Al pie del farol en la plaza de Cartagena, la otra, la que está en España, hay un par de viejos conversando sobre la crisis financiera que agobia al país. Sus rostros son graves y patéticos. Uno de los viejos parece un niño con los pies colgando del escaño, con esa cara que tienen los que ya nada esperan. Pero reparo su cara y descubro que es un enano viejo que conversa con su amigo, de lo que se habla en todas partes en España: La crisis.
Para sobrellevar la sofocación del verano implacable de este julio, he pedido en el café de la plaza, una cerveza Alhambra, para saber a qué sabe la cerveza española, pero su sabor no puede compararse con el sabor de la cerveza colombiana. Nosotros salimos ganando.
Mientras bebo la cerveza, se me acerca un viejo vendedor de loterías, igual que en Cartagena de Indias. Otro muchacho me entrega un papelito que dice: Precios Anticrisis, para ofrecerme un menú de rebaja. Y luego, para completar la escena, un pájaro liso, se me acerca debajo de la mesa, dando saltitos, a ver si le doy las migajas de pan que alguien ha dejado sobre la mesa. Lo que faltaba aquí es que revolotearan las maríamulatas para que las ciudades terminaran de parecerse. La muchacha que atiende en el café me ofrece un menú que vale once euros e incluye la entrada, el plato fuerte y el postre. Le digo que con la entrada quedo colmado, pero la ansiedad de consumir en España es proporcionalmente algebraica a la escasez. La muchacha me pregunta de donde vengo y le digo que no soy turista. Que vengo de la ciudad hermana de Cartagena de Indias y he sido invitado con cuatro periodistas de Colombia, a la Ruta Quetzal 2012, que este año tuvo la presencia de doscientos cincuenta jóvenes de cincuentiuno países, y su primera visita por los caminos por donde hace más de doscientos años cruzó el botánico y astrónomo gaditano José Celestino Mutis, al emprender su Expedición Botánica.
Frente a mí está la sede del Ayuntamiento de Cartagena y el Teatro Romano que está sobre un barrio al pie de las montañas. Una vecina me dice que allí siempre estuvo su casa, pero un día llegaron las autoridades para comunicarle que tenía que mudarse porque el barrio sería derribado para la excavación que daría como resultado en 1990, los hallazgos maravillosos del antiguo teatro romano. Allí encontraron rastros dispersos de la antigua fachada del teatro con el nombre grabado del emperador Augusto, una escultura de la cabeza de Tiberio, capiteles corintios, vasijas, cuernos de vidrios, esculturas forjadas con mármol romano y arenisca de las cinco colinas de Cartagena y huellas deslumbrantes de una historia milenaria que trasciende veinte siglos. El sosiego de los vecinos de este barrio de pescadores, se vino abajo para descubrir la maravilla del pasado, luego de doce años de excavaciones, y los residentes tuvieron que abandonarlo. Hoy el Teatro Romano es una de las sorpresas de Cartagena. Las ruinas fueron escenario de la película La chispa de la vida, de Alex de la Iglesia. Dentro del teatro hay un túnel (obra moderna), con una cripta que tiene un mosaico romano, y una iglesia medieval que recrea las costumbres y ceremonias del antiguo barrio de los romanos en Cartagena. El primer taxista que nos lleva del aeropuerto de Murcia hasta San Javier, es de apellido Pascual y me repara con desconfianza cuando le digo que soy colombiano. Ha visto desde la puerta del aeropuerto como han requisado sin compasión a una muchacha colombiana que llevaba en la maleta un pollo asado en bolsas y una buena porción de harinas para hacer arepas. Pero él está de acuerdo que las autoridades españolas requisen a todo colombiano, porque desde que él está allí manejando su taxi hace ocho años, todo lo que tenga que ver con colombianos le huele mal y está prevenido con todos los que llegan a solicitarle el servicio de taxi, y siempre está a la defensiva pensando que en cada maleta hay una porción oculta de coca. Todo ese delirio demencial de Pascual lo ha llevado a seguirle los pasos a los colombianos, hasta el extremo de llamar a los agentes para que persigan a los que supone él son turistas sospechosos. Una vez condujo a un colombiano que había metido en la guantera del taxi unas cajas llenas de chorizos y al llegar al aeropuerto, los perros de la policía se le avalanzaron. Ahora a bordo de su taxi vamos cinco periodistas. Tres que vienen de Bogotá, una periodista de Cali y yo. La andanada de Pascual nos tiene a todos inquietos y alarmados. Uno de los periodistas le dice: “Si quiere saber adonde vamos, dígale a los agentes que estaremos en uno de los buques de la armada española, que allí nos pueden encontrar”. Pascual nos mira con incredulidad desde el espejo retrovisor y tiene el coraje de preguntarnos en cuál de los buques de la armada. “Mire, nada menos que en el buque Galicia”, le decimos. La cara de Pascual se llena de soberbia cada vez que habla de los colombianos. Es meterse en el laberinto oscuro y terrible del estereotipo colombiano asociado con la droga y el delito. Pascual dice que la situación española se ha agravado de manera considerable, hasta el punto que él como taxista ya no gana cuatrocientos cincuenta euros al día como hace cuatro años, y a duras penas gana doscientos euros. “Nosotros vivíamos bien, pero muy bien”, dice despepitando los ojos. “Qué vida la de nosotros hace cuatro años. Podía comprarme una casa con siete habitaciones, pero ahora no puedo ni siquiera pagar una que tenga tres habitaciones”. Uno no sabe qué puede ocurrir si entre los silencios de la desesperanza, a alguien se le ocurre hablar de moros al atardecer. Hablar de moros es ver que los ojos de Pascual se llenan de un profundo e irracional rencor. De esa materia prima de inútiles y estériles rencores están hechos los individuos y las naciones.
