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El viejo Daniel

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Cuando Daniel Lemaître tenía veinte años, Cartagena, la ínclita ciudad, atravesaba una de las épocas que confunden y hunden a las comunidades pequeñas en un juego al “Escondido” con la suerte. Una mezcla positiva de la laboriosidad de los Lemaître franceses (fabricantes de textiles) y el rigor y la disciplina del almirante Tono Llopis, fraguó las cualidades del veinteañero que llevaba por dentro un patrimonio merecedor de posteridad. Todo ello dentro de un empaque humano de mucha sencillez y nada de jactancia.
A don Daniel Lemaître lo mandaron, cuatro o cinco años antes, por huequitos en las finanzas familiares, a estudiar bachillerato en el Colegio Pinillos de Mompox. De modo que el adolescente vivaz estuvo rodeado de colonia por todas partes. Una vez le preguntaron cómo le había ido con los “toleteados” de La Valerosa, y respondió que uno de aquellos momposinos diagnosticados le pidió, el día de su regreso a Cartagena, que le entregara personalmente a la reina de Holanda, con la que tenía un romance, la carta que ponía en sus manos.

Sale la primera costilla
El bajonazo de una población que en 1834 era de 22.000 habitantes, a otro conglomerado de 14.000 en 1903, tenía a Cartagena medio en ruinas: las fortalezas descuidadas y el Centro histórico desvencijado. De lo que se esperaba del ferrocarril, poquísimos progresos contribuyeron a sacudirla de su marasmo. Consecuencia de esa crisis: su primera desmembración. La zona de la Provincia o Gobernación conocida como Barlovento nació con el nombre de Departamento del Atlántico y se le asignó como capital a Barranquilla.
   No todo podía ser adverso. Cartagena tenía paz. Ya ni se recordaba el sitio de Gaitán Obeso, ni los coletazos sin mayores consecuencias de la Guerra de los Mil Días. No sólo teníamos paz, sino mejoría sanitaria, porque con la construcción del acueducto de Matute mermó bastante la epidemia de potra que causaban los gusarapos de los aljibes, y apenas dos casos posteriores prolongaban la memoria del mal, los del general Ramón León y Barco y el flaco Enrique Púa.

En la arena
Además del acueducto, en la primera década del siglo XX hubo planta eléctrica, mercado público en Getsemaní y Escuela Naval. Mejoraba la cara del Corralito y se abrían posibilidades reales de crecimiento urbano, industrialización y más empuje en el comercio local. En ese tránsito de la depresión a la alborada de los primeros cambios, Daniel Lemaître se lanzó a la arena. Aflorarían la imaginación y la garra del emprendedor listo para hacerse sentir.
Comenzó, en efecto, a fabricar bacerola, tintilla, vinagre y vino casero, cuatro productos que no fabricaba ningún otro de los industriales cartageneros, y en momentos en que arribaban a la ciudad los primeros inmigrantes libaneses, sirios y palestinos, o sea, los futuros comercializadores tanto de las mercancías importadas como de las que se producían en las escasas factorías de la ciudad.

Sombreros y polvos
Era obvio que el hombre de visión y sanas ambiciones tenía que explorar nuevos caminos en una ciudad mejorada socialmente con servicios básicos y un puerto reactivado. Era aconsejable reducir el número de productos fabricados y mejorarles la calidad, o pensar en otros, no tan numerosos, pero con mayor demanda y mercados, distintos de las gaseosas, la harina de trigo, las franelas, las medias, los fósforos, el chocolate, los fideos, los ladrillos, el cemento y el pan a vapor.
   Por consiguiente, Lemaître resolvió cambiar de frente y se olvidó de la cuarteta citada para dedicarse a los sombreros y a los polvos. En la época el sombrero canotier era tan usado como los pantalones y las camisas, y los polvos tan necesarios como las lociones para mitigar los olores del sudor en tierra caliente. De ahí que el diario El Porvenir, en un editorial donde hizo, en 1913, un balance de las incipientes actividades industriales, lo mencionara como uno de los fuertes de la producción de estos dos artículos en la Costa Atlántica.

Salto adelante
Con un nombre que ya figuraba en letras de molde, Lemaître no se hubiera perdonado, conociéndose y sabiéndose capaz de suplir estudios frustrados por una empresa pujante, estancarse en los sombreros y los polvos. A lo mejor fueron los polvos los que le dieron la idea de dedicarse a producir otras fragancias: los jabones y la perfumería. La ascendencia francesa le latía y darle vado era, para él, un imperativo de conciencia.
   Pero esa misma ascendencia lo inclinaba hacia los libros y, en silencio, leía y se informaba sobre todo lo que ocurría en el mundo. No sólo, pues, literatura, arte y música, sino política, economía, indicadores comerciales, inventos nuevos y seguridad en las fábricas. Instalar, entonces, una de ellas con todos los requerimientos de la organización empresarial de su tiempo, lo situaría a la vanguardia entre sus pares.

