Cuenta Ana Támara, joven tejedora de San Jacinto, que un día tuvo un problema económico y necesitaba dinero, por lo que agarró una hamaca que tenía recién hecha y la llevó a la Variante, lugar donde se comercializan las artesanías del municipio. “Me ofrecieron ochenta mil pesos. Ochenta mil pesos por una hamaca que demoré haciendo quince días, ¿dónde está lo que vale mi mano de obra? ¿Mi calidad humana? Porque una hamaca también lleva una parte de mí...”.
Desde esa vez Ana guarda un sueño y es el de contar algún día, junto con otras tejedoras y tejedores de San Jacinto, con un taller propio donde puedan elaborar sus productos y venderlos, a un precio justo y rentable, que les permita seguir viviendo de ese oficio tal como sus ancestros lo hicieron.
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En San Jacinto, el telar, más que una herramienta de trabajo es un lugar de encuentro, donde además de los hilos se tejen saberes, valores, anécdotas y hasta relaciones.
Siendo tradicionalmente un oficio de mujeres, eran los hombres quienes dedicados a las labores del campo se iban al monte a cortar los travesaños con los que se armaba el telar, incluso, se dice que aquellos jóvenes enamorados, siempre buscaban los palos más derechitos y bonitos para conquistar a sus enamoradas, que aprendiendo de sus madres y abuelas desde niñas también se dedicaban al arte de tejer.
Toda una convivencia al pie del telar, donde los más pequeños se van enamorando del oficio tan solo viendo y de un momento a otro sorprenden a sus padres mostrándoles una faja o una mochila que hicieron con sus propias manos.
Es ese entramado de generaciones alrededor del telar el que temen que se pierda en San Jacinto, no solo por la inexorable muerte de las tejedoras mayores sino porque la falta de rentabilidad en el oficio ha hecho que los más jóvenes pierdan el interés y desistan de la tejeduría, poniendo en riesgo una tradición que se remonta a cientos de años atrás.
El temor no es nuevo. Se le expuso al presidente Iván Duque en 2018 cuando visitó el municipio en uno de sus famosos talleres ‘Construyendo País’. En ese entonces se le expresó la preocupación y con el Ministerio de Cultura se montó lo que se conoce como el ‘Taller Escuela Olivia Carmona’, en el cual varias tejedoras enseñan a niñas las técnicas de la tejeduría para conservar el legado, sin embargo, más allá de las clases, el taller no llenó las expectativas de todos los sanjacinteros.
“Si este era un proyecto para continuar con el legado cultural debíamos trabajar lo que es la economía social solidaria, pero allá la maestra vende las hamacas súper costosas y paga muy poco la mano de obra, y este es un trabajo que vale. Esto da, pero hay que darle el valor y educar a la gente para que lo sepa”, dice Ana.
Graciela García es una de las maestras que enseña a las niñas en el taller y también es consciente de lo poco valorado que es el oficio del cual vive. Ha hecho hamacas de dos, de cuatro y hasta de seis metros, las cuales, dedicándoles seis horas al día, de pie y paleteando sin parar, se demora entre unos ocho a veintidós días en hacer, dependiendo del largo.
En la que está trabajando ahora, de dos metros sesenta, por ejemplo, lleva doce días. Dice que vale unos 250 mil pesos pero que está difícil que se los paguen, por lo que casi siempre le toca ceder.

