No sé si por ser lunes, los limosneros que se ponen por las calles del Centro Histórico no salieron a trabajar hoy.
Por lo menos, lo más conocidos, los que siempre ocupan los mismos lugares, no están. Ni el ciego que ladra cual perro en Centro Uno; el par de señores extremadamente delgados que, al parecer, sufren de una extraña enfermedad que los hace lucir así; la señora que se arrastra por el Parque de la Marina, llorando, a cambio de unas monedas. Ninguno, ninguno de mis favoritos está. Y sé que no vendrán porque ya son casi las 3:30 de la tarde.
¿Será que se toman los lunes de descanso? ¿Todos salieron de rumba el fin de semana? ¿Se les habrá presentado algún inconveniente? Creo que la primera opción es más factible.En medio del gentío que transita raudo por la Avenida Venezuela, creo que más que por cumplir algún compromiso, huyendo del inclemente sol, logro divisar a un hombre tirado en el piso. ¡Bingo! Hay uno que saca la cara por el gremio, pienso.
Tiene un blue jean que se remanga, tipo capri. Es importante que quienes lo vean, noten su discapacidad. Entre más lástima inspire, mejor será la limosna. Le dio poliomielitis cuando nació. Esa es la razón para salir a pedir dinero. No le gusta conversar mucho. Responder mis preguntas, le pone incómodo. Aprovecha la desviación que tiene en los ojos para hacerme creer que está loco. Entiendo lo que hace, de modo que antes de marcharme le meto 500 pesos en un vaso desechable que ya está llenísimo de monedas de ese mismo valor, y otras de 200 pesos. Me alejo y el hombre parece sentirse más tranquilo.
Camino 15 pasos (no sé por qué los cuento), y estoy frente a dos nuevos mendigos. Conversan entre ellos. No tienen cara de ser muy amigables; en especial, uno de ellos. Sin embargo, me arriesgo y le pregunto al que aparenta ser un poco más gentil, qué le pasó en la pierna. Me cuenta que trabajaba embolando zapatos debajo del palito de caucho. En una ocasión, cayó un aguacero y metió el píe en un agua sucia que le ocasionó una infección, ahora tiene gangrena y le tienen que amputar la extremidad. El dinero que reúna pidiendo limosnas lo empleará en unas muletas.
Sigo mi recorrido por la Plaza de la Aduana, llego hasta la Plaza de San Pedro y bajo por la Plaza Bolívar. Al lado de la Boutique Gaby Arenas hay otro señor con unas muletas. Le falta una pierna y lleva puestos unos anteojos que parecen dos lupas gigantes sostenidas por un marco. Saco la billetera para que vea que tengo la intención de darle dinero y parece dispuesto a conversar. Se muestra halagado cuando muestro interés en saber cómo perdió la pierna y por qué usa esos lentes con tanto aumento.
Por lo que recuerdo, que no es mucho, pues no podía sacar mi grabadora ni libreta de apuntes, Andrés, como dijo que se llamaba, trabajaba como maestro de obras en una construcción. Una vez cayó en un hueco y así perdió la pierna. En otra ocasión, estaba dentro de una fosa y martilló una pared de la que salió un líquido que le afectó seriamente los ojos. Por eso, usa esos anteojos. Cuando le pregunto si vive con alguien, me cuenta que es estéril (¡Caray, no esperaba tanta sinceridad de su parte!) Me dice que tuvo una mujer, pero ésta, mientras estuvo en el hospital, nunca lo visitó. Por medio de un sobrino se enteró de que la mujer decía en la casa que salía todas las tardes a visitarlo. Aún no supera su engaño. Le doy otra moneda de 500 y me percato de que el vaso desechable donde recoge las limosnas está vacío, a lo que me confiesa que el día está muy malo.
Me despido del abuelo y camino hacia la Plaza de Bolívar. Disimuladamente, me voy detrás de unas nuevas mendigas. Se trata de una madre e hija. Ambas son naturales de la ciudad de Pasto, y lucen trajes típicos de allá. Se acercan a un grupo de señoras que están en una de las bancas del parque para pedirles dinero. La madre utiliza a la hija para generar pesar. Y lo logra. Es imposible no conmoverse con la escena.
A la madre no le gusta hablar mucho. Ni siquiera me mira cuando le pregunto algo. A cada interrogante siempre responde: “mande”. Se le ve confundida y tímida. Sólo logré que me dijera, después que le di 500 pesos, que vive, supuestamente, en el Mercado de Bazurto.
