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Revista dominical

La Leyenda Viva de Francisco Pacho Rada

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“El único músico al que yo respeto se llama Pacho Rada. A mí mismo, porque no hay nadie que haya tocado más que yo. He tocado 88 años desde que me inicié en 1911”
Llegó a Bogotá a promocionar un festival de acordeón en la Guajira, en septiembre del 2002.
En el aeropuerto, al salir del avión, sintió los efectos de la altura y del clima que, temiendo algo grave, los organizadores del evento lo hospitalizaron de urgencia y le pidieron que regresara cuanto antes a su casa a la orilla del mar, junto a los familiares y los viejos amigos, su hábitat natural, pero se negó.
En compañía de médicos y enfermeros se presentó en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán donde se celebraba el evento promocional. Un hombre magro de irrenunciable apariencia campesina con su sombrero de veintiuna vueltas y, a pesar del buzo cerrado encima de su camisa y de la camiseta amansaloco, se notaba que el frío de la capital que no era intenso en esa época, lo zahería.
Cuando anunciaron su llegada al teatro nos sorprendimos, ya no lo esperábamos, el periódico de la mañana anunciaba su hospitalización y el seguro regreso esa misma tarde a Santa Marta. Nos pusimos de pie y aplaudimos su ingreso. Con rostro de sorpresa y emocionado caminaba lentamente, con la parsimonia del viejo caribe que encuentra resistencia en la naturaleza ajena a su mundo. Cuando estuvo cerca di un paso adelante y le extendí la mano. Se detuvo. Me miró y la estrechó. Lo sentí liviano, como si levitara, y me miré en sus ojos que, según la leyenda, se contemplaron en los ojos del diablo la madrugada que este lo desafió a tocar el acordeón y Pacho Rada lo derrotó después de una larga y atormentada noche.

EL ENCUENTRO CON EL DIABLO
El encuentro con el diablo, como lo ha reconstruido la memoria colectiva, ocurrió así:
El escenario, un solitario paraje en el monte lejos de cualquier caserío en horas de la madrugada. Pacho en su burrito regresaba solo de algún lado. Arriba la luna luminosa que por momentos se ocultaba con las nubes, y un silencio que el ulular de la brisa en las hojas de los árboles producía miedo. En cualquier momento recibió los débiles acordes de una tonada que se iba haciendo más inteligible y más cercana hasta sonar entre los árboles y las sombras al margen de su paso. Trémulo, levantó su acordeón que traía sobre sus piernas y la abrió lentamente. Sus dedos recorrieron los botones buscando cómo responder al innominado cuya presencia sintió pero no veía, y tras sacar sonidos y sonidos con letras propias y luego improvisando –en lo que también era un virtuoso, aunque no tenía estudios–, tuvo el presentimiento de que aquello que tocaba el acordeón no era de este mundo, entonces adaptó música al credo católico que había aprendido en el catecismo del Padre Astete que las hermanas de la caridad enseñaban en los barrios de los pueblos. Fue cuando el rumor del otro acordeón se fue apagando igual que los dos tizones encendidos que alcanzó a ver en la oscuridad sin orillas, hasta desaparecer, dejando en el ambiente un olor a azufre y una soledad inquietante1.

EL HOMBRE

Ahora estaba frente a mí ese hombre de 95 años que había nacido en la finca Los Venadillos, cerca de Plato, departamento del Magdalena, el 11 de mayo de 1907,  quien a los cuatro años de edad tuvo el atrevimiento de coger el acordeón de su padre que reposaba en la mesa del comedor, y le sacó sonidos inesperados para satisfacción de su progenitor y sus amigos2. Así se inició y aprendió rápido,  como si hubiera nacido con el conocimiento de cómo se debía ejecutar el instrumento.
Niño aún, tenía siete años, además de destacarse en la música y la composición –había hecho El toro Tutencami–, superó a los adultos en una cacería, por lo que empezaron a llamarlo Francisco El Hombre porque su comportamiento era el de un hombre hecho y derecho. “Este Francisco definitivamente es un hombre”, dijeron. Francisco El Hombre. Y así se quedó.
Francisco Rada Batista, Francisco El Hombre, Pacho Rada, es la única leyenda viva de nuestra música. Las otras son míticas, de las que nadie puede dar testimonio creíble: dos o más tamboreros de Tolú y San Onofre, algún gaitero, un tocador de arco de Pueblo Bujo, un guapirreador de Tierralta, varios manteros, un par de acordeoneros, y el más publicitado: el personaje literario de Gabriel García Márquez.
Pacho Rada está ahí, vivo, con una dirección en el barrio de invasión La Paz en Santa Marta, cerca de Gaira. Su voz retenida en discos.3 Su genio creativo en varias reconocidas canciones de las que no hay dudas de su autoría. Su rostro delgado, fileño, en fotografías reproducidas en periódicos y revistas y videos. Su rúbrica en libretas y papeles. Su trato y comportamiento reseñados por miles de personas que lo han conocido y han estado cerca de él. Este cronista que estrechó su mano que durante noventa y dos años se ha solazado con los pitos y bajos del acordeón. El poeta José Ramón Mercado que como rector del INEM de Cartagena le concedió el título de Bachiller Honoris Causa. Y sus hijos que todos conocen ,la mejor prolongación de su vida, doce, de los cuales viven diez, y los recuerdos de las mujeres que amó, madres de sus hijos: Hipólita Alvarado, Blanca Ortiz, María Ospina (madre de Alberto Rada, rey vallenato) y Manuela Oviedo.
Los demás son remedos de la figura reseñada por la pluma fabulosa de Gabriel García Márquez en Cien Años de Soledad, que lo definió como “un anciano trotamundo de casi 200 años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas por él mismo en las que relataba con detalles las noticias ocurridas en los pueblos por donde pasaba.” Lo describe “como un camaleón monolítico” con una “vieja voz desordenada”. Y explica: “Francisco El Hombre, así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y cuyo verdadero nombre no conoció nadie...”
Lo curioso es que otro artista que se acerca al siglo, el autor de Se va el caimán (1941), José María Peñaranda (1907), dice que en 1915 conoció a Francisco El Hombre en Aracataca –la Macondo de Gabo–. Y más raro aún, igual que el personaje literario, Peñaranda se inició también cantando noticias por los pueblos donde llegaba. 

