Cuidar palomas parece el oficio más simple del mundo.
Por lo general, uno no se pregunta: ¿quién es el guardián de estos animales? ¿Tendrá algo interesante que contar? ¿Cuánto se hará diario? ¿Habrá días en los que no comerá y se irá de largo?Pues bien, su nombre es Arides Beleño Morales y tiene muchas cosas interesantes que contar. No tiene ni idea de cuánto se hace en el día, pero también son incontables las veces en que no vende ni una bolsa de maíz. Y regresa a su casa (barrio Olaya Herrera) cansado y con hambre.
Para entrevistarlo, no se requiere cita previa, ni montarle la cacería, como toca con otros personajes curiosos y extravagantes que pintan y llenan de color y matices cualquier escrito periodístico.
Basta con llegar a la Plaza de San Pedro, después de 8:00 de la mañana, y ahí lo verás sentando sobre un cartoncito blanco que pone en un pretil del Museo de Arte Moderno, para no quemarse el trasero.
Es muy fácil de identificar: siempre lleva unas replicas de gafas Ray-ban, una camisa algo vieja y unos pantalones de color beige. También usa una gorrita de marca “Nike” que lo ayuda a disimular su brillante calva. Las palomas adoran posarse sobre esa gorra. Ellas son las culpables de que ésta luzca tan desgastada. Junto a él, varios tanques de maíz que de algún modo logró convertir en uno solo.
Llegó a esta ciudad, como muchos, por pura necesidad. Luego de haber quedado huérfano recorrió ciudades como Montería, Cali y Bogotá con una cajita para embolar zapatos. Abandonó el oficio de lustrabotas luego de una enfermedad. No tiene muy claro cómo se llama lo que le dio. Sólo recuerda que lo sacaron de un teatro, porque se desmayó y botaba sangre por la boca. Intuyo, por los síntomas que cuenta, que se trató de una pulmonía.
Volvió a Cartagena y se dedicó a la venta ambulante, pero las autoridades locales “se la tenían montada” con que estaba invadiendo el espacio público y por eso le quitarían su carrito de agua y refrescos.
Fue así como un domingo, hace 16 años, reclinado sobre la misma pared del museo donde pasa alrededor de 10 horas todos los días, vio una escena que llamó su atención: un señor desesperado porque el nieto quería maíz para alimentar a las palomas. El abuelo no sabía qué hacer ante el berrinche que le estaba armando el niño.
De todas las personas que estaban en la plaza, el hombre se dirigió justo a Arides y le pidió el favor de que le consiguiera una bolsa de maíz, que el niño no iba a dejar de llorar, a menos que se lo diera. Arides le explicó que era domingo y que a esa hora de la tarde era muy difícil encontrar un local abierto. Sin embargo, fue a hacer el mandado y consiguió el maíz.
“Recuerdo como si estuviera viendo ahora mismo al niñito emocionado echándole el maíz a las palomitas. Ese día dije: 'desde mañana comen las palomas y como yo'”, expresa.
El kilo de maíz en esa época le costaba 650 pesos. De modo que compró dos kilos y un par de bolsitas de esas donde se hacen los bolis. Vendía la bolsa en 500 pesos y las tres unidades en 1.000. Los precios no han cambiado mucho.
A los tres días de haber puesto su negocio, apareció otra señora, quien también era vendedora ambulante, a montarle la competencia. No bastando con eso, aparecieron ocho jovencitos. Por fortuna, una teniente que patrullaba la zona amenazó a los niños con llevarlos al Bienestar Familiar si seguían trabajando en la calle. Y no volvieron a aparecer por aquella plaza. A la señora también le tocó irse, porque, con su carro de agua, invadía el espacio público. Nuevamente, la plaza quedaba sólo para él.
Es increíble cómo las palomas lo reconocen. Tenga o no tenga maíz encima, lo rodean. En la mañana, se comportan como unas mascotas que saben que su amo acaba de llegar a casa.“Todos los días les pongo un chocorito para el agua y se los cambio cuando veo que se ensucia. Apenas llego, se emocionan. Me he ido para Venezuela a visitar a mis hijos y cuando vengo parece que me hubieran visto el día anterior”, cuenta.
Al tener tanto contacto con las palomas, le cayó un piojillo que ellas tienen. Se dio cuenta porque le salió una erupción cerca del ombligo. Se aplicaba Vick Vaporub por las noches, pero esto sólo empeoró la situación. De modo que fue al médico en la Calle de la Media Luna y le recetaron una sustancia llamada colirio que, al parecer, le curó la infección. Jamás le ha vuelto a caer el piojillo. Es más, Arides cree que quedó inmune.
Me explica, como si se tratara de una verdad que pocos conocen y que ha descubierto con los años, que existen clientes buenos y clientes muy malos. Lo dice porque hace unos días se le acercó un señor a preguntarle en cuánto vendía las bolsitas de maíz. Arides le explicó que a 500 y a 1.000 pesos. El hombre le replicó que al kilo de maíz le ganaba como 100.000 mil pesos, que era un usurero. Esas palabras lo afectaron muchísimo. Arides es demasiado sensible y mientras me cuenta la anécdota se suelta a llorar.
“Le dije que uno tiene que buscar su sueldo. Señorita, yo no soy grosero con nadie. Nunca peleo con los clientes. Mis hijos dicen que ellos son buenas personas, gracias a mí”, expresa sollozando.
Cuando se reincorpora, me dice que también hay clientes muy buenos. En uno de esos días, en los que no había vendido nada y el estómago le sonaba porque había pasado mediodía sin probar bocado, una de sus palomas se fue hasta la segunda puerta del restaurante San Pedro. Al ir tras ella, salió un señor a preguntarle si conocía al guardián de esas palomas. Deseaba tomarse una foto con él. Mientras se hacían la foto, la paloma se puso sobre su cabeza. En ese momento, salió otro cliente del restaurante y le dijo que le encantaba su trabajo y que lo que más le gustaba era cuando los palomas se ponían sobre su cabeza. El señor, quien, según Arides, lucía un traje muy elegante, le dijo que iba de prisa y le dio 20 mil pesos.
Ese fue uno de los mejores días de su vida: pudo conseguir para la comida y alguien notó su trabajo.
Cuando el reloj de San Pedro marca las 6:00 de la tarde, Arides sabe que es hora de partir. De modo que toma su carrito y lo guarda en un parqueadero en el Centro Histórico. Sólo paga 1.000 mil pesos por la noche y está seguro de que las ratas no se comerán el maíz. Se va a su rancho, como llama a su sencilla vivienda al sur de la ciudad, y espera con ansias a que amanezca para volver a encontrarse con la única familia con la que en realidad cuenta: las palomas.
“Me divierto aquí. Este es el patio de mi casa y pongo pereque con los vecinos, que son las palenqueras y todos los vendedores. Lo que más me gusta es contemplar esta vista y a mis hermosas palomas”, concluye con un suspiro que parece eterno.