Camino hacia Santo Domingo y veo otro mendigo. Me dice, algo agitado, que le dé una moneda. Le pregunto qué tiene y me dice que asma... o algo así. Insisto en saber más sobre él y el subconsciente como que lo traiciona porque comienza a hablar normal. Al verse descubierto, me dice que respete, que preguntar tanto es de mala educación.
Con él, termino el día lunes, que, por cierto, estuvo muy muerto. El martes en la tarde continúo con la reportería, y aparecen los personajes que salí a buscar el día anterior. Son tantos que sólo hablaré de dos de ellos: el ciego y la mujer del Parque de la Marina.
Me emocioné tanto cuando lo vi al ciego tirado frente a una panadería que está cerca a Centro Uno. Él, sin poder ver, tiene la capacidad de percibir la presencia de las personas. Me pide una moneda y se la doy. La toca y me dice que es de 500 pesos. Le propongo un juego:
-Te doy una moneda y si me dices el valor, te la puedes quedar. Si te equivocas, me la regresas.
-Bueno, amiguita.
Reviso el monedero y tengo varias monedas de las nuevas. Es la oportunidad para probar qué tan bueno es.
-¿De cuánto es esta moneda?-pregunto.
-De 200, pero de las nuevas.
-¿Y esta?
-De 500, también es de la últimas, y sonríe.
Nunca nos presentamos. Siempre me llama “amiga”. Y yo le respondo de la misma forma. Se nota que nadie habla con él. Tal vez por eso me invierte los papeles. Ahora es el entrevistador: pregunta dónde vivo, qué hago, cuál es mi nombre. Es un tipo muy simpático.
No tiene ojos. Él mismo, con sus manos, me muestra que tiene la cavidad vacía. Sospecho que sabe que soy periodista, porque me cuenta que diariamente llega a las 6:00 de la mañana y se va a las 7:00 de la noche. También me dice que hace poco salió en una nota de este diario y en El Teso. Una bala pérdida por una pelea entre pandillas mató a su papá. Su padre era quien lo llevaba todos los días en una bicicleta a pedir dinero y lo recogía en la noche. Lo extraña mucho. Ahora tiene que coger mototaxi. Por fortuna, nunca se aprovechan de su discapacidad física. Es buenísimo reconociendo el valor de las monedas con sólo tocarlas. Así que es muy difícil engañarlo.
“Chao, amiga. Me gustó hablar contigo”, me dice. Y un extraño sentimiento de culpa me invade al sentir que lo he usado para esta nota.
Cuando llego al Parque de la Marina escucho los gritos de la mujer que estoy buscando desde el lunes. Se arrastra detrás de una pareja de extranjeros. Les dice que tiene sed, que le den la botella de agua que llevan. Los foráneos quedan estupefactos ante el espectáculo y le dan finalmente el agua, supongo que para que deje de llorar.
Cuando me ve desde lejos, empieza a gritar: “Niña hermosa, amiga blanca, bonita, mamacita, regálame una moneda. Me mataron a mis dos hijos. No tengo nada”.
Ya no se pone debajo del sol: se estaba enfermando, así que ahora pone un cartón del lado donde hace más sombra y grita fuerte arrastrándose sobre él. Se ha dado cuenta que las limosnas no han bajado. Después de que llore con sentimiento y muy fuerte, seguirá recibiendo los mismos ingresos.
***Llega otro día. Llamo a la secretaria de Participación y Desarrollo Social del Distrito, Rocío Castillo, y le pregunto si tiene algún censo de personas que vivan de la limosna. Le cayó muy en gracia mi pregunta y simplemente me dijo que todos son unos vivos, que tienen sus casas, y que viven a costa de pedir dinero.
Sin embargo, replico que algunos vivían en la calle. Es entonces cuando me pasa al coordinador del Programa de Habitante de Calle, quien, casualmente, está con ella. El hombre comparte la opinión de la funcionaria, pero aclara que, si bien muchos de esos limosneros viven en la calle, pertenecen a otra categorización. El censo más reciente arrojó 510 habitantes de calle. Los sectores donde más se concentran son la Avenida del Lago y Ceballos. La Alcaldía, según el funcionario, tiene dos hogares de paso donde se les atiende, si lo desean.
Lo que abunda en Cartagena es gente pidiendo dinero. Son varios los sectores que ocupan. Los más concurridos: el Pie de La Popa y el Centro, sin contar los que se suben a los buses con un cuento triste, una herida abierta en carne viva, que horroriza; una discapacidad física o la fórmula médica de un supuesto enfermo que no tiene cómo comprar las medicinas. Al final, el objetivo es generar lástima.