“Por eso es que a los jóvenes hoy en día no les gusta esto, porque dicen que no da plata. La idea es que los ayuden y que tengan mercado para poder vender, porque si uno tiene mercado y vende bien, se entusiasma y sigue haciendo las cosas”, dice Graciela.
Y es que el problema es que en San Jacinto terminan ganando más los intermediarios que los mismos artesanos, por lo que el propósito es que las tejedoras puedan tener algo propio para no depender de otros y así ganarse lo justo por su trabajo.
“Esto sale. Lo que se necesitan son más canales de comercialización porque ellos (los intermediarios) no pagan lo que es”, dice Luis Carmona, esposo de Graciela. “Yo quisiera que a ella (a Graciela) le dieran el valor que se merece pero no se lo resaltan”, comenta.
Y es que el valor, más allá de la hamaca en sí misma, va en los mismos saberes de la tejeduría. Graciela, por ejemplo, tiene en su mente una gran cantidad de bordados, formas y figuras que traduce en el telar y que no son gratuitos. Parten de una extensa tradición que ella misma aprendió de su madre y que a pesar de no ser profesional conserva y es capaz de replicar con una soltura que solo un experto en el arte de la tejeduría puede hacer.
Como ella, hay más. Pero lo triste es que algunos por la inminente necesidad de dinero sí ‘regalan’ su trabajo o lo venden a un precio muy por debajo del justo, incluso a 35 mil pesos. Algo que indudablemente desmotiva a las nuevas generaciones que ya no ven futuro en la tejeduría para salir adelante.
‘De esto se puede vivir’
Es por este motivo que tanto Graciela como Ana piden apoyo para poder abrir su propio taller y seguir enseñando a niñas y niños sobre el tejido y así perpetuar la tradición, pero además de eso también para tener un canal de ventas estable y económicamente sostenible.
“En San Jacinto yo me he dado cuenta de que hay un problema, y es que aparte de que los jóvenes ya no quieren tejer porque no ven rentable el tejido, hay muchos jóvenes en la zona rural que no conocen lo que es un proyecto de vida. Entonces, ¿qué hacen? Llegan hasta noveno grado y como los papás no tienen recursos para que terminen su bachillerato, las niñas se dedican a tener hijos y los hombres al campo. Eso no está mal, ser ama de casa es una de las profesiones más valiosas del universo, pero ellos no tienen a nadie que les diga que pueden tener un proyecto de vida, que pueden ser económicamente independientes para salir adelante, que con una paleta en mano se puede tener una carrera, que con ella pueden pagarse sus estudios, pueden alimentar a su familia, pero para eso debemos trabajar con la comunidad para que sepa cuál es el precio justo, que esto no vale 35 mil pesos, que esto implica tiempo, dedicación y amor y ese amor hay que inculcárselo a los jóvenes”, indica Ana.

Añade que en la medida que se pueda conseguir una estabilidad económica con ello será posible beneficiar a más jóvenes para que vean la tejeduría como un proyecto de vida y así tener un doble beneficio: conservar la tradición y promover el desarrollo de los jóvenes en la zona rural.
“La idea es que esto siga y que no se pierda con la muerte de las artesanas mayores. La tejeduría es un legado ancestral, una forma de vida, algo que te obliga a ser mejor persona. En San Jacinto lo que hace falta es valoración y hacer las cosas bien, comercializar las hamacas y enseñarles a las artesanas el valor que ellas tienen, que lo que ellas hacen no solo le ha dado reconocimiento a San Jacinto en Colombia sino también a nivel mundial”, concluye.

Entre tanto mientras ese sueño se materializa con la búsqueda de aliados para la constitución del taller, Ana, Graciela y las demás tejedoras y tejedores de San Jacinto siguen imprimiéndole el sacrificio, el empeño pero sobre todo el amor a cada producto que elaboran, a cada hilo que tejen, a cada paleteada que dan, sin importar las prolongadas horas de pie o las mil veces que tengan que agacharse para llegar a la parte más baja del telar, porque más que una hamaca, como decía Ana en un inicio, es una parte de ellos, una extensión de su ser y del saber ancestral que han adquirido en San Jacinto, que gracias a su compromiso y a su esfuerzo, le ha dado la vuelta al mundo entero.
La historia
La ubicación geográfica de los Montes de María ubica a San Jacinto en las faldas de lo que se conoce como el Cerro de Maco, principal estrella hídrica de municipios como El Guamo, San Juan Nepomuceno, San Jacinto, El Carmen de Bolívar, Ovejas, hasta llegar a Morroa. El territorio en la época indígena se conocía como ‘El Gran Zenú’, conformado por tres ríos: Cauca, Nechí y Sinú.
‘El Gran Zenú’ fue dividido en tres sectores: Zenufama, que se dedicaba a la orfebrería, el Panzenú, dedicado a la pesca, y el Finzenú dedicado al tejido y a la cestería, donde se encontraba San Jacinto, el cual era liderado por la cacica Totó. Los tres territorios subsistían mediante el trueque de sus productos.
En el Finzenú, en particular, se cultivaba el algodón y lo que hacían era tomarlo, hilarlo en el huso y tinturarlo con pigmentación natural a base de plantas, tradición que se conserva hasta el día de hoy en los hogares sanjacinteros.