La fábrica grande
Un año después del balance de El Porvenir, en 1914, don Daniel le compró a Antonio Araújo una fábrica de jabones que funcionaba con pailas calentadas con leña en la calle de la Sierpe. Tres o cuatro años después, la fábrica se incendió. Duro de fuerzas, no habían terminado de apagarse las llamas cuando ya tenía la fórmula para revivir su negocio. A mí no se me quemó la clientela, le dijo a un amigo que se lamentó de lo que le había pasado.
   Superadas las secuelas del incendio, salieron a la venta los jabones con la promoción de Pepa Simanca, el personaje que creó don Daniel con fines propagandísticos. El Mano Blanca fue su preferido. En uno de sus cables, decía Pepa festiva: “Me empapé como una esponja/En la lengua de Hiro-shí,/Y aquí soy la Ca-man-sí/La del Coblan No-MaBonja./Y como ya descubrí/Que el idioma japonés/Es castellano al revés,/La lengua no se me atranca./Mandé jabón Mano Blanca,/Pero ya: mañana es tarde,/pues la venta está que arde/Su atenta, Pepa Simanca”.
   El cable fue enviado desde “Yedo”, en marzo de 1922.

Otros jabones
El hijo de don Ernesto Daniel y doña Matilde fue variando su producción y complaciendo a la clientela que no le se chamuscó. Junto con el Mano Blanca fabricaba el de Pino, en bolas húmedas, con el que se lavaban ropas y pellejos, y más adelante salieron el Salvavidas, el Sarrapia y otro que respondía a las iniciales del primer nombre de todos sus hijos y la L de Lamaître: el Chegrel: Conchita, Hernando, Ernesto, Gustavo, Rafael y Eduardo.
   A medida que crecían la demanda y la producción, la fábrica grande se agrandaba en cantidad y calidad. Las pailas calentadas con leña fueron sustituidas por los secadores, y los comerciantes de Bogotá, Medellín, Cali,  Barranquilla, Bucaramanga y otras capitales distribuían los jabones de Lemaître a la par de los de Palmolive. Más adelante vinieron el Baño Fragante, el Limas de Turbaco, el Para Mí, el Manos Cogidas y el Sanit-K 37, que tenía propiedades desodorantes.

Los perfumes
Junto con su empresa familiar de jabones, don Daniel quiso otra de perfumes en asocio de su primo Henrique Lecompte Lemaître y la montaron con éxito paralelo al de aquella. Una tarde lo retuvo una señora intrigada por su elegancia y le preguntó: “Señor, perdóneme el atrevimiento, pero dígame, usted qué hace: “Yo, mi querida amiga, baño y perfumo a un montón de colombianos”.
Pero donde más bañaba y perfumaba era aquí, en la ciudad de las paredes verdinegras, donde no había botica que no vendiera quinina, ipecacuana, calomel y aceite de castor, y donde doña Aminta Consuegra se bañaba con agua de azahares para brindar sus conciertos de piano en la tertulia de veraneantes de Teresa Polanco.

Apuntes del corral
El campo no estuvo ausente de las tareas del viejo Daniel. Su finca La Florina fue un taller de experimentos que corroboraron cuán recursivos fueron su imaginación y su olfato. Su nieto Gustavo Lemaître Donner me facilitó el folleto donde su abuelo recogió los 44 “Apuntes de mi corral”, producto de todo lo que se le ocurrió hacer para cultivar plantas y alimentar vacas criollas.
En 51 páginas destacó la forma de aprovechar el poder nutritivo del millo y el maíz, las ventajas de los silos, la altura y diámetro de los de torre, las especificaciones de los de pozo y el sostenimiento de las vacas con otros nutrientes diferentes de la yerba, el uso de los pastos en forrajes, el mínimo de minerales (calcio, fósforo y potasio) en la vida animal, el manejo adecuado de las raciones suplementarias y el influjo del color en la calidad de la copra.

Liberal
Don Daniel fue liberal, y como liberal, alcalde de Cartagena. Le tocó en suerte erradicar El Boquetillo, Pekín y Pueblo Nuevo, los tres barrios que afeaban la playa entre el baluarte de Santo Domingo y La Tenaza. Lo hizo con persuasión, tacto y sin blandir su autoridad. Se iba con su guitarra a convencer a sus habitantes, cantando con ellos, para que se mudaran a otra zona que el municipio les habilitaría. Así nació Canapote.
   También tumbó un palo de coco peligroso en el jardín de la casa de Esaú Conde Ribón, quien montó en cólera a pesar de que su árbol tenía medio tallo, las ramas y los frutos sobre la acera y la calle, amenazando la integridad de los transeúntes. Lemaître le respondió en verso: “Pues qué, mi querido amigo/Por prudente me señalo, / Mas eso de tumbarle el palo/ A un ciudadano de pro/, Como tú, lo estimo yo, /Un acto malo, muy malo”…; “Nadie tocarlo ha querido/Todos lo ven al pasar/Mas tan sólo este cantar/Se escucha como un gemido:/Cuando el palo se ha caído/No se vuelve a levantar”. 

Medio siglo sin el viejo
Ayer se cumplió el cincuentenario de la muerte de don Daniel, el hombre de genio versátil que, a juicio de su hijo Eduardo Simón Lamaître Román, fue como la cigarra y la hormiga de la famosa fábula. Nos bañó, nos perfumó, nos gobernó, nos contó por muchos años la historia cotidiana de su solar nativo, hiló versos en la rueca de sus emociones, corrió el pincel sobre los lienzos que llenaba con el agua, el yodo y el sol del Caribe, y compuso porros que sublevaban la alegría.

Daniel Lemaitre
Daniel Lemaitre
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