Se llama Carmen Lemaitre de Cesáreo, le dicen Carmencita, y carga en sus manos la suavidad de los años. Sus manos han vestido a sus seis hijas y a ocho nietas. Con ellas ha confeccionado una vida limpia, llena de “cosas duras”-dice-, pero más de victorias.
Vive en el segundo piso de un edificio en Bocagrande. En Cartagena sopla la brisa y trae fogaje, pero al pisar el suelo de la casa de Carmen, el ambiente es fresco y huele a vida. Entro y el clima cambia. Nos encontramos en la sala de su amplio apartamento. Se escucha el sonido del aire acondicionado.
Carmen se ríe y da la bienvenida.
Está sentada en una silla de rodachines acolchonada en el asiento (de las que suelen usarse en oficina). Es linda y elegante. Usa zapatos y vestido negros. En su cuello cuelga una cadena de oro que no brilla más que sus ojos cafés. Usa maquillaje leve, sus mejillas están rosadas y sus labios rojos.
Tiene un bucle bien poblado que ni la brisa despeina. Los cabellos blancos brillan en su cabeza.
Suelta cuatro carcajadas después de cada frase. Tiene la madurez de una hija, madre, abuela, bisabuela y tatarabuela que ha llegado a la cumbre de sus días con el corazón vivaz; ancla a su esencia y a sus hechos una pasión genuina que la ha acompañado los últimos 25 años (desde 1991): hacer vestidos para muñecas de 70 centímetros de alto.
Carmencita evoca con cada creación el reinado de la imponente crinolina de la época colonial, cuyo uso suponía el del invisible miriñaque, armazón hecho de percal y varillas metálicas, que las mujeres usaban debajo de sus vestidos. La diferencia es que ella hoy solo usa crinolina, reemplaza el miriñaque por pollerines de tul.
“Mami -dice su hija Carmenza- muéstraselos por debajo para que vean el trabajo que esto requiere”.
“Claro, apenas terminemos de conversar”, contesta sonriente.
El barroquismo se acentúa en algunos vestidos más que en otros; puede verse en las abultadas mangas “de farol”, en los puños de espumosos encajes y en el diámetro, muy ensanchado, de sus pollerines.
Hay treintaiún muñecas de porcelana. Eran treinta y tres. Dos las dejaron caer sus empleadas. “No tienen nombres porque se me olvidan, pero sí cualidades físicas, habilidades u oficios; están por ejemplo: la ‘pastorsita’, la bailarina y la primera dama”, precisa.
“La de vestido verde”, así nombra su primera muñeca, que nació de un arlequín que le trajo Carmenza -hija- de París y con la que inició la búsqueda detallada de telas, cintas, piedras, vestidos, plumajes de alta calidad, pero sobre todo de muñecas con distintas expresiones faciales. Hay morenas, rubias y mestizas.
En esa búsqueda, sus nietas e hijas son sus cómplices, le mandan grandes cantidades de cintas y telas, y cuando se los solicita, las maquillan. “Figúrate –dice– le pedí a una nieta que vive en Miami una yarda de cinta, y me entendió telas, me mandó unas telas hermosas por metro, y yo me gasto solo cincuenta centímetros en cada vestido... con esas voy a hacer tres más”.
Las ideas fluyen apenas toma sus telas e hilos, en principio no decide lo que quiere, sino que deja que el traje fluya. En cada vestido demora un mes porque Carmen es celosa con los pequeños detalles, los sombreros, los zapatos, las medias, en fin…todo debe ser perfecto.
MAGIA EN LA COCINA
Suena el celular y Carmen está tan concentrada en contar que su cuna es de artistas que no se percata del sonido. Cuenta que su papá, Ernesto Carlos Lemaitre, era un cronista excepcional, su tío Daniel era un poeta majestuoso. Pero el talento con las manos lo heredó de su abuela Matilde Tono de Lemaitre. Ella era una experta en decoración. “Imagínate que mi abuela hacía las flores ‘tú y yo’, las que se cuelgan en los bolsillos de los novios en las bodas; hacía los pudines enormes en los que se cuidaban los detalles. Todo era a base de azúcar y sin tantos colorantes; ella me enseñó”, destaca.
En una mesita junto a ella tiene un folder amarillo en el que guarda fotos a blanco y negro de los pudines que hacía para bodas de amigos y para cualquiera que lo solicitara. Cinco fotos en las que hay pudines desde dos hasta seis pisos. Conserva incluso, una en la que aparece una mujer.
¿Quién es? –pregunto–.“Mayito Trucco con su esposo, hace unos cincuenta años –dice y ríe–.”
La cocina es uno de sus fuertes. “Cualquier comida que me pidas la hago, ya no tanto porque los noventa y seis me han dejado cansada, pero los postres, arroces, carnes, todo lo sé hacer bien”, relata.
Es la abuela del chef Nicolás De Zubiría, al que más de una vez se le ha escuchado mencionar a su abuelita Carmen como inspiración. “Este arroz se parece al que hace mi abuelita Carmen”, dijo una vez en Master Chef. Es que la mujer tiene en sus manos la magia de sus ancestros y los sabores más autóctonos de su ciudad natal y del Caribe.
ENTRE BEETHOVEN Y MOZART, TARDES CLÁSICAS
Ama la música clásica. Ahí se inspira para vestir a sus muñecas y años atrás cocinaba con Beethoven de fondo.
Los viernes en su casa son de concierto clásico y té. Sus amigas (se reúnen ocho) acuden a la memoria de Bach, Vivaldi, Beethoven, Mozart, Chopin y otros. Suenan también aquellas Zarzuelas españolas que movían el final del siglo XIX y comienzos del XX.
“No tenemos favoritos, nos gusta todo. Tengo oído. Lo que escucho no se me olvida nunca”, dice Carmen, acerca de su experiencia musical.Aunque se tenga la presunción que Carmen está detenida en el tiempo porque todo lo que le apasiona está sujeto al siglo pasado, “es una filósofa del siglo XXI”, según su hija Carmenza.
Su creatividad está expuesta desde que abre los ojos. “Su cerebro nunca está quieto, siempre está creando, es una mujer lúcida e inteligente”, agrega Carmenza.
Ella misma se encargó de conseguir su blue ray para reproducir los conciertos. Tiene un teatro en casa que armó para escuchar los conciertos sin ruidos. Y en YouTube consigue todos los videos para cada viernes.
Su cuerpo, alma y espíritu están más sanos que el de un joven de 20 años con alma vieja. Hace un tiempo se fracturó la pierna y es de lo único que sufre porque ni las enfermedades más típicas en la adultez la han tocado.
Admite, con tono de nostalgia, que a veces llega la tristeza, pero se acuerda de que tiene un compromiso con sus amigas para jugarse las partidas de “canasta” y “51”: dos juegos de póquer…y se le pasa.
Y volviendo a las muñecas de porcelana, Carmen recalca que no son para vender. Figúrese que una vez vendió una... ¡y nunca se la pagaron!





