Sus vestimentas están sucias y su cabello parece un deteriorado costal de fique. Siempre lo acompaña un viejo saco, donde mete todo cachivache que encuentra en las calles que recorre de día y de noche. Aguantando sol; con la luna de techo.
A veces usa calzado y otras veces va descalzo. Limosna constante. Pero hay algo que conserva siempre: unos ojos alegres que miran al infinito y que se pierden en sus pensamientos; además de una blanca sonrisa que sobresale entre su piel negra y su rostro juvenil. Nadie pensaría que antes, este hombre, que vive entre la basura y un misterioso silencio, era uno de los delincuentes más temidos de Cartagena.
Sus maldades se hicieron conocidas en La Heroica cuando ‘el Palomo’, como todos lo conocen, rondaba los 15 años. Su delgado, ágil y pequeño cuerpo le facilitaron las labores de ladrón. Entraba por cualquier rendija, subía con facilidad a techos y saltaba con éxito las paredes. Prácticamente volaba entre casas asaltadas y policías que nunca lograban atraparlo.
A través de los años se convirtió en un experto ‘apartamentero’, entre otras modalidades de robo en inmuebles y establecimientos comerciales, lo que lo convirtió en el líder de una peligrosa banda de la zona suroriental a la edad en las que otros tramitan su cédula. Lea: Investigan muerte de jóvenes en Villa Estrella y El Pozón: no hay capturas
En esos tiempos, los que lo vieron deambular por bailes de picó y fiestas de esquinas cuentan que vestía a la moda, que siempre tenía cadenas, anillos y manillas de oro. Un ‘Mario Baracus’ que siempre iba armado y acompañado de un grupo de hombres que estaban dispuestos a hacer lo que sea por el ‘jefe’. También se rodeaba de un ejército de chicas sin cédula, en ese momento, y que, como él, nacieron y se criaron en casuchas de madera, forradas con bolsas negras y plásticas que eran estremecidas por las frescas y olorosas brisas de la Ciénaga de La Virgen.

‘El Palomo’ volaba por lo alto entre gavilanes, águilas y halcones. Podía ver en su vuelo el techo del Convento de La Popa, es decir, no había rincón de Cartagena que para él no fuera fácil de divisar, pero una mañana su planeo comenzó a descender. No como las aves de rapiña cazando a un roedor, sino como cuando las bajan con una pedrada. Aparatosamente.
Ladrón que le roba a ladrón...
Una mañana, con 24 años cumplidos, su rostro ya reflejaba el peso de sus acciones. Llegó a toda velocidad en un taxi, entró por las destapadas y polvorientas calles de su barrio y se paró frente a su casa que ya era de bloques y Eternit. Del vehículo, usado para cuanta fechoría se pudiera, sacó con sigilo una maleta frente a sus vecinos y dos compinches que estaban con él. Era dinero en efectivo. “Un botín”.
Quiso guardar la maleta en su casa, pero sabían que vendrían pronto por él; intentó pedir ayuda a familiares y vecinos en la estrecha calle, pero todos se negaron. El reloj jugaba en su contra y la cárcel era un sitio al que no quería volver.

Unas cuadras más adelante, se acercó a la casa de una modesta y religiosa vecina, y le suplicó que le guardara la maleta, añadió que le daría dinero a cambio, pero le pidió que nunca la abriera. Ella le exigió sólo una cosa: que fuera un día de estos a la iglesia con ella, una tarea que la mujer se propuso tiempo atrás.
‘El Palomo’ se fue y solo se volvió a saber de él dos meses después, cuando el millonario asalto a una lujosa vivienda en la zona norte de la ciudad ya era historia.
Lo primero que hizo, según cuentan sus vecinos, fue llegar a la casa de aquella vecina y pedirle el dinero. Al parecer, ella sólo le dio unos tres billetes, le recomendó que no anduviera con semejante cantidad de plata por la calle y le ofreció un jugo natural que había hecho para el almuerzo.
Nadie sabe qué más pasó en esa pequeña charla, pero desde ese instante ‘el Palomo’ no volvió a ser el mismo. Aquellas habilidades de ladrón desaparecieron y comenzó a caminar pausado, mirando al suelo y siempre en silencio. Poco a poco sus cadenas de oro fueron desapareciendo y su arma de fuego fue cambiada por un saco con basura. No quiso bañarse más ni cortarse el cabello y por momentos parecía perder la memoria.
‘El Palomo’ ya no volaba entre aves de rapiña, ahora pasaba en el suelo como una lagartija, siendo pisoteado por aquellos que antes le brindaban pleitesía. A veces hablaba con lucidez y corría hacia la casa de aquella vecina, pero esta le volvía a dar tres billetes y le pedía que se fuera lo más lejos que pudiera. Esa vecina cambió su casa de madera y zinc por una de construcción de dos pisos, con los mejores muebles y acabados que por esos días se podían ver en aquel humilde barrio.

Los habitantes del sector volvieron un secreto a voces que esa sencilla mujer, que con frecuencia iba a misa y oraba a Dios, le había robado al ladrón más temido. Cansada de esos comentarios un día se marchó de la ciudad y sólo han vuelto a saber de ella por las fotos que sube a sus redes sociales donde se nota que ya no es una fiel feligrés cristiana y que disfruta de bienes que en Cartagena no tenía.
‘El Palomo’ sigue en las calles con sólo 37 años, y su familia ha hecho de todo para cambiarle la vida, pero ha sido imposible. Parece una fuerza sobrenatural la que lo lleva a perderse entre la basura y el barro, siempre mirando al suelo, como quien busca una moneda que se le ha caído del bolsillo.
La vecina del barrio, la que se sienta en la terraza y ve pasar a todo el mundo, siempre murmura que a ‘el Palomo’ le hicieron brujería para que lo perdiera todo y quedara incapaz de defenderse de aquella señora. Al gavilán mayor le cortaron cada una de sus alas negras con un vaso de jugo.