“No tengo tiempo para deprimirme porque siempre estoy trabajando”, me dice Dora Malo, la actriz de Sahagún que desde hace treinta años encarna a Doña Eutropia, una campesina vieja y deslenguada del Sinú, que a medida que pasan los años, encara las soledades y desatinos de la globalización, con todo lo maravilloso y perverso que eso arrastra.
“Ahora los campesinos tienen el celular en el bolsillo. No son los mismos de antes”. dice Dora.
Doña Eutropia surgió de uno de los cuentos míticos de Guillermo Valencia Salgado, el Compae Goyo, “El tambor del diablo”, que ella llevó a escena con José Domínguez de la Espriella en su tierra natal.
Dora ha representado otros personajes como Zoila, la mujer del borrachín Colacho, y a María, la mujer que el marido encierra con llave, luego de descubrirla en un desliz de piel, en la obra de Darío Fo y Franca Rame.
Dora conoció a Alberto Borja en uno de sus peregrinajes escénicos, y desde que empezaron a hablar de teatro no han cesado de compartir perplejidades que surgen entre los silencios, los diálogos y las escenas. En esos paréntesis escénicos, nacieron dos hijos: Clary y Rodrigo, que también terminaron involucrados apasionadamente en el teatro, y no paran de hablar y de vivir dentro del río torrencial e imparable del arte dramático, a pesar de los vientos adversos que sacuden la cultura en Cartagena. A pesar de los poderes ocultos, visibles y nefastos que torpedean procesos culturales estables en la ciudad.
Alberto Borja nació en la casa donde años después crearía junto con Dora en 2007, la corporación cultural Caza Teatro, que en los últimos ocho años abrió sus puertas al teatro en el Pie de la Popa, como sala concertada del Ministerio de Cultura, para un auditorio de medio centenar de espectadores convidados semanalmente.
SI LAS PAREDES HABLARAN
Si las paredes susurraran secretos es probable que una multitud de niños, jóvenes, adultos mayores, dejara escapar una sonrisa, una carcajada, una voz: “Alberto me ha hecho reír aquí”, “Dora me hace reír con solo escucharla”, “ aquí vi y escuché por primera vez a los cuenteros y a los teatreros”, “Aquí vi la versión de El Pachanga y la Cándida Eréndira”, “Fue aquí donde escuché los cuentos de las Mil y una Noches”. Pero como en las historias tristes, no habrá más teatro en esta casa donde
Alberto nació, porque en su calle natal alguien construirá un circo, una empresa de pompas fúnebres, un refugio de hombres solos condenados a un destino incierto.
Alguien comprará el aire donde antes alguien respiraba el teatro.
Caza Teatro fue además el gran laboratorio pedagógico y formativo de un semillero de narradores orales y de actores y actrices niños y niñas y jóvenes de Cartagena.
Crearon seis versiones del Concurso de Narradores Orales Estudiantiles, una labor extraordinaria que colmaba el Teatro Adolfo Mejía con una audiencia estudiantil festiva que asistía para escuchar a sus compañeros de aulas contando el cuento. Ese concurso al parecer quedará truncado como todo lo bueno que se emprende en Cartagena, sin otro presupuesto que el de la imaginación y las ganas de fomentar la creatividad regional. Caza Teatro promovió el gran Festival Cuentiarte , con invitados nacionales e internacionales.
EL TEATRO EN OTRA PARTE
Dora y Alberto están esperando que les pregunte las razones poderosas que han tenido para irse de Cartagena, pero ellos solo me cuentan que “se ha cerrado un ciclo en Cartagena”. Un silencio profundo surca la distancia entre las palabras y las respuestas. No huyen de nadie ni de nada, porque este par de quijotes legítimos y admirables solo han sembrado teatro en una ciudad que carece de políticas públicas sostenidas en cuanto al sector de la cultura.
Se establecerán en Fusagasugá en donde no hay una sala teatral como Caza Teatro.
“No hemos parado de trabajar. La semana entrante participaremos en un festival teatral en Bello Antioquia”, dice Alberto.
La gente del barrio pregunta. El teatro de la historia no se detiene.
