La muerte de Miguel Uribe Turbay, por causa del infame atentado cometido el 7 de junio pasado, ha suscitado profundo dolor en buena parte de la Nación por lo que el senador y precandidato presidencial significaba en juventud, enjundia, coraje, inteligencia, decencia y esperanza, en medio de un ambiente que los dos últimos años se ha venido agriando a niveles impensables hace solo un lustro.
El país tenía derecho a pensar que no volveríamos a las traumáticas épocas en que precandidatos y candidatos a la presidencia de la República se sometían a riesgos que conllevaron al asesinato por encargo de tantos de estos hace ya más de dos decenios, lo que supuso vivir una de las épocas más aciagas de la historia patria.
Pero el deterioro del orden público, con el crecimiento inaudito de las bandas criminales y el retorno del poder y control territorial de antiguas guerrillas que supuestamente se iban a acabar por la firma de la paz en este Gobierno, poco a poco fue mostrando que lo que apenas parecía una quimera se ha convertido en una pesadilla a ciencia y paciencia de la autoridad central, como si fuera natural que hacer política en este país conlleva a realizar una actividad peligrosa, con una lógica tan vil que endilga a cada candidato la responsabilidad de lo que le ocurra, por haber escogido el oficio de querer servir al pueblo desde la política activa.
Si es así lo que piensan los más altos funcionarios del Estado, es comprensible por qué, desde el atrio presidencial hacia abajo, esos empleados públicos, o por elección o por nombramiento, se sojuzga a los líderes de la oposición, incluso con gritos de guerra que para los ciudadanos pacíficos es ya una ofensa grave y una traición al deber de preservar la unidad nacional, pero que para los violentos fácilmente se recibe como una orden de ataque.
El magnicidio de Miguel Uribe Turbay tiene que ser el último del debate electoral, por cierto, bastante anticipado debido a la primacía que se le ha dado a la agitación política de cara a la retención o la lucha por el poder en 2026, por encima de la ejecución de los compromisos de gobierno.
Hacer política en este país no puede convertirse, otra vez, en una actividad peligrosa, pues es sucumbir a lo que los terroristas -que en lógica se entiende fueron quienes cometieron este magnicidio- pretenden; esto es, acallar las voces que están dispuestas a realizar su vocación de servicio por el progreso de la Nación y el bienestar del pueblo, independientemente de a qué facción política pertenezcan.
El atentado a Miguel Uribe Turbay contiene un mensaje directo a quienes no comparten ni el estilo ni el fondo de quienes ostentan el poder político: que los violentos le siguen teniendo pavor a la palabra, a la que consideran más peligrosa que mil armas letales.
Miguel Uribe la empleó con respeto, altura y brillantez, algo que, como su bondad, desprecian los cultores de la maldad.