La hermana María y yo estuvimos a solas en una sala pequeña, acompañadas por la luz tenue que entraba por la ventana y sentadas alrededor de una mesa redonda con un mantel de ojalillo blanco. En ese lugar atienden a las pocas visitas que reciben, pues al ser monjas de clausura no tienen permitido salir del monasterio a menos que sea un motivo de suma urgencia. Sor María Francisca del Divino Amor, su nombre completo, es una mujer de 75 años de paso firme y voz ligera. Cuando conversa, hay que pedirle que hable un poquito fuerte porque de lo contrario las palabras se pierden en su suave aliento.
“El Señor puso en mi corazón el deseo de ser religiosa a los 16 años y desde ahí he sido muy feliz”, fueron las primeras palabras que enunció en medio de una visible tranquilidad. La hermana María Francisca nació y creció en Pitalito, Huila, en una familia numerosa y ferviente, de la que salieron dos monjas y un sacerdote, que se convirtieron en la oración contestada de su madre, pues si algo le pedía a Dios era que le diera la oportunidad de que sus hijos le sirvieran a través de la vocación religiosa, a pesar de que eso conllevara separarse de ellos, ya que cuando una monja elige ser de clausura se separa de su familia para llevar una vida en intimidad con Dios. Lea aquí: Rosa Bossio: la cartagenera que se convirtió en el milagro de las fiestas
-Perdóneme interrumpirlas, aquí le traje unos buñuelos para que desayune.
A través de la puerta que comunica la sala con el interior del convento, apareció una hermana de menos edad y con voz más fuerte. Todo el tiempo reía y bromeaba con las monjas mayores, quienes respondían a las instrucciones que ella les pedía. Usaba un delantal pringado de harina, sobre el hábito café, distintivo de la congregación de las Hermanas Clarisas. Pasados un par de minutos desapareció por la puerta dando saltos alegres, de la misma de la que provenía un coro de voces recitando rezos al unísono.
Al fondo, se escuchaba también el sonido de uno, dos y tres campanazos. “La campana quiere decir la voz de Dios, y también que una hermana necesita algo de la otra”, por eso cada una tiene un número de campanazos. “Si tocan dos veces es porque me llaman a mí”, dijo una de las monjas antes que la otra le corrigiese entre risas “no, la mía son dos, la de usted es una”.
El día para las Hermanas Clarisas comienza dependiendo de si tienen que hacer pan o no. De ser así, se despiertan a las tres de la mañana, y sino a las cinco. Luego de despertarse se dirigen a la capilla a rezar mientras esperan la misa que inicia a las siete. Al terminar, esperan y hacen las Laudes y la Tercia, oraciones correspondientes a determinadas horas del día y que las envuelven en una atmósfera de contemplación. A eso de las ocho y treinta desayunan y después cada una se concentra en los oficios que le corresponden: unas se encargan de la cocina, otras de asear y las demás se dedican al cuidado de los animales: gallinas, cerdos y conejos. Cuando terminan las labores se encuentran a las once y media para realizar la Corona Seráfica o Rosario Franciscano y al mediodía rezan las horas Sexta y Nona. Así toda la jornada. En la tarde, dedican una hora para dispersarse y siguen el cronograma hasta las nueve de la noche, hora a la que se van a la cama para despertarse temprano al otro día y volver a empezar. Lea aquí: El maestro de San Estanislao que le apuesta al arte y la cultura
“Le presento a mi perro, se llama Llavero, porque no me deja, a donde me voy él viene”, dijo una de las hermanas en medio de risas. Ya perdieron la cuenta de los perros que viven con ellas. “Nos cuidan, no dejan que nadie se nos acerque”, contó. Cuando una persona desconocida entra al convento, especialmente un hombre, los perros lo atacan, se aferran al pantalón hasta que una de ellas sale en su defensa y logra que lo dejen pasar.
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“Las personas creen que porque nosotras estamos acá no hacemos nada pero llevamos en nuestro corazón todas las necesidades del mundo”, en cada rezo encomiendan al pobre, al enfermo, al desahuciado y al que se siente triste. Esta última emoción poco las atraviesa porque dicen que es imposible estar tristes cuando es Dios quien duerme en sus corazones. Durante el mes de diciembre, las Hermanas Clarisas realizan uno de los pesebres más bonitos que pueda verse en las iglesias. La Virgen María y San José tienen el tamaño de un niño de diez años y el resto del pesebre está dotado de fuentes de agua que simulan ríos, macetas con helechos y palmeras que adornan al Belén del municipio de Turbaco.
¿Cómo celebran la Navidad?, ¿algunas monjitas van a visitar a su familia?
- No, nosotras no salimos. La Navidad la pasamos muy contentas, nos gusta mucho. El pesebre lo hacemos entre todas y en la noche cocinamos una buena comida, para eso tenemos los cerditos.
En la noche de Navidad, las monjas suelen recibir en silencio la llegada del Niño Jesús. Escuchan villancicos, tararean sus favoritos, hacen la novena y esperan, fervorosas, el nacimiento espiritual del adorado niño. Nada les dispersa pues en las paredes del convento retumba el sonido del silencio y el ruido de los carros es apenas lejano. Lea aquí: ‘Sound of freedom’: ¿Qué pasa con la explotación sexual en Cartagena?
-Está sonando la campana, yo la tengo que dejar madre mía.
La hermana María Josefina de la Cruz se levantó con dificultad y se fue al lugar en el que estaban el resto de las monjas. A sus 84 años es una mujer lúcida que sueña con pasar sus últimos días en el convento porque nada le daría más alegría que ser enterrada junto al resto de hermanas que han fallecido. “Yo vivo muy feliz, estoy tranquila”, dijo con una sonrisa antes de desaparecer. Mientras tanto el sonido de las voces que recitaban avemarías llenó toda la sala en la que la hermana María Francisca y yo seguiríamos hablando un par de minutos más hasta que el sonido de la campana diera por terminada la visita.