Hay premios nobel que desconciertan; no es el caso con el otorgado ayer a María Corina Machado. Por supuesto, será muy mal recibido por aquella especie de progresismo global que respalda y protege al oprobioso régimen venezolano, que le ha quitado el derecho a vivir en libertad a su subyugado pueblo.
Aunque las razones esgrimidas por el Comité Noruego del Nobel de la Paz siguen resonando a nivel mundial por su sinceridad y contundencia, pues compilan lo que buena parte de la población piensa de las mujeres luchadoras, para quienes han tenido que salir del suelo venezolano el premio es una poderosa voz de consuelo, pero apenas un hito más de los que faltan para que su nación recupere el rumbo de una mínima decencia en el manejo de lo público.
Entre los seres humanos que han conocido la libertad de pensar, de creer y de desarrollar su personalidad, es intolerable caer en manos de personajes siniestros que asumen el control del Estado como cosa propia, sin rendición de cuentas y con desprecio por quienes no admiten esa clase de vasallaje. Esos regímenes se sostienen con el poderío que dan las armas, la compra de fidelidades de los cuerpos militares, el pago de apoyos de copartidarios que por voluntad o por obligación se ven compelidos a aceptar la subyugación en favor de cafres en todo en sentido de la palabra, elevados a la categoría de dictadores de baja estofa, con el favorecimiento a empresarios avaros y a sujetos de baja ralea, que aplauden desvergonzados, obligados o embelesados, las manifestaciones grotescas de esa variedad de soberbia que no tiene un ápice de vergüenza.
El mundo se está reorganizando entre las democracias y las dictaduras con o sin autócratas. La diferencia la marca la sociedad civil que habite sus territorios. Hay comunidades predispuestas por razones historias, sociológicas o de injusticia social, a vivir sucumbidas bajo el imperio de los déspotas. Y otras en las que las gentes se rebelan contra la denigración de caudillajes que se sienten con derecho a decidir por sí y ante sí el destino de sus pueblos, sin contar con estos.
El premio a María Corina es a una luchadora incansable en la búsqueda y promoción de los derechos democráticos de su pueblo, dando con cada paso un ejemplo extraordinario de coraje cívico.
Pero el premio también lo es para todas aquellas personas que se sienten sociedad civil, esto es, los ciudadanos que viven con esfuerzo sus relaciones y actividades privadas, con independencia y con mirada desdeñosa del ámbito estatal, para quienes los funciones públicos son servidores, limitados por normas que no rigen a los gobernados y, por ende, habilitados y capaces de decidir periódicamente, en elecciones libres, ajenas al uso del presupuesto oficial -que no es de los gobernantes sino de la Nación-, quiénes tienen los merecimientos para liderar el camino del ascenso de sus pueblos en el devenir de la historia.