Las palomas han moldeado con sus alas en el silencio, un nido entre las piedras del santuario. Alguien espera con un puñado de maíz a que bajen las palomas. Son los niños y un viejo guardián del atardecer que vive desde hace años de venderle el maíz a los turistas. Pero el aleteo oscurece el silencio de la tarde. Y las campanas resuenan sus ecos de bronce y hacen inverosímil el recuerdo de hace más de cuatro siglos: el arribo de los africanos esclavizados en el puerto de Cartagena de Indias. Más allá, en el fondo de la iglesia está dentro de una urna, los restos de Pedro Claver, el patrono de los cartageneros. Todos saben que murió el 8 de septiembre de 1654, pero lo lloran desde el amanecer y el atardecer de cada septiembre como si acabara de morirse, y lo sacan en una procesión y le hacen desde siempre una misa conmovedora en tres idiomas: en español, en latín y en africano. Claver fue canonizado en 1888. Y se conserva el aura de santidad de su cuarto y su cama austera con ese Cristo de madera y esos aposentos en penumbra donde murmura sus secretos el mar de la eternidad.
Pero no todo es memoria. En la plaza palpita el siglo XXI en las manos de los niños que alimentan a las palomas y en los rostros perplejos de los turistas que se hacen fotos en las once esculturas de acero envejecido del escultor Edgardo Carmona, que ha forjado la crónica de los oficios tradicionales de la ciudad en sus criaturas escénicas que parecen moverse entre los transeúntes. Todo ese conjunto de piezas escultóricas son un reflejo de la ciudad viva que entró en la nostalgia: el jugador de ajedrez, el afilador de cuchillos, el embolador, el vendedor de raspao. El más raro de los espectadores de esas obras fue precisamente una criatura demencial que terminó arrancándole un pedazo de cabello de acero a una de las esculturas para llevársela de recuerdo. El escultor viene cada tiempo a mantener sus figuras y a preservarlas del óxido y de la sal que arrastra el viento. Es curioso que estas esculturas abrieran primero no las puertas de un museo o una galería, sino las puertas de la ciudadanía que las ha acogido como suyas. Y han terminado formando parte del paisaje urbano.
Nadie puede creer que en ese sigilo del mediodía, el periodista y escritor Juan Gossaín Abdala sale a cumplir con fidelidad de notario feliz una de sus devociones semanales: Encontrarse en San Pedro con sus cuatro eternos amigos. En ese convite de memoriosos solo caben ellos porque se conocen desde que eran niños: Antonio El Mono Escobar Duque, Eduardo García Martínez, con quienes estudió en el Colegio de la Esperanza; y con sus viejos amigos Amaury Muñoz, quien actuó en El retorno de los brujos, una obra teatral de Gossaín; y con el periodista Carlos Mouthón. ¿De que hablan los cinco amigos en esa tertulia que ellos han bautizado La Cofradía?
“Nada que suene a trascendencia”, me dice Amaury Muñoz. “Nos encontramos para reírnos y para recordar. Para compartir un almuerzo, pero no para nada trascendental”.
Juan Gossaín echa los cuentos de San Bernardo del Viento que son tan buenos y sorprendentes que las Mil y una Noches y la triste y desolada epopeya de un paraíso destrozado entre los platanales. Nadie alardea de nada y ninguno acepta que en la Cofradía entre alguien más. Es suficiente con la imaginación barroca del Mono Escobar, el ingenio de Amaury Muñoz, el sentido del humor de Eduardo García Martínez y los apuntes de Carlos Mouthón. Pueden pasar de largo entre el mediodía y las siete de la noche, a sorbos lentos de atardecer mientras Juan descubre que los colores del cielo se reflejan en los muros del santuario de San Pedro Claver y resplandecen en las ventanas con un fulgor tornasolado.
Todo allí es insólito como la paciencia con que Lázaro en el Museo de Arte Moderno domestica un enorme cangrejo azul que su hija ha bautizado Felicita. Y le hace caso cuando le habla y la llama en susurros para darle banano, haciendo leves golpecitos en el suelo. Cuando se inauguran exposiciones allí, Lázaro no se atreve a llamar a Felicita por miedo a que salga y espante al público.
Pero además de insólita, la plaza tiene el otro discreto encanto de ser auditorio público de noches sublimes en el Festival Internacional de Música. No cabe un alma allí en esos trescientos veintisiete metros cuadrados o más en donde recientemente se dieron cita seiscientas personas para escuchar a Carlos Vives. Las palomas alteraron su sueño. Y los jesuitas estuvieron a punto de desfallecer ante semejante espectáculo musical, pero al final, ganó el encanto de la música en la plaza.


