Mamá Leo, la abuela de Frank Patiño, lo adoraba. Después de su muerte lo llamaba en tono trascendental El Difunto, como si fuera el único muerto del momento cuya importancia daba para omitir su nombre de pilas. Mi hermana Marelbis lo defendía hasta los gritos de sus detractores del barrio Los Fundadores en Valledupar con la misma pasión con la que coleccionaba sus afiches. Cuentan que una devota abuela en Ocaña mantuvo engañada a la nieta durante su infancia diciéndole que había nacido y crecido allí, comiendo cebollas como cualquier mortal ocañero.
Rafael Orozco Maestre era el ídolo de las abuelas, madres, tías y adolescentes y de algunos galanes de barriada aficionados al vallenato. Tenía una pinta de latin lover popular de los setentas: Pelo negro abundante, bigote tupido y un lunar en la parte derecha de la cara entre la mejilla y el mentón. Él y la agrupación el Binomio de Oro, que formó con el acordeonero Israel Romero en 1976, encarnaban algo así como el caché y la clase que dejó atrás una época en la que los artistas de música vallenata no tenían ningún problema en salir en las carátulas de los discos sin pasar por los retoques del salón de belleza. Aparecían con sus pintas de hombres de campo, e incluso, sonriendo y exponiendo sin pudor la ausencia de alguno de sus dientes.
Para ser sinceros hay que decir que en las fotos de sus dos primeras grabaciones con Emilio Oviedo en 1975, Rafa no era precisamente un portento de estética masculina. Flaco hasta la médula, cabello desordenado y una barba incipiente que a sus escasos 20 años le daban un aspecto de abandonado por la providencia. Algunos argumentaban que la nariz que ostentaba en las fotos de sus nuevos trabajos discográficos no era la misma nariz de patacón pisao de sus primeros discos y que sin duda había pasado por los correcciones del bisturí.
El galán de Becerril, un pueblo polvoriento al norte del Cesar, seducía con su baile zapateado, el cuerpo erguido, levemente echado hacia atrás, y las manos a la altura del pecho como boxeador en guardia. Sus coristas, como cualquier orquesta merenguera del momento, atinaban coreografías que algunos entusiastas repetían en los bailes del barrio. En diciembre, fecha para la que salía con puntualidad su trabajo discográfico, los vanguardistas de la moda en las barriadas encargaban a los sastres y modistas imitaciones de su ropa en la portada de los discos para estrenarlas en navidad y año nuevo.
La agrupación el Binomio de Oro era el símbolo de la disciplina, la puntualidad y la seriedad en un mundo donde las uniones entre cantantes y acordeoneros eran efímeras. Era moneda corriente que en el fragor de las alianzas musicales se trataran de compadres, se mostraran ante el público como la unión perfecta, se empinaran botellas de alcohol por la fidelidad y la unión duradera, pero al poco tiempo estaban tocando o cantando con otro, haciéndose las mismas promesas y lanzándole versos cizañeros a sus parejas anteriores.
Un 11 de junio de 1992, muchos de los que esperaban el año nuevo escuchando sus canciones dobladas en el Show de Jorge Barón, lloraron la muerte del cantante. Alrededor de las ocho de la noche, mientras celebraba en su residencia en un barrio de la ciudad Barranquilla los quince años de su hija Kelly Johana, atendió el llamado a la puerta y un hombre le descargó a quema ropa nueve tiros con una pistola. Paradójicamente fue asesinado, al parecer, por deudas pendientes con los traficantes de aquel polvo blanco que a diferencia de otros cantantes, decían sus seguidores incondicionales, él no consumía. A pesar de que un periódico sensacionalista hizo su agosto en junio y durante el resto del año publicando por entrega hasta los datos más insignificantes de la vida del cantante, oficialmente su muerte nunca pudo ser completamente aclarada. Desde entonces mi amigo el filósofo Vladimir Urueta León inventó una frase que actúa como un lema para asumir con responsabilidad los rituales de la parranda y los compromisos de la vida: “Eso no puede quedar impune como la muerte de Rafael Orozco”.
La nostalgia no es otra cosa que la conciencia de que la juventud se va quedando atrás. Recuerdo perfectamente que al día siguiente de su muerte me senté con Alfonso Cassiani en el salón 314 a un extremo del tercer piso del claustro de San Agustín de la Universidad de Cartagena a recordar sus canciones. Recuerdo también una noche de diciembre de 1983 en Valledupar. Yo empezaba a dejar la pedagogía para el baile con mis hermanas mayores y comenzaba a incursionar en los bailes del barrio. Esa noche se estrenaba el larga duración del Binomio de Oro titulado Mucha calidad y María Eugenia, la hija de señora Herlinda Martínez había organizado un baile. No llevaba media hora de estar en la fiesta cuando me di cuenta que mi madre con sigilo miraba por la ventana desde afuera de la casa hacia la sala. La miré de reojo, para que no se percatara de que había notado su presencia y traté de darle mi mejor baile. Me acerqué más a mi pareja y cerré los ojos, mientras Rafa cantaba un merengue de Gustavo Gutiérrez: “Se van pasando los años las costumbres van cambiando/sigo siendo un hombre bueno, sigo siendo un hombre sano/veinte años llevo cantando mis canciones tan queridas/mi pueblo será testigo de lo que yo amé en la vida”.
Ciudad de México, 11 de junio de 2012.