El segundo taxista que nos lleva hasta la plaza de Cartagena, me explica que esas hierbas que crecen en las colinas son espigas finas de esparto que utilizan los nativos para alforjas y utensilios domésticos. Me sentí en el siglo dos antes de Cristo viendo ese promontorio de piedras de las excavaciones del barrio para encontrar el legendario teatro romano. El teatro tiene siete mil metros cuadrados y funciona como fundación privada, pero articulado con el circuito cultural de Madrid, me cuenta Marien Cava, historiadora de arte, que habla con pasión del teatro romano. Veo antes de irme la bella exposición del dibujante y pintor murciano Pedro Cano, cuyos pequeños formatos me seducen. En la plaza veo a un viejo paseando a su perro. Y en una de las colinas de la ciudad, el sol desnuda con su resplandor la imagen de una mujer acostada sobre la tierra de color dorado y terracota. El verano es implacable aquí en Cartagena (España), al igual que en Cartagena de Indias. El paisaje duro y seco del verano español, se compensa en instantes con la brisa que arrastra el mar. Espero este instante para ver el atardecer y dejo que el amarillo se derrame sobre el lila, con el contraste del azul del mar y el cielo. Ese es mi primer día en España.
Un quetzal cruza el Mediterráneo
Un pájaro de color salmón alumbra en los morrales verdes de los doscientos cincuenta muchachos que hacen la travesía por España, en una de las expediciones singulares de la historia reciente del continente. Es un quetzal en pleno vuelo que se ha convertido en símbolo de la travesía ideada hace veintisiete años por el español Miguel de la Quadra-Salcedo, un visionario y explorador de mares y caminos impenetrables, cuyo espíritu indomable y aventurero ha tendido puentes entre los caminos que parecían irreconciliables entre América con España. De tanto nombrar y amar el quetzal algo del misterio de estos pájaros ha quedado sembrado para siempre en el alma de este hombre apasionado para quien lo imposible se hace posible gracias a los designios del corazón. El quetzal no solo es un pájaro de las selvas montañosas de México y Centroamérica, sino que es un pájaro emblemático y mítico de la civilización azteca y maya. Ya quisiera el continente y el mundo que los colores que tiene en su plumaje el quetzal, ese arcoiris explosivo y tornasolado brillara con acierto en la razón de los gobernantes y los ciudadanos del mundo. Los tocados de los sacerdotes mayas y aztecas se hacían con plumas de quetzal y las cuatro plumas de su enorme cola llegó a ser una moneda entre los nativos.
“Esto no es una sola travesía”, me dice Miguel de la Quadra-Salcedo con sus ojos verdes de un fulgor profundo y convencido. “Esta es una travesía que nos cambiará la vida para siempre”. A él sí le brillan los ojos cada vez que nombra a Colombia. Tiene ochenta años que ha vivido con la intensidad de un guardián de la selva y los mares. Y su sola presencia, irradia una contagiosa y prodigiosa vitalidad. La ruta nació en verdad en 1992 con la Aventura 92, en la celebración de los quinientos años de la llegada de Colón a América. Él es el artífice y fundador de la Ruta Quetzal. Ese bautismo de América, como a él le encanta llamar su propia aventura, ha sido posible gracias a la complicidad del Rey de España y de la banca española que creyó en la gracia quimérica y poética de esta criatura privilegiada en sensibilidad y sentido de América. Pero su apuesta a la aventura comenzó en 1956 en la Universidad de Mayagüez en Puerto Rico, en donde él se enorgullece de haber batido el récord mundial en el lanzamiento de jabalina. Por radio escuchó una noche como un sortilegio de las distancias impenetrables, la aventura del explorador norteamericano Schultes, de la Universidad de Yale, quien estudiaba y exploraba el Amazonas. Lo contactó y él ha multiplicado la perplejidad de los exploradores, convirtiendo a millares de jóvenes en estudiosos de su paisaje y su historia. Así conoció el mundo africano de Cartagena y el Palenque de San Basilio, así fue tras los pasos de Pedro Claver y pidió a los jesuitas que le permitieran dormir en la pequeña cama donde el santo se encontró con la eternidad. Así conoció la historia epopéyica de Benkos Biohó, la batalla de las comunidades indígenas y afroamericanas. Con esa misma devoción se hizo discípulo de su profesor el antropólogo alemán Gerardo Reichel- Dolmatoff y del explorador Héctor Aceves Mejía. La novela que llevó siempre bajo el brazo fue La vorágine, de José Eustacio Rivera. Una foto de aquellos años cincuenta revela a Miguel de la Quadra-Salcedo en una hamaca junto a un indígena de la tribu peba en el río Cutuhé en el Amazonas. El indígena está emplumado y se aferra a la tierra con un enorme bastón ceremonial. Se hizo amigo y hermano de los indígenas cubeos, desanos, tukanos y guambianos. Vivió en Colombia muchos años vendiendo libros y recorriendo el mapa profundo del país. Estuvo entre nosotros cuando arribó el Papa Pablo VI.




