Apenas escuchó la gaita por primera vez en el colegio, fue como si entrara un soplo de luz que la dejó suspendida, a merced de la música. Hubo un sacudimiento interior en la muchacha, y todo parecía indicar que el instrumento la había elegido en secreto, como un amor fulminante a primera vista. Era Mayte Montero. No recuerda si el gaitero que había llegado al Instituto Pedagógico del Caribe, en esas tómbolas bailables que se acostumbraban hacer en aquellos años, era el gaitero Humberto Blanco. “Lo cierto es que desde que escuché la gaita, me quedó gustando para siempre”, dice Mayte Montero.
La infancia transcurrió en su ciudad natal Cartagena, junto a Rafael Montero, su padre, quien se había separado de Emma Laguna, su madre. “Mi padre tuvo tres matrimonios, y yo soy de la segunda tanda”, confiesa ella, quien vivió con su madrastra Estela Martínez. “No tengo recuerdos de mi madre porque se separó de mi padre, y él se quedó con nosotros. Me dicen que mi madre tenía una bella voz para cantar, pero no la escuché jamás”. Los dos fallecieron ya. Su padre, de familia de Arjona, se estableció en Cartagena, y se enorgullecía de las calificaciones de su hija Mayte. Cuando los gaiteros terminaron de tocar en su colegio, supo que ese sería el último concierto porque se graduarían de bachilleres, y entonces, “se me disparó una lucecita, epa, el año entrante no hay gaita en el colegio. Entonces fui donde el rector Jorge Pérez y le dije que quería un grupo de gaitas.
El rector me dijo que había tambores y llamadores en el plantel, y que buscara un profesor para que me enseñaran gaita. Mi hermano Milton, que había recibido clases de gaita con el grupo Son Cartagena, fue en verdad, quien me dio la primera clase de gaitas, y allí fue mi primer contacto con el instrumento. El grupo de gaita femenino que promoví en el colegio no prosperó, y la única que sobrevivió fui yo. Luego, me matriculé en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, para estudiar Administración de Comercio Exterior, pero no terminé los estudios porque me ganó la gaita. Fui al departamento de integración y me dijeron que había de todo, percusionistas, pero faltaba un gaitero. Les dije que me le medía a la gaita, que yo soplaba ya una canción. Iniciamos clases con el profesor Diógenes Sanjuan. Me fue super bien. Cuando agarré la gaita no dejé tranquilo a nadie en casa, y ya no quería ir a clases. Mi debut fue en una Semana Cultural de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Desde ese momento, surgieron invitaciones a todas partes, a sancochos y bailes, y tocaba a escondidas de mi familia en el Hotel Caribe, con el grupo de danzas Los Negritos de la Boca del Puente. También tocábamos en el Hotel Decamerón. Era la gaitera del grupo Kalamarí, de Martín Pereira, y en el grupo de Luchito González, en la Casa de la Cultura. La música me estaba jalando mucho y ya no quería estudiar en la universidad. Se lo dije a mi papá. Solo iba a presentar los exámenes y los ganaba. Pero ya era imposible esconderse.
Tuve el apoyo de Henrique Jatib, director de la Casa de la Cultura, Marcela Nossa y Manuel Mierth. Por aquellos días me gané el primer premio en el Festival de Gaitas de Turbaco. Después recorrí varios pueblos del departamento: Arenal, El Guamo, entre otros. Conocí a Pedro Pablo Peña, y los dos, compusimos la canción La candelilla, que se convirtió en un clásico de la gaita. Él tocaba la armónica y en medio de una recocha, surgió la canción. La primera versión sencilla la grabamos con el grupo Caoba, con la dirección del clarinetista Jesús Barraza. La canción se grabó en acetato en 1991 en el álbum La señora cumbia. La segunda versión tuvo una sutil batería en mi álbum de solista Sin control, del año 2000. Mucha gente baila La candelilla, y a mí me enorgullece haberla compuesto junto a Pedro Pablo Peña. Mi amigo Luchito González se casó con Gleris Burgos, y me ofreció una habitación de su casa para vivir, porque decidí escapar y entregarme a la música”.
La madrastra no estaba de acuerdo que Mayte tocara la gaita y se dedicara a la música. La Escuela de Bellas de Barranquilla le ofreció dictar clases. El grupo de la Casa de la Cultura de Cartagena fue incondicional con ella. Una tarde estaba sentada con Martín en el Parque Apolo, del Cabrero, cuando vieron llegar en un vehículo a Víctor Medrano, “El Docto”, el hijo de Estefanía Caicedo, y junto a él, se asomó Joe Arroyo. Joe se bajó y saludó a Mayte, y le propuso que tocara su gaita en un álbum que iba a grabar. Se llevó a Mayte a Bogotá a grabar un álbum en homenaje a Estefanía Caicedo, bajo la dirección de Juventino Ojito. Era la primera vez que estaba en un estudio de grabación. A los pocos días, Totó la Momposina contactó a Mayte para que tocara en una gira. “Fue una experiencia saludable: actitud y compromiso musical, muy diferente a la informalidad de las recochas iniciales. Allí supe lo que era una prueba de sonido, y la puesta en escena de un espectáculo. Los ensayos formales, la escenografía, el aspecto teatral, fue como pasar de la primaria a la universidad. Pasé de los sonidos precarios y los cables remendados de mi ciudad al máximo sonido y a la vanguardia tecnológica. Fueron gratificantes esos dos años junto a Totó la Momposina. Mientras esto ocurría, me contactaron en mi casa, los productores de Carlos Vives para que tocara en 20 conciertos. Le dije que podría no cumplirles en algunas fechas porque estaba con Totó. Hicimos algunos ensayos en Ramón Antigua con Carlos Vives, y no habíamos iniciado la gira cuando me llamó Totó para preguntarme si seguía tocando para Carlos Vives o para ella. Le dije que yo jamás le fallaría, pero me decidí por Carlos Vives, a pesar de que eran solo 20 conciertos. Carlos me dijo: “Esta es tu familia”. Han pasado 24 años con él. Jamás puso límites a los proyectos individuales y trabajos paralelos.
“No tiene alas cortas y no ha querido cortárselas a nadie. No acorrala a nadie”. Hoy Mayte, es manager de Petrona Martínez, compone e interpreta. Embrujada por su gaita.
