El enfrentamiento que vienen protagonizando el ministro de Justicia y el procurador general de la Nación es deplorable, pero provechosa.
Deplorable, porque muestra un nivel de inquina, imprudencia y arrogancia que solo puede dar mal ejemplo a los ciudadanos.
Provechosa, porque de esta notoria confrontación debería quedar claro que ningún funcionario está habilitado para hacer política partidista, singularmente de cara a elecciones próximas, y de la necesidad del respeto que los ciudadanos revestidos de autoridad le deben a los gobernados.
El precedente del enfrentamiento entre los dos referidos personajes parece haberse originado en la investigación disciplinaria que la Procuraduría abrió contra el ministro Montealegre el pasado 7 de octubre, con miras a determinar si incurrió en falta disciplinaria por participar indebidamente en política a raíz de unas declaraciones a la revista Semana (edición del 4 de octubre), conforme con queja presentada por el apoderado de la campaña de Abelardo De la Espriella.
La Procuraduría señaló que las manifestaciones del ministro pudieron vulnerar la Directiva 013 de 2025, que prohíbe a los servidores públicos usar sus cargos para promover, descalificar o influir en debates electorales, algo que presuntamente hizo Montealegre al excederse en el poder que le da el cargo de ministro de Justicia, calificando a la aspiración de De la Espriella como “caricaturesca”, a quien no lo ve “ninguna formación intelectual y ética, siendo un abogado de la mafia…”. Además, describió al precandidato como una “figura pintoresca, de república bananera” y “cantinflesco”, al tiempo que insistió en que “su única trayectoria es haber sido abogado del narcotráfico y los paramilitares”, sin dejar de afirmar su afinidad por el proyecto del senador Iván Cepeda para 2026.
Por su parte, el procurador general respondió con una advertencia a la denuncia penal que anunció en su contra el ministro de Justicia, al asegurar que “en su momento Colombia sabrá lo que hay detrás de esto”, tras ser acusado por el ministro de un presunto delito de prevaricato y de aliarse con el precandidato presidencial Abelardo De la Espriella para silenciarlo.
En lo que respecta a los ciudadanos, espectadores atónitos de este deplorable espectáculo -pues las diferencias entre los mencionados han debido manejarse con la discreción y gallardía que se espera de figuras oficiales del más alto nivel-, lo que ha ocurrido hasta ahora es más que suficiente para que los servidores públicos sujetos a restricciones legales de participación en política controlen sus intereses, pasiones, egos y lenguas, obrando con la debida continencia para que los debates electorales del 26 no sean influenciados ilegítimamente.
Y que disciplinen pronta y drásticamente al que persista en burlarse de las claras prohibiciones legales.