffi cuando estaba en la Medialuna, y era dirigido por la Madre Felipa, una alemana, alta, gruesa, amachada. También en el Colegio Americano de Comercio, que estaba frente a la Inquisición.

“Chambacú eran enormes playones rellenados y donde la gente jugaba béisbol. A mí siempre me gustó más el béisbol que el fútbol, porque el béisbol fue siempre un deporte cartagenero. Nosotros íbamos a ver jugar a los beisbolistas. Esto que usted ve, era el gran Corralón de Mainero, allí mismo donde ve esa estación de policía. En el centro también hubo tugurios, como los barrios pobres que se improvisaron detrás de la muralla: Boquetillo, Boquerón, Pekín y Barrio Nuevo. También recuerda un barrio de ingleses en Cartagena, y la presencia de los maquinistas del ferrocarril que vivían cerca a la estación. Con menos de cinco centavos podía mirar a Cartagena desde la ventanilla del tren, iniciando el viaje en La Machina hasta Calamar. La línea férrea se construyó con caravanas de obreros al amanecer, porque era imposible trabajar en pleno día, con los hierros recalentados al sol. “La gente en aquel entonces trabajaba muchísimo, y se sacrificaba en Cartagena, pero hoy, las nuevas generaciones han perdido la vergüenza. No quieren mover un dedo”.

Caminar con el alma

Soledad dice que no sufre de nada, pero las piernas le fallan. En los tobillos lleva amarrado unos parches de tela, para evitar golpearse al caerse. Camina nerviosa y veloz porque presiente que le pueden fallar las piernas antes de llegar a su casa. Busca en sus bolsillos unas cápsulas blandas de Zemplar y se pone en pie. El cronista va con ella. “Antes que empiecen a fallarme las piernas, siento calambres, y me calmo con unas vendas heladas. Vamos rápido”.

A una cuadra de llegar, las piernas empezaron a fallarle, y ella se aferró al cronista que entró a su casa y se sentó a continuar la conversación. La hermana que la esperaba se sintió extrañada ante el visitante nocturno. “Es alguien que quiere saber cómo era la vida de antes”, dijo ella.

Epílogo

Ahora junto a su hermana, estamos mirando la foto de la nostalgia en la que aparecen sus padres vestidos de negro y gris: Luis Miguel Olivo Orozco (1913-1981) y Soledad Vitola Moreno (1900-1992), y sus hermanos fallecidos: Alcides Eduardo, Yolanda y Ester. Le sobreviven: Adonías, Miriam y Soledad.

“Toda mi vida he sido modista. El nombre de mi negocio era Confecciones Soli, que tenía un letrero en madera. Le cosía a todo el mundo. De toda esa vida, solo queda ahora una cortina de treinta metros que he inventado con todos los tubitos de hilo. Nunca me casé. El corazón es como un hilo que se quiebra”. 

Soledad Cristina Olivo Vitola, costurera cartagenera de 94 años, con una memoria prodigiosa. Gustavo Tatis-El Universal
Soledad Cristina Olivo Vitola, costurera cartagenera de 94 años, con una memoria prodigiosa. Gustavo Tatis-El Universal
Soledad Cristina Olivo Vitola, memoria de la Cartagena invisible. Gustavo Tatis-El Universal
Soledad Cristina Olivo Vitola, memoria de la Cartagena invisible. Gustavo Tatis-El Universal
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