“Cuando alguien se enferma de noche, toca encomendarse a Dios, toca salir corriendo porque no hay a quién recurrir”, dice Alexander Marimón mientras mira la estructura de cemento que alguna vez prometió ser un puesto de salud en Ñanguma.
Este es un corregimiento de Marialabaja, donde habitan aproximadamente mil personas, la mayoría dedicadas a la agricultura, la pesca, la ganadería y oficios informales. A dicho corregimiento bolivarense no se le conoce con exactitud su fecha de fundación, pero sus habitantes afirman que este tiene más de un siglo de existencia. La fundación se le atribuye a la señora Gume, quien respondía al seudónimo “Ñagume”, de allí el nombre del pueblo.
Aunque lo separan unos 30 kilómetros de la cabecera municipal, para sus habitantes la distancia no se mide en números, sino en el tiempo que cuesta atravesar el camino maltrecho que los conecta con el resto del municipio. Así comienza casi cualquier conversación en el pueblo: la vía, dicen, es la herida abierta que atraviesa todas sus necesidades.
El puesto de salud, hoy reducido a paredes caídas y animales rondando el abandono, no presta ningún servicio. No hay consultas, camillas ni personal, “no hay nada”.
Para la comunidad, la ausencia de atención médica no es una cifra ni un trámite, es un miedo constante. Es saber que una gripe puede convertirse en urgencia, que una mujer embarazada debe confiar más en la suerte que en un control prenatal, y que un dolor fuerte no encuentra alivio cercano. Es vivir con la sensación de que cualquier emergencia llega sin aviso y con pocas garantías de ser atendida con prontitud.
Entonces empieza la carrera contra el tiempo: cuando alguien tiene problemas de salud hay que trasladarlo a Marialabaja, donde está el hospital más cercano. En teoría el trayecto debería ser corto, pero la vía, deteriorada y sin mantenimiento, transforma cada emergencia en una travesía peligrosa. No hay ambulancia que pueda ingresar al corregimiento; la mayoría de traslados se hacen en motos o se espera al bus que pasa (cuando pasa), cuyos horarios nada saben de urgencias.
Bajo el sol que levanta polvo o en medio del barro que deja la lluvia, madres cargan niños enfermos, adultos mayores se apoyan en quienes pueden sostenerlos y estudiantes se trasladan al colegio, confiando en que el tiempo no juegue en su contra.
“Aquí nos tienen abandonados desde hace años. No invierten en infraestructura, no miran para este lado y uno siente que la vida de la gente de Ñanguma no vale lo mismo que la de otros pueblos ni la de otras personas”, afirmó Evaristo Marimón, habitante del corregimiento.
Estudiar entre ruinas: la escuela que resiste
El colegio en Ñanguma refleja el mismo abandono que el puesto de salud. Las paredes agrietadas, otras incompletas y los techos en mal estado convierten los salones en espacios inseguros para el aprendizaje. Allí reciben clases niños de primaria que, además, lo hacen sin restaurante escolar, una ausencia que pesa especialmente en hogares donde muchas veces la comida del día depende de lo que pueda conseguirse.
La escasez de infraestructura y docentes también obliga a agrupar cursos, es decir, en un mismo salón se dictan clases para estudiantes de grados distintos, como cuarto y quinto, que comparten pupitres, tablero y profesor. La intención es que nadie se quede sin estudiar, pero la realidad es que aprender así resulta más difícil.
Terminar la primaria tampoco garantiza tranquilidad. Para continuar el bachillerato, los adolescentes deben salir del pueblo y trasladarse al corregimiento de Flamengo en condiciones tan riesgosas como las que enfrentan quienes buscan atención médica. El recorrido se suma al cansancio, a los peligros del camino y a la posibilidad de que, por falta de transporte o dinero, muchos terminen yéndose a pie.
Incluso, llegar a dar clases es una odisea: algunos docentes se desplazan diariamente desde Cartagena, mientras otros para reducir gastos o evitar los riesgos frecuentes de la carretera, permanecen en Ñanguma de lunes a viernes, lejos de sus hogares.
Un pueblo que sigue esperando
En Ñanguma la vida avanza entre esperas, pero también entre peticiones simples. No se piden favores extraordinarios, se pide poder enfermarse sin miedo, estudiar sin riesgos, transitar sin exponerse a la muerte. Se pide que la vida cotidiana tenga las mínimas garantías que cualquier ser humano debería tener.
La comunidad quiere algo elemental y es un puesto de salud que funcione, una escuela segura para sus niños, una vía digna que los conecte con el resto del municipio. Quieren dejar de sentir que viven al margen.
Mientras tanto, esperan, pero no de brazos cruzados. Hay madres que madrugan para enviar a sus hijos a estudiar, jóvenes que caminan kilómetros para continuar el bachillerato cuando no tienen cómo transportarse, y docentes que desafían el cansancio y la distancia para dar clases. Esperan trabajando, resistiendo y sosteniendo la vida diaria como pueden.
La comunidad no pide más que lo justo: ser escuchada y poder vivir con dignidad.


Este medio se comunicó con la Alcaldía Municipal de Marialabaja para obtener una respuesta ante las peticiones de los habitantes de Ñanguma, pero aún está en espera esa respuesta.