EN LA TARIMA DEL TEATRO

Rada subió a la tarima del teatro donde Alfredo Gutiérrez y otros músicos lo esperaban. Los médicos le habían pedido que no hiciera el esfuerzo de tocar el acordeón porque si se emocionaba –y era infalible– podía afectarse más la salud. Él, que creció tocando el instrumento, que esas manos que estreché un instante habían permanecido sobre los pitos y los bajos durante por los menos 90 años, alternando con las faenas del campo, cifra verdaderamente escandalosa por tratarse de alguien que araña el siglo, era por consiguiente una tortura, una decisión algo sádica.
Lo sentaron cerca del micrófono, de perfil a los espectadores, donde Alfredo Gutiérrez se terciaba el acordeón y, como homenaje al nonagenario maestro, dijo que tocaría La lira, de las más conocidas de Rada. “Yo no me la sé, maestro”, dijo Alfredo para indicar que nunca la había tocado y por consiguiente no la tenía montada en su repertorio. “Pero voy a intentarlo”, agregó. Y empezó a tocar. Pacho lo miraba fijamente en silencio, sin perder ningún movimiento. Una de sus manos golpeaba suavemente los brazos de la silla siguiendo el ritmo. Alfredo comprendió –debió sentirlo– que el maestro se reventaba de las ganas de tocar, además, él también estaba incómodo viviendo el sufrimiento de esa leyenda, entonces dejó de tocar abruptamente y dijo dirigiéndose a Pacho Rada: “¿Maestro, usted quiere tocar?” Que era como preguntarle a un hambriento si quería comer. El maestro asintió con la cabeza y se puso de pie, los enfermeros corrieron a su lado y Alfredo también lo detuvo con un gesto de mano: “No, no, no, quédese ahí sentadito”. Pacho aceptó y Alfredo se quitó el acordeón y acercándose a Rada lo ayudó a colgárselo. Los técnicos procedieron a reorganizar el escenario y los micrófonos los adaptaron al nuevo intérprete. Cuando todo estuvo dispuesto, el hombre que enfrentó al diablo tocando el acordeón, abrió el instrumento e interpretó La lira plateña:

Yo tengo amores de lira/ Tengo una lira en mi alma (bis)/ Por eso es que  no tiene calma/ no tiene descanso en la vida// Es una lira plateña/ nació en la orilla del río/ tiene bastante zumbío/ se oye por la tierra ajena// La lira del negro Pacho/ está muy bien compartida (bis)/por eso es que vive vagando/ no tiene descanso en la vida./

En cada pausa que los años y la altura de la capital de la república le exigían, el público emocionado se ponía de pie arrobado por la leyenda y aplaudía. Su voz de anciano, pero no cascada, inteligible aún, necesitaba interrumpir para tomar aire y poder continuar. Los años son duros y no perdonan. Siendo joven, en Chivolo, Magdalena, pudo tocar durante cuarenta días seguidos con sus noches, sin pausa y sin asomo de cansancio, sólo interrumpía para saborear un sancocho de bocachico o un friche y para alante.
Aquella noche en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán de Bogotá, Pacho Rada tocó bajo los constantes aplausos de quienes lo seguíamos maravillados. Fue algo inolvidable. Tuve el presentimiento de que aquello no se volvería a repetir.

POSDATA DEL 2003

Pasada la media noche del 16 de julio del 2003 llegó la noticia sombría que anunciaban la muerte de Francisco Pacho Rada Batista en un hospital de Santa Marta. Como era de esperarse el pueblo salió en numerosa manifestación al Cementerio San Jacinto de Gaira, a siete kilómetros de Santa Marta. Un grupo de acordeoneros interpretó durante todo el trayecto La lira plateña, El tigre de la montaña, Los guayabos de Manuela, Ciporte luto, El caballo liberal. La gente se asomaba al paso del cortejo fúnebre y aplaudía a quien fuera una de las más importantes figuras de nuestro santoral. En un estadero cercano al cementerio sonaba a todo volumen La lira, como para despertarlo. Un mes antes había hecho una canción en la que invitaba al público y a los periodistas que lo acompañaran, como a una parranda, a su entierro. Se iba así quien dejó un legado maravilloso a la riqueza cultural nuestra en canciones como El botón de oro, Abraham con la botella, La ñatica, El chupaflor, Levántate María, La puerca y tantas otras que a lo mejor él nunca supo cuántas fueron.

Pacho Rada en su visita a Cartagena en 2002. FOTOS: ÓSCAR DÍAZ
Pacho Rada en su visita a Cartagena en 2002. FOTOS: ÓSCAR DÍAZ
